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av Pero Gruyo 15 år siden

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MetáforasQNP

El texto reflexiona sobre el uso de etiquetas y categorías en los medios de comunicación y cómo estas influyen en la percepción de la realidad. Se examina el proceso mediante el cual se decide qué es digno de ser noticia y cómo se asignan las secciones en periódicos y noticiarios, sugiriendo que estas decisiones no son arbitrarias sino que siguen un mecanismo que refleja ciertas categorías sociales y políticas.

MetáforasQNP

MetáforasQNP

METÁFORAS QUE NOS PIENSAN

Sobre ciencia, democracia y

otras poderosas ficciones

LA FABRICACIÓN CIENTÍFICA DE LA REALIDAD

La ciencia, ese mito moderno

Hace unos días la prensa anunciaba en grandes titulares el

‘hallazgo’ llevado a cabo por el satélite Cobe de la NASA. Los

‘hechos’ que se han ‘descubierto’ (ciertas “oleadas de partículas

subatómicas”) vienen a ‘confirmar’ —se nos dice— la ‘validez

de la teoría’ del Big Bang, de la que tales ‘observaciones’

son una ‘prueba’. Los científicos implicados en el programa

declaran al unísono que ‘hemos encontrado’ algo: “el Santo

Grial de la Cosmología” o “nubes de partículas”, el caso es que

para todos ellos había ‘algo ahí fuera’ que por fin se ha ‘descubierto’,

algo a lo que se “ha quitado el velo” 1. No es una

excepción; sino una creencia compartida por el público y por

buena parte de la comunidad científica. Sin embargo, para

ciertos espíritus críticos, y en particular para la que se ha llamado

nueva sociología de la ciencia (NSC), toda la palabrería

aquí entrecomillada no sería sino parte de una serie de estrategias

retóricas destinadas a engañar al lector, ocultándole el

carácter construido de toda la operación: ciertas lecturas, en

unos aparatos construidos ad hoc, de temperaturas de unas

supuestas radiaciones, que se interpretan en términos de una

225

* Publicado en Claves de Razón práctica, 32 (1993): 66-70.

1.- Titular de Le Monde, 25-4-92: “Le voile se lève sur l’origine de l’univers”.

potente metáfora —la Gran Explosión— y se reescriben

mediante adecuados efectos de persuasión 2. Pura poesía,

poiesis, construcción.

Matemática y enmascaramiento

Pero, razonamientos puntuales al margen, Bunge encuentra

la fuente de cuanta irracionalidad adorna a los nuevos

vándalos en su carencia de una “seria teoría de la referencia”,

lo que les lleva a confundir el decir con el hacer, los enunciados

con los hechos, los instrumentos con lo instrumentado.

Por lo cual, el generoso guardián de las esencias científicas se

presta a brindarles una teoría que “penetre la bruma” en que

suelen perderse. No debe pensarse que todo el aparato matemático

desplegado —¿cómo, sin ello, puede una teoría ser

seria? —es sólo un efecto retórico para apabullar al no iniciado;

no, se trata de una exigencia de claridad y rigor.

La ventaja de lo claro y riguroso es que deja más a la vista

los presupuestos ideológicos, los cuales —por supuesto—

también alcanzan a las matemáticas. Así, se define «la clase

de referencia de un predicado n-ario P como la unión de los

conjuntos que constituyen el dominio de P», o más claro aún,

235

«Rp (P) = U1

La quimera realista

Con todo, acaso el signo más claro de que esta NSC, pese

a sus contradicciones y limitaciones, ha puesto el dedo en la

llaga —la llaga de la creencia viva y abierta— lo encontramos

en las reacciones que suscita. La repulsión que recientemente

ha provocado en los guardianes de la realidad, como la de

Mario Bunge (1991a) puede tenerse por ejemplar. Según este

epistemólogo, nos enfrentamos, ni más ni menos, que a toda

una pléyade de izquierdistas mal reciclados que “han abrazado,

aún sin quererlo, una parte central del credo nazi”, herederos

directos del celo anti-intelectual e irracionalista que alimentaron

funcionarios e intelectuales nazis como Heidegger

y que desencadenó la persecución de la llamada ciencia

judía. Su desprecio por el ethos científico mertoniano (honestidad

intelectual, desinterés, impersonalidad) no puede

llevar a estos ‘jóvenes turcos’ (sic) sino al irracionalismo más

vandálico. La descripción que de ellos hace Bunge exhibe

todo un alarde de recursos retóricos para fabricar su demonización:

en contraste con la prosa “transparente y elegante” de

Merton, la de éstos se perfila como oscura y tosca; “tienen la

jeta [the cheek] de pasarse un año en un laboratorio científico”

acechando la ocasión de sorprender en falta la virtud de

quienes allí operan; hablan de lo que no saben, son tolerantes

con falsas doctrinas (“la pseudo-ciencia e incluso la anticiencia”);

frente a las luces del positivismo se entregan al

oscurantismo de la fenomenología o el existencialismo;

reniegan del ‘hecho verdadero’ de que los sistemas sociales

están compuestos por individuos para darse al ‘cripto-holismo’;

en lugar de la grandeza de miras que caracteriza al

‘auténtico científico’, ellos se empeñan en indagar minutiae y

revolver basura; prefieren el recurso irracionalista a la intuición,

la analogía y la metáfora antes que la objetividad de la

lógica y el método; estudian a la tribu de los científicos “como

si fueran un sistema social ordinario” y no ministros de un

saber reservado; en suma, odian y desprecian la ciencia.

233

Una reacción semejante no parece, ciertamente, propia

de ningún desapasionado ethos científico ideal, sino más

bien la del creyente que, viéndose sorprendido en su creencia,

no puede sino saltar airada y crispadamente, recurriendo

en primera instancia a la descalificación y el insulto. Esa

realidad-ahí, cuya objetividad es representable por la ciencia,

al creyente en ella se le da por des-contada, y soporta

mal que se la presenten como contada, al modo de cualquier

otra narración o mito. Nunca un mito lo es para quien está

creyendo en él: se trata de la realidad misma. Lo propio de la

creencia lo cifraba Machado no en creer sin ver sino en creer

que se ve. Más aún, como observa Ortega, la auténtica creencia

no es pensable, porque es lo que nos permite ponernos a

pensar: lo que, dado por su-puesto, hace posible que sobre

ello empecemos a poner: hechos, razones, ideas... Quien ve

tocada su creencia queda así literalmente des-fondado, sin

fondo sobre el que apoyarse; y la irracionalidad que descubre

bajo sus razones se le antoja sinrazón de quien se las ha dejado

al desnudo.

