por Mariana Parra hace 2 años
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Porque así llamaron las feministas de los setenta al estado mental y emocional de estrechez y desagrado, de falta de aire y horizontes en que parecía consistir el mundo que heredaban. Las primeras feministas de los setenta realizaron un ágil diagnóstico.
El orden patriarcal se mantenía incólume. "Patriarcado" fue el término elegido para significar el orden socio moral y político que mantenía y perpetuaba la jerarquía masculina. Un orden social, económico, ideológico que se autorreproducía por sus propias prácticas de apoyo con independencia de los derechos recientemente adquiridos.
El cambio en los mores se iba produciendo en parte por difusividad y en parte con independencia del núcleo militante. Para éste, "abolición del patriarcado" y "lo personal es político" fueron los dos grandes lemas. El primero designaba el objetivo global y el segundo una nueva forma de entender la política que tenía sus claves no en la política gerencial, sino en el registro contractual. Un concepto mucho más amplio y en ocasiones poco manejable del término político, heredero directo de la filosofía frankfurtiana - política es todo aquello que entrañe una relación de poder - sobre todo a través de Marcuse, se impuso. Tal acepción, a la que posteriormente se añadieron aditamentos foucaultianos, permitía volver a tematizar la veta más clásica y profunda del feminismo desde sus orígenes: el injusto privilegio. Pero ahora el análisis, pese a la utilización de un término tan amplio, se afinaba. Los nuevos datos y aportaciones del psicoanálisis, la antropología cultural, la sociología… y, en fin, la panoplia corriente de la cultura política contractual, permitían diagnósticos otrora imprevisibles. La nueva filosofía feminista se estaba formando según el consejo kantiano de elevar lo particular a categoría.
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