Los argumentos que Bunge consigue hilvanar contra los

jóvenes turcos, una vez aplacada su santa ira, apenas alcanzan

así a ocultar su carácter de justificaciones a posteriori,

destinadas a restañar la creencia dañada, a reconstruir el

efecto de realidad puesto en entredicho, con lo que, paradójicamente,

viene a dar la razón a los supuestos bárbaros en el

acto mismo de querer recuperarla: la restauración de la objetividad

erosionada deja a la vista precisamente el proceso de

su construcción. No nos detendremos aquí sino en un par de

‘argumentos’, de toda una colección que no tiene desperdicio.

La NSC se niega a distinguir entre los contenidos de la

ciencia y el contexto (social, lingüístico), entre el discurso y la

praxis científicos. Para Bunge eso es tanto como afirmar que

“la naturaleza social de la producción y venta de una caja de

cereales para el desayuno convierte al mismo cereal y a su

ingestión y digestión por nosotros en un proceso social”. Los

234

otros dos argumentos aducidos son del mismo tipo: analógicos.

Cuando él mismo tacha a Kuhn de irracionalista por

recurrir a la analogía en vez de a “la lógica y el método”, cuando

ningún científico ni lógico concede al razonamiento por

analogía capacidad probatoria concluyente, ¿es ésta toda la

fuerza argumental de que es capaz nuestro buen realista? ¿o

esa “metafísica exacta” que él postula comparte con la de

magos, alquimistas y astrólogos igual preferencia por la

metáfora y la analogía como modos de razonamiento? Y ello

sin contar con que el ejemplo elegido para la trasposición

analógica parece brindado por el propio enemigo: ¿cabe concebir

alimento más socialmente construido que los famosos

cereales para el desayuno? Se consume la marca antes que el

contenido, y aún éste es el resultado de una laboriosa selección

genética y transformación fabril. Si algo hay en este

mundo que venga construido por el contexto simbólico y

social, ese algo son los cereales para el desayuno.

Reflexividad

Al observador perspicaz no se le escapa, sin embargo, la

paradoja en que incurren estos análisis. Las críticas a la ilusión

científica, por pretender que existen hechos-ahí, tratan a

su vez las prácticas científicas como si fueran ellas mismas

hechos-ahí, de los que aspiran a dar cuenta. La crítica de la

ciencia se quiere científica, sea porque no acierta a pensar

desde otras coordenadas sea porque teme el anatema de irra-

231

4.-Es significativa la proliferación en los últimos años de manuales del tipo Writting

succesfully in science (Londres: Harper Collins, 1991), donde los jóvenes científicos puedan

aprender los trucos lingüísticos con los que construir efectos de realidad suficientemente

persuasivos. Ya Wittgenstein (1987: 133, 197, 230, 334, 359) apuntó que, al fin y al

cabo, no son sino “tretas gramaticales las que nos convencen, incluso en matemáticas”.

5.-“¡Los números cantan!” es el argumento definitivo con que el político y el científico

reducen al silencio al creyente en la canción del número.

cionalismo que automáticamente recibe todo aquél que

atente contra la ‘nueva religión de la humanidad’. Sea por lo

que fuere, los críticos de la ideología de la representación no

dejan de pensar desde esa misma ideología.

Así, para las posturas más iconoclastas de la NSC, Bloor y

su programa fuerte siguen manteniendo la creencia en una

‘realidad-ahí’, a la que buscan explicación, aunque ahora

ésta sea social. De igual modo, el discurso etnográfico toma

las prácticas científicas como ‘hecho’ objetivo (lo que los

científicos hacen ‘realmente’) del que se propone dar razón

mediante una representación adecuada. Ninguno de ellos

explora, ni se aplica a sí mismo, las consecuencias radicales

de una crítica de la ideología de la representación: si no es

legítimo hablar de unos ‘hechos ahí’, si los datos se construyen

en el proceso de su identificación y representación, si

las cosas no están en un más allá de su relato ¿cómo puede

el discurso crítico tomar la actividad científica como objeto

ahí? ¿Cómo puede orillarse el engaño característico del discurso

científico —más aún, el de la propia ideología de la representación—

sin caer en el océano informe de la pura

irracionalidad? ¿Cabe otra posibilidad que la negación, el

desenmascaramiento de cuantas ilusiones constituyen la

realidad? Woolgar propone una eventual respuesta reorientando

el foco de atención: pasar del objeto representado/

construido a la actividad misma del representar/

construir 6. Ahí es donde el discurso crítico ha de hacerse

reflexivo, consciente de la no neutralidad de las tecnologías

de que se vale (en particular, las tecnologías de la palabra)

ni del propio agente que autor-iza la crítica: ¿Por qué,

por ejemplo, no hacerle irrumpir en su propio texto, que

queda así paradójicamente des-autorizado? ¿O no sería éste

sino otro artificio retórico aún más alambicado?

232

6.-Para mayor abundamiento, véase S. Woolgar (ed.) (1988).

La ideología de la re-presentación

La impostura definitiva no está, sin embargo, en esa invención

científica de la realidad: después de todo, no hay sociedad

que no haya generado esa ilusión a la que llama realidad,

esa imposible componenda —por decirlo en términos de A. Gª

Calvo (1979)— entre el mundo en que se habla y el mundo del

que se habla. No otro que ése es el trabajo de los mitos: construir

y dar sentido a ese mundo fabuloso que cada cultura

llama realidad 3. La saga mítica que el discurso científico de las

229

3.-Sobre las dificultades de nuestra modernidad para ajustar mito y razón, véase C.

Moya (1992).

tribus occidentales ha generado en los últimos cuatro siglos

no tiene nada que envidiar a los de otras sagas que le precedieron,

como la homérica o la judeo-cristiana. Ni sus metáforas

son menos imaginativas (el mundo como máquina, lo invisible

como materia oscura, el mercado como autorregulación, o

la sociedad como suma de partículas votantes), ni es menor su

éxito en conferir a sus ilusiones carta de naturaleza.

La otra cara de la pujante belleza y eficacia de sus metáforas

es el destrozo universal a que nos ha conducido esa otra

metáfora del ‘conocer como analizar’ (dividir, des-trozar) que

dio en sustituir a la que postulaba el conocimiento como

alquimia entre el conocedor y su objeto, tenido también

como sujeto. Si, desde Heidegger, este lado oscuro de la ciencia

ha merecido cierta atención, mucha menos ha recibido la

indagación sobre el éxito social de la creencia en ella. El argumento

de su ‘evidente eficacia’ sólo es probatorio para quien

está ya en esa creencia: no hay cultura que no crea en la evidente

eficacia de sus prácticas rituales ni en la rotunda realidad

de sus metáforas constitutivas. Aquí es donde el mito

científico pone en funcionamiento, como cualquier otro

mito, toda una eficaz elaboración secundaria tendente a

hacer olvidar el ‘como si’ que está en el origen de su actividad

metafórica y construir así sus propios efectos de realidad. La

ciencia, como advierte Mulkay (1991), es un tipo de lenguaje

que oculta y niega su mismo carácter lingüístico.

Ahí es donde la ficción se torna fingimiento: en el minucioso

trabajo que el científico y el divulgador suelen tomarse

para borrar toda traza de la impronta poética de su actividad.

En efecto, buena parte de la tarea científica se orienta directamente

a ocultar ese proceso de creación de realidad, a presentar

al agente como mero paciente (receptor neutro —y

neutral— de meros datos objetivos), a consolidar el mito de la

Ciencia, a edificar lo que Woolgar llama la ideología de la

representación: el enmascaramiento y supresión de los rastros

que pudieran advertirnos de su actividad constructiva, de lo

230

arbitrario del sustrato que soporta la necesidad, del silencio

al que se condena a lo que se dice representado 4.

Y ahí es donde está la verdadera dimensión política de la

ciencia. Ahí también su eficacia, su capacidad para persuadirnos

de que no estamos siendo persuadidos, su pretensión

de destino. Por ejemplo, no caben políticas (o sea, decisiones)

distintas porque la cruda ‘realidad’ económica (o sea, el destino)

no las permite: “Hay que ser realistas” 5. La ilusión de

que la realidad está ahí y no hay sino una —y, por tanto, todo

lo demás son ilusiones—, junto a la pretensión de que la ciencia

es el modo privilegiado de conocimiento al que le es dado

des-cubrirla, re-presentándola, es el núcleo de esa ideología

de la representación. Una ideología de la que está empapado

el modo científico de conocimiento tanto como éste le ha

prestado el espaldarazo definitivo, impregnando con ella

todos los ámbitos de nuestra cultura: representación de los

hechos en estadísticas y ecuaciones, de los súbditos en los

parlamentos, de los acontecimientos en las noticias, de la

realidad en el discurso.

Inventar la realidad

Los últimos desarrollos de esta tradición iconoclasta están

hoy al alcance del lector no especialista gracias el excelente

texto de Steve Woolgar (1991) Ciencia: abriendo la caja negra.

Con ellos, la desmitificación de la ciencia (en el sentido literal:

crítica de la ciencia en tanto que mito) pasa a convertirse

227

en programa sistemático de indagación, más allá de ciertas

intuiciones dispersas. El poso teórico se remonta a Husserl,

Heidegger, Foucault, Derrida o el último Wittgenstein, afinados

con técnicas específicas de investigación sociológica. Tres

son los principales enfoques que se han venido perfilando: el

llamado programa fuerte de sociología del conocimiento, las

técnicas de análisis del discurso aplicadas a la deconstrucción

de los textos científicos, y los estudios de carácter etnográfico

sobre el trabajo en los laboratorios.

El primero, cuyo texto fundacional es Conocimiento e imaginario

social de David Bloor (1998), denuncia la asimetría existente

en las consideraciones habituales sobre la ciencia: así

como al conocimiento ‘verdadero’ se le supone un fluir espontáneo,

sin más que aplicar correctamente ‘el método’ científico,

tan sólo al conocimiento ‘erróneo’ se le busca explicación: a los

filósofos toca ocuparse del primero y a los sociólogos o antropólogos

del segundo. Pero ocurre —como expone Bloor— que tan

razonables son con frecuencia las teorías erróneas como irracionales

las verdaderas. Tal escepticismo se extiende de las ciencias

a la lógica y a la matemática, al corazón mismo de la razón,

lo cual exige romper no sólo con la cómoda división del trabajo

académico sino también con muchas ideas preconcebidas

sobre la razón, lo razonable y la objetividad.

El segundo enfoque mencionado se centra en lo que sin

duda sí producen los científicos: textos (descripciones, argumentaciones,

artículos...); textos cuyo análisis desvela toda

una batería de estrategias retóricas destinadas a persuadir al

lector de la existencia de ciertos ‘hechos’ y de la bondad de

ciertas ‘explicaciones’. El discurso científico revela así su

anclaje en la lengua natural, y este carácter narrativo lo pone

por entero en manos de las disciplinas que tratan de literatura

(B. Latour y F. Bastide, 1988). La ciencia del cuento se aplica

a dar cuenta del cuento de la ciencia.

El tercero, lleva a los etnógrafos al interior de los santuarios

de la cultura científica —laboratorios y observatorios—,

228

donde se dedican al registro minucioso de las curiosas prácticas

de esa tribu tan singular que son los científicos: lo que de

hecho hacen éstos resulta tener poco que ver con el seguimiento

de ningún método (y, menos aún, con el de ‘el método’

científico) ni con los imperativos ideales mertonianos.

Para quien ahí entra, “la creencia en la ‘cientificidad’ de la

ciencia desaparece” (B. Latour, 1983).

La conclusión está servida: la ciencia, aunque se presenta

como des-cubrimiento y explicación de realidades naturales que

están-ahí-fuera, como pre-existentes a la indagación sobre ellas,

lo que está haciendo es construir esa realidad, inventándosela,

fabricándola. “La exterioridad [‘out-there-ness’] es una consecuencia

del trabajo científico más que su causa” (S. Woolgar y B.

Latour, 1986: 182). Lo social no se limita, pues, a regular las relaciones

entre científicos y las de éstos con las instituciones, dejando

intactos los contenidos de su conocimiento, sino que

penetra en el interior de sus conceptos, de sus racionalizaciones,

de sus aparatos... en esa caja negra que la filosofía y la sociología

clásicas de la ciencia querían mantener impermeable a los juegos

de fuerzas, a los prejuicios, a los intereses, a los conflictos, al

decir/hacer de las gentes en toda su complejidad.

La nueva sociología de la ciencia

Para los padres de la sociología positiva (Comte) y de la

sociología del conocimiento en particular (Mannheim,

Durkheim...) la ciencia es una forma muy especial de conocimiento.

Tan especial que toda sociedad construye sus modos

y objetos de conocimiento... salvo el científico. Éste escapa a

toda determinación social: sus logros podrán acelerarse o

retardarse, pero no dejarán de progresar, de acumularse, de

imponerse universalmente, pues no consisten sino en ir descubriendo

lo que ya está ahí: pura objetividad, conocimiento

verdadero. Negándose a pensar que el ‘método científico’ y

las ‘verdades’ por él alcanzadas pudieran también ser ilusiones

(ideas que fabrican realidad), las llamadas ciencias humanas

o sociales se aseguraban —en la medida en que ellas siguieran

también el supuesto ‘método’— el prestigio del que

ya gozaban las ciencias naturales y que ellas estaban bien dispuestas

a realzar. El socialismo científico tampoco escapó a

esta tentación, y a ello debe buena parte de su fracaso (como

ciencia y como proyecto social).

Las sombras que la II Guerra Mundial proyecta sobre la

ciencia alumbran en EEUU el nacimiento de la sociología de

la ciencia, que emerge así en defensa de una pureza científica

amenazada, postulando la existencia de una comunidad

ideal (la comunidad científica) iluminada por un don especial,

el ethos científico. El objetivo de esta sociología de voca-

226

2.-El mencionado artículo se urde con datos técnicos, metáforas e imágenes sensoriales

creadoras de efectos empíricos (‘bruit de fond’, ‘signature tangible’, ‘lumière

fossile’...), y una elaborada retórica de lo oculto (‘fabuleux trésor’, ‘témoignages physiques’,

‘traquer [acechar] le Saint-Graal de la cosmologie’...). Otras crónicas de prensa

despliegan la misma urdimbre, enriqueciendo la gama de imágenes, metáforas y efectos

retóricos.

ción hagiográfica es ‘explicar’ cómo los científicos son los

únicos capaces de producir conocimiento verdadero: ellos

constituyen un sistema social autorregulado por unas normas

ideales (comunalismo, universalismo, desinterés y

escepticismo corporativo) que garantizan la racionalidad,

acumulación y asentamiento de los avances de la ciencia.

Pero la nueva sensibilidad que emerge en los años 60 pone

en tela de juicio la sagrada alianza entre saber y poder, arrojando

fundadas sospechas sobre la neutralidad del primero, por

científico que sea, y la legitimidad del segundo, por democrático

que se quiera. A ello se unirá recientemente una serie de

investigaciones que muestran cómo lo que realmente hacen los

científicos se parece bastante poco a la inocente aplicación del

supuesto método científico. Kuhn introduce el virus relativista;

la beatífica comunidad científica que imaginara el estructuralfuncionalismo

mertoniano se revela como juego de intereses y

lucha por el poder (subvenciones, reconocimientos, contratos...);

francotiradores como Feyerabend advierten el cumplimiento

del sueño comtiano de una ‘nueva religión universal’ en

el carácter religioso que de hecho ha llegado a cumplir la ciencia

y llegan a equiparar su presunta racionalidad con la de las llamadas

pseudo-ciencias; antropólogas como Mary Douglas

confirman en la actitud ante la ciencia los rasgos característicos

de lo sagrado en las sociedades primitivas; mujeres como

Evelyn Fox Keller denuncian la fuerte carga androcéntrica de

sus presupuestos y formulaciones… Despunta una nueva

forma de razón que no tardará en tacharse de irracionalismo y

de barbarie por los guardianes de la ciudadela científica.

Aula, laboratorio, despacho

Aula, laboratorio, despacho: los no-lugares del poder/saber global (o la meticulosa programación de la impotencia y la ignorancia)

La llamada globalización puede pensarse como la realización

planetaria del delirio utópico que imaginara aquella burguesía

centroeuropea y británica del s. XVII y que se plasmaría

en la ideología de las Luces. Sus aspectos hoy más sobresalientes

(los políticos, económicos y técnicos) son impensables

sin el soporte del imaginario ilustrado que en la actualidad

alumbra el panorama mundial, a derechas y a izquierdas.

De la sustitución de los lugares por un espacio abstracto, literalmente

de-solado, emerge una razón y un individuo también

a-locados (abstraídos o extraídos de los contextos concretos)

que se edifican en los no-lugares globales. El mercado

mundial o la red global de comunicación se cuentan entre los

más celebrados de esos no-lugares, pero se soportan en otros

que el brillo asolador de las Luces deja en la sombra: el laboratorio

científico, el aula escolar, y el despacho del experto y

del burócrata. El lenguaje de plástico que de ellos fluye y llega

211

* Resumen de la intervención del autor en el Curso de Verano sobre Pedagogías diabólicas,

Gandía, 23 de julio de 2002.

a impregnar el planeta es la lengua propia —necesariamente

im-propia— de la Era Global.

Hay maneras muy diferentes de pensar tanto la evolución

histórica como los actuales modos de estar. Una de las posibles,

que aquí desarrollaremos, atiende a la manera de entender

el espacio y a los modos de vincularse esos diferentes

espacios con las también variadas formas de saber y de poder.

En el extremo, y sin duda simplificando en exceso, podrían

reducirse a dos tipos ideales, en el sentido weberiano: los

lugares y el espacio. Como veremos, no es casual que los primeros

se digan en plural y el segundo en singular. Ejemplos

de lugares pueden ser la aldea campesina y su entorno (o la

tópica polis griega), el lugar habitual de reunión de la pandilla

de amigos o un sitio donde se chatea en internet. Como

modos de espacio, aquí nos centraremos en los tres mencionados

en el título: el aula escolar, el laboratorio científico y el

despacho del burócrata. Veamos algunos de los rasgos diferenciales

entre los unos y el otro.

En los lugares todo se entrelaza íntimamente; son ellos

los que constituyen y dan significado a lo que en ellos se

aloja, de modo que algo o alguien, trasladado a otro lugar, ya

no es eso mismo sino otra cosa: la cosa o persona no está en

el lugar, es del lugar. El lugar y los lugareños se hacen entre

sí. Los lugares son heterogéneos y se mantienen notablemente

inconexos los unos de los otros. Cada uno se caracteriza

por cualidades y significados que le son propios, y que

le hacen fundamentalmente diferente de otros lugares.

Entre lugares, trasladarse es un poco deshacerse; traducirse,

perder significado.

En el otro extremo tenemos el espacio propiamente dicho,

cuyo paradigma puede ser el espacio coordenado cartesiano.

Espacio homogéneo, constituido por puntos indiscernibles

entre sí salvo por la posición que ocupan respecto a los ejes

de coordenadas. Espacio dotado de las mismas propiedades

en cualesquiera de sus regiones. Espacio isótropo, en el que

212

las cosas y personas pueden situarse o desplazarse sin ver en

nada alterados su constitución ni su significado. En el espacio,

el lugar es insignificante: ni importa ni está dotado de

significado. La facilidad de traslación o deslizamiento es

también facilidad de traducción o deslizamiento de significados.

En resumen, el lugar es in-tenso, alberga la tensión y

complejidad propias de la vida; el espacio es ex-tenso, expulsa

la tensión y la complejidad, arrasa las singularidades:

plano, el espacio, todo lo aplana, nada cabe en él que no esté

plan-ificado.

A ambos tipos ideales, lugares y espacio, pueden asociarse

dos maneras de saber y dos maneras de poder. En el lugar,

saber y poder brotan de él y se mantienen apegados a él: ambos

dependen del contexto a la vez que revierten sobre el entorno,

dotándole de sentido y consolidando su fuerza específica.

Aquí, saber y poder son propiedad del común de los lugareños,

que mantienen y transforman su poder y sus saberes según sus

conveniencias. Al lugar, la novedad llega con cuentagotas y se

asimila lentamente, reinterpretando su significado a la luz de

los significados con-sabidos de los lugareños. Saber y poder,

arraigan en el lugar, lo expresan y lo recrean. El suyo, saber del

lugar, es ese saber que los antropólogos anglosajones llaman

local knowledge y los franceses arts de la localité.

En el espacio, por el contrario, saber y poder sobrevuelan,

desarraigados, la superficie en la que se insertan o circulan

los puntos / individuos. Abstraídos o extraídos de los sujetos

concretos, el saber está literalmente fuera de lugar y el poder

fuera de control. Ese saber fuera de lugar es ahora información

o comunicación. Ese poder fuera de control se manifiesta

en espacios abstractos, como el democrático o el del mercado.

El saber abstracto propio del espacio es aplicable por

igual en cualquier punto o región del mismo, pues todos son

indiferentes. Desarraigado, el saber abstracto abomina de la

heterogeneidad, que no puede ser sino obstáculo para que

sus significados circulen y se reproduzcan libre e incesante-

213

mente. La novedad permanente y la circulación fluida propias

del saber del espacio le recrean a su vez como tal espacio

homogéneo e isótropo, arrasando literalmente las rugosidades

lugareñas que en él hubieran podido brotar o las que aún

pervivieran.

La tecnoburocracia o el delirio político de la razón

La íntima complicidad de laboratorio y despacho funda así

una racionalidad a-locada (tanto en lo que tiene de enloquecida

y delirante como en su falta de emplazamiento o localización)

y global en la que se legitima la que algunos han empezado

a considerar como nueva clase dominante planetaria: la

tecnoburocracia. En realidad, la emergencia de esta nueva

clase global se alumbró en los primeros experimentos sociales

llevados a cabo por los regímenes de ‘socialismo científico’ y

ya fue detectada, poco después, en algunos diagnósticos anticipatorios:

“La clase virtual de los tecnoburócratas tiene un

poder de decisión no controlado que hace que sus aptitudes

técnicas sean excepcionales, independientes de los fines a los

que deberían servir. Su fuerza reside en su omnipresencia, que

va de las grandes empresas industriales a la administración

221

5.- En esto, no deja de acertar la percepción popular de que los programas de los

diversos partidos políticos se parecen como gotas de agua: su común pretensión de legitimación

racional, sumada al dogma de la razón a-locada como única racionalidad posible,

cierra efectivamente el camino a toda opción propiamente política.

del Estado, de los organismos de planificación públicos y privados

a los estados mayores de los ejércitos modernos (...) y se

intensifica en su propensión a invadir los ‘aparatos’ de los

diversos partidos políticos, independientemente de sus tendencias,

por no hablar de los sindicatos, tanto obreros (¡ay!)

como patronales. Su propensión a la omnipresencia se extiende

asimismo a los distintos organismos internacionales, sean

las Naciones Unidas, la Unesco, la Otan, las diferentes instituciones

europeas, etc.” (G. Gurvitch, 1969: 133) 6. Ambos espacios

llegan así a trasvasar entre ellos, y sin el menor pudor, sus

respectivas funciones específicas, de modo que el laboratorio

se instituye como espacio de poder y el despacho como espacio

de racionalidad tecnocientífica.

El cubo que modelaba el espacio interior de las mentes de

aquella tribu abstractora ha venido así a modelar también el

espacio exterior, un espacio global donde ahora los cubos o

cubículos (escolares, tecnocientíficos y gerenciales) son los

no-lugares del poder. Pero la legitimación científica del poder

de los expertos sólo puede ejercerse sobre un tipo humano

muy especial, un tipo humano convencido de que ni su propia

experiencia ni lo que puedan saber sus iguales, vecinos o compañeros,

es fuente de saber digna de crédito; un tipo humano

convencido de que la lengua que aprendió sin esfuerzo desde

pequeño no es el lenguaje correcto ni apropiado; un tipo

humano convencido de que para saber y progresar debe abandonar

su lugar y encerrarse en ciertos recintos especiales,

separados/abstraídos de todo entorno natural y social; un tipo

humano convencido de que el conocimiento se parcela en

recintos o disciplinas y de que para cada una de ellas sólo ciertos

expertos —por supuesto, científicos— tienen voz autorizada

(y autorizada, por cierto, por la Administración del Estado).

222

6.- Sobre la difusión de esta tecnoburocracia por todo el tejido social, en forma de

médicos, trabajadores sociales, abogados y otras ‘profesiones inhabilitantes’ puede verse

I. Illich et al. (1981).

Pues bien, la construcción de este curioso tipo humano a nivel

global es el objetivo de la empresa escolarizadora, en cuyas

aulas-cubos, de forma progresivamente gratuita y obligatoria,

se modelan, durante años, las mentes-en-un-cubo de la infancia

y juventud de todo el planeta: es lo que se llama crear ciudadanos,

fabricar ciudadanía.

El cubo—aula escolar, pro-yectado desde los cubos— despachos

y los cubos-laboratorios, ahorma y forja así las mentes-

en-una-cuba infantiles que garantizarán la perpetuación

de esa especie de cubificación universal. Hans Magnus

Enzensberger (1986: 4) lo señala con toda precisión: “Los pueblos

no han aprendido a leer y escribir porque tuvieran ganas

de hacerlo, sino porque se les ha obligado. Su emancipación

ha sido al tiempo una incapacitación. A partir de ese momento,

el aprender ha quedado sometido al control del Estado y

sus agencias: la escuela, el ejército, la justicia… Los niños de

Ravensburg que en 1811 participaron en la adjudicación de

un premio cantaban ya:

“Trabajador y obediente / es lo que el buen ciudadano

/debe ser honradamente. /

La escuela, cual debe ser, / forjará en la juventud / el sentido

del deber. /

Sólo la escuela consagra / a esta virtud eminente /

y presta conocimientos / que enriquecen nuestra mente. /

Para siempre agradezcamos / ¡Viva el Rey! / ¡Viva el Estado!

/Donde de escuelas gozamos.”

El metacubo tridimensional que tiene por ejes los cubos

aula-laboratorio-despacho constituye así la más formidable

máquina globalizadora, que más preciso sería llamar

cubificadora.

Aula, laboratorio, despacho: in-cubadoras de poderglobal

De todos estos no-lugares globales, que se gestan al calor

de la Revolución burguesa y se van universalizando con el

empuje de revoluciones posteriores (ya sean las sucesivas

revoluciones industriales, ya las llamadas comunistas), merecen

destacarse tres, en los que se representa —y en los que se

fundamenta— de forma paradigmática el espacio global. Me

refiero a esos no-lugares que suelen quedar en la sombra

pues se sitúan tras el foco mismo de las Luces: el aula escolar,

el laboratorio científico y el despacho del burócrata. Sus similitudes

son ciertamente sorprendentes:

• Los tres son recintos, espacios acotados, y acotados por

paralelepípedos.

• Los tres están de-finidos por muros que los aíslan/abstraen

del exterior, un exterior que se crea como tal precisamente

en virtud del cercamiento mediante muros.

• En los tres reina, como consecuencia de su cercamiento,

una luz artificial y homogénea.

• Los tres son espacios clónicos, idénticos a sí mismos en

cualquier rincón del planeta, donde funcionan como

poderosas máquinas de sustitución de las realidades

concretas por otras regidas por criterios de racionalidad

a-locados.

• Los tres son espacios privilegiados de conocimiento

experto y abstracto, como corresponde a su extracción/

abstracción de un exterior de cuya distracción

parecen defenderse.

• A los tres les rodea cierto aura de sacralidad, derivada de

su carácter separado, donde cualquier voz no autorizada

es condenada al silencio.

219

• En los tres, cualquier sorpresa se recibe con preocupación

y se persigue hasta reducirla y anularla.

• Los tres son indicadores del grado de progreso de una

nación.

• Los tres son espacios asépticos, a cuya entrada debe

abandonarse cualquier bagaje exterior (experiencia, lenguaje

vernáculo o suciedad) que sería visto como perturbador

y contaminante.

• Los tres encuentran su sentido, no en el presente y el

lugar concretos en que actúan, sino siempre más allá, en

el futuro y en el exterior que plani-fican, es decir, que

hacen plano —o tabula rasa— para rehacerlo según sus

planes (planes de estudio, planes de investigación, planes

de gestión);

• Los tres planifican, además, sus propias actividades

según un método.

• En los tres domina la seriedad —¿será un efecto de su

serialidad?— y se excluye toda broma (tanto desde ellos

como sobre ellos); en los tres fluye con toda naturalidad

una jerga artificial experta que desprecia las lenguas y los

saberes comunes, que así reaparecen como factores distorsionantes

y modos de ignorancia.

• Y mediante los tres se globaliza la percepción popular de

que —sea lo que sea lo que en ellos se enseñe, se investigue

o se gestione— el conocimiento y las decisiones no

surgen de los propios lugares y saberes comunes sino de

instancias separadas/abstractas, de un conocimiento

experto que siempre viene de afuera y de arriba.

Sobre los rasgos comunes a estos tres no-lugares globales,

se establece una clara división de funciones entre ellos que

forja su íntima solidaridad. El laboratorio es el espacio del

que fluye el único discurso de la verdad al que acepta someterse

el hombre moderno, el nuevo Sinaí del que los nuevos

sacerdotes recogen las tablas de la ley: la ley científica (que

220

ahora, conforme impone la creencia en el progreso, siempre

será —como las incesantes innovaciones técnicas— provisional

y renovable). Por su parte, el despacho del gestor o del

burócrata —sea público o privado, administrativo o empresarial—

abandona aquella concepción de la política como “arte

de lo posible” para sustituirla por la de “administración de lo

necesario e inevitable” 5, pues sus decisiones se fundamentan

ahora, no en la arbitrariedad, la voluntad o la tradición, sino

en la racionalidad tecno-científica que mana del laboratorio.

Y, recíprocamente, el gobierno de los despachos construye a

su vez el espacio social como inmenso laboratorio, donde las

gentes, percibidas como masas o poblaciones, son sometidas

a continuos experimentos de ingeniería social y política (eso

sí, siempre por nuestro bien).

Invención del espacio y acorralamiento del lugar

Cuando Galileo mira alrededor, ya no ve lugares sino

espacio, más aún, espacio textual. Lo que ve es “este vasto

libro que está siempre abierto ante nuestros ojos, me refiero

—dice— al universo. Pero no puede ser leído hasta que hayamos

aprendido el lenguaje y nos hayamos familiarizado con

las letras en que está escrito. Está escrito en lenguaje matemático,

y las letras son los triángulos, círculos y otras figuras

geométricas, sin las que es humanamente imposible entender

una sola palabra” (Il Saggiatore, 1623, cuestión 6).

Descartes, por su parte, se imagina a sí mismo como una

“mente-en-una-cuba” 3, que encuentra en su interior cuanto

de verdadero pueda haber pues está desconectado de un

exterior que se reduce a pura extensión, mero espacio in-significante.

Locke, por el contrario, aunque en el fondo es lo

mismo, imagina las cabezas de las gentes como una “tabula

rasa”, un “gabinete vacío”, una “página en blanco, vacía por

completo de caracteres”. Con estas metáforas empieza una

historia que puede interpretarse como una progresiva desolación,

a-corralamiento y a-rasamiento literales de los

lugares y su progresiva sustitución por ese espacio abstracto,

homogéneo y uni-versal 4 sobre el que se edifican tanto las

mentes escolarizadas como los propios edificios escolares.

La empresa toda de la modernidad ilustrada puede narrarse

como una progresiva expansión del espacio en lucha contra

218

3.- La expresión es de B. Latour (2001: 16): “Descartes perseguía la certeza absoluta,

(…) que es un tipo de fantasía neurótica que sólo una mente quirúrgicamente extirpada

perseguiría tras haber perdido todo lo demás”.

4.- Una espléndida versión de esa historia puede leerse en L. Castro Nogueira (1997).

los lugares y los modos populares de ejercicio del poder y del

saber que arraigan en ellos.

Los saberes del lugar

La íntima trabazón entre los modos de conocimiento /

poder y su tipo de localización (espacio o lugares) podemos

observarlo en el siguiente ejemplo, donde a un anciano kpelle

se le enfrenta a la supuesta ineluctabilidad de un si-logismo.

“Interrogador: Una vez, araña fue a una fiesta; le dijeron

que tenía que responder a esta pregunta antes de poder

comer algún alimento. La pregunta es: araña y venado

negro siempre comen juntos. Araña está comiendo. ¿Está

comiendo venado negro?

Sujeto: ¿Estaban en el monte?

Interrogador: Sí.

Sujeto: ¿Estaban comiendo juntos?

Interrogador: Araña y venado negro siempre comen juntos.

Araña está comiendo. ¿Está comiendo venado negro?

Sujeto: Pero yo no estaba allí, ¿cómo puedo responder a

esa pregunta?

Interrogador: ¿No puedes constarla? Aun cuando no

hayas estado allí, puedes contestarla. (Repite la pregunta).

Sujeto: ¡Ah, sí! Venado negro está comiendo.

Interrogador: ¿Cuál es su razón para decir que venado

negro está comiendo?

Sujeto: La razón es que venado negro camina todo el día

comiendo hojas verdes en el monte. Después descansa un

rato y se levanta de nuevo a comer” 1

214

1.- Citado en M. Cole y S. Scribner (1977: 158).

Entre los antropólogos se ha debatido si éste es un pensamiento

pre-lógico, si estamos ante diferentes lógicas o, como

también se ha escrito, si se trata de una “incapacidad para el

pensamiento lógico”. Cualquiera de las tres opciones revelaría

el abismo entre la lógica propia del lugar, manifestada por las

razones del anciano kpelle y la lógica del espacio o ‘lógica formal’,

explicitada en la pretensión de universalidad del silogismo.

A mi juicio, ninguna de las tres opciones da cuenta de la

situación. Más bien, lo que ocurre es que nuestro buen kpelle

no acepta razonar en términos de esa ‘lógica pura’ que le propone

el antropólogo formado en el espacio académico. Yo

diría que su forma de razón se resiste activamente a someterse

a la ‘pura forma’ lógica, sin por ello dejar en absoluto de

razonar. Tan es así que, como el silogismo no parece tener

fuerza suficiente como para imponerle ninguna conclusión

‘necesaria en sí’, es el interrogador quien ha de correr en su

ayuda (en ayuda del silogismo, claro): “Aún cuando no hayas

estado allí, puedes [o sea, debes] contestarla”. El anciano resiste

impasible a la autoridad de la lógica, la que le vence es la

autoridad del lógico.

De entrada, al anciano kpelle el problema ‘puramente

lógico’ no le dice nada, el saber abstracto es para él literalmente

in-significante. Sólo empieza a significar —¡y esto es

lo decisivo!— cuando él interviene y pone en juego su saber

adquirido. Enfrentado al problema lógico, lo primero que

hace es intentar establecer el contexto o situación en el que

se da el problema, poner las cosas en su lugar: “¿Estaban en

el monte?, ¿estaban comiendo juntos?”. Por mucha lógica

que se le plantee desde fuera, desde el espacio ideal, para él

es evidente que, si no estaban en el monte, mal iban a poder

comer, ni juntos ni separados. Esta primera reacción es un

intento de objetivar el problema, pero se trata de una objetivación

concreta, situada, y no —como la de la razón moderna—

abstracta, es decir, separada del contexto y con pretensiones

de validez universal.

215

La segunda exigencia de nuestro buen kpelle trata de vincular

el problema con su propia experiencia como sujeto:

“¡Pero yo no estaba allí, ¿cómo puedo responder?!”. Introduce

un ‘yo’ y un ‘allí’ que son deícticos, es decir, que sólo adquieren

significado in situ. Para él no hay razonamiento sin un

sujeto concreto, situ-ado. Y no hay razonamiento sin que ese

sujeto situado razone sobre algo también concreto, situado

en algún lugar. La lógica que empezó a desarrollarse en

Grecia no quiere hacer abstracción sólo del contexto sino

también del sujeto. No trata sólo de extraer la cuestión de su

lugar propio, sino de extirpar también al sujeto de su lugar y

actividad propios: ser él el que razona. La lógica del interrogador,

lejos de ser ‘lógica pura’, responde a una costumbre muy

típica entre ciertos grupos de occidente: construir la ilusión

de hacer como si nadie razonara sobre algo que, en el fondo,

también es nada, es decir, como si el razonamiento discurriera

por sí mismo. Es la lógica característica del espacio homogéneo

e isótropo. Sólo es ‘lógica pura’ en la medida en que

consiga ocultar que obedece a una singular costumbre, es

decir, en la medida en que logre legitimar ese no-lugar que es

el espacio como el único lugar posible de racionalidad.

Cuando, por fin, el anciano se decide a cooperar, pese a

que el interrogador va descartando sus exigencias (es decir,

cuando seguramente queda convencido de que con la mentalidad

greco-europea del interrogador no hay manera de

razonar), entonces acierta en la respuesta (si por ‘acertar’

entendemos llegar a la misma conclusión que mediante el silogismo).

Acierta, sí, pero la razón que da no tiene nada que

ver con la supuesta fuerza ineluctable del silogismo: “La

razón es que el venado negro camina todo el día....”. Para

nada aparece la araña, que era pieza clave del razonamiento.

En cambio, observamos que el sujeto no se resigna a quedar

excluido de una conclusión que —para el interrogador—

debería haber llegado por sí misma: lo que el kpelle hace es

producir información nueva que apoye su respuesta. En resu-

216

men, para que el problema lógico no le sea in-significante

debe dejar de ser puramente lógico, debe poner en lugar de

su universalidad y necesidad circunstancias tan poco ‘universales

y necesarias’ como el contexto de la acción, el sujeto que

la piensa y el conocimiento adquirido in situ que él mismo

decide poner en juego. En este sencillo diálogo, el anciano y

analfabeto kpelle obliga a revelarse las diferencias radicales

entre el pensamiento del espacio y el pensamiento del lugar,

así como las formas de poder y legitimación que se juegan en

cada caso.

Lo que también puede observarse en este ejemplo es que al

lugareño no alfabetizado ‘la lógica’ le cae de fuera, proviene —

literalmente— del espacio exterior. Es la lógica del antropólogo,

a la que súbitamente se ve enfrentado. Es bien significativo

que todos los estudios de este tipo coincidan en que la

“capacidad para aceptar la tarea lógica” es directamente proporcional

al grado de escolarización 2. La Ilustración exportará,

junto a su ideal de escolarización universal, la forma de

conocimiento propia de la escuela: una lógica tan abstracta

como lo es la escuela, también abstraída/extraída de su entorno

(muros, rejas, alambradas...) y de las formas tradicionales

de transmisión del saber (no curriculares, ligadas a las prácticas...).

Quizá, cuando todas las formas de vida social se hayan

ahormado según el molde escolar, por fin se realice el ideal

moderno de abstracción y extracción uni-versal.

Pero antes de entrar de lleno en la cuestión escolar nos

detendremos en el proceso histórico del que cobra su sentido

más profundo. La tensión o lucha entre espacio y lugares se

da hoy y en cualquier momento y lugar. En el espacio del aula

también la pandilla encuentra un lugar y ese lugar se recrea,

a su vez, según rasgos del espacio escolar. Pero también

podemos seguir esa tensión a través de su evolución en el

217

2.- Véase el trabajo pionero de A.R. Luria (1987) y los reunidos por M. Cole y S.

Scribner, op. cit.

tiempo para mejor entender cómo ha llegado a nuestros días

en la forma en que lo ha hecho. Es una larga historia que

podemos hacer arrancar de las metáforas fundamentales que

inauguran la llamada modernidad.

Del recto decir y del decir recto

Del recto decir y del decir recto: dos invenciones geométricas de lo natural.

Cada cultura construye su naturaleza, elabora la naturalidad

con primoroso artificio. Hay tantos mundos, al menos,

como maneras de mirar y de decir, tantas físicas como mitologías,

tantas geometrías como ensoñaciones o delirios. Se

encuentra lo que se pone (o lo que se busca, que viene a ser lo

mismo). Que no hay más que lo que hay sólo es evidente para

quien está puesto con lo puesto.

En este mundo sublunar en que nos ha tocado vivir no hay

más naturalidad que la de la línea recta, eso es lo suyo, la

derecha —que dirían en Santander. Euclides fue un sofista

que, disfrazado de eleata, puso una óptica, en sociedad con

Aristóteles. Han asolado el mercado de las gafas con su modelo

‘córnea’, esa prótesis que ya se consigue llevar con toda

naturalidad. Desde entonces, todos vemos lo que no puede

dejar de verse: lo evidente. Todos vemos recto, es decir,

correcto.

No es fácil sustraerse al impulso de exponer con pormenor

al lector el cotejo 1 de los dos relatos del mundo, que son dos

mundos del relato, que a continuación enfrentamos. El uno lo

205

* Publicado en Archipiélago, 6 (1991): 139-142.

1.- Sugerido por los antropólogos M. Ascher y R. Ascher en su «Ethnomathematics»,

History of Science, xxiv (1986).

contaba Black Elk 2, un sioux oglala, poco antes de morir, allá

por los años treinta. El otro es de dos profesores norteamericanos

de matemáticas (entre los sioux no hay de éstos, y por

eso no tienen ‘matemáticas’: la recíproca, aunque evidente,

no es cierta; como tampoco es cierto que el norteamericano

no lo sea precisamente el sioux) de reciente y bien ganada

fama 3.

... estoy ahora entre Wounded Knee Creek y Grass Creek.

Otros vinieron también y levantamos esas pequeñas cabañas

de troncos que ve usted ahí. Y son cuadradas. Es una

mala manera de vivir, pues no puede haber poder en un

cuadrado.

Se habrá usted dado cuenta de que todo lo que un indio

hace está en un círculo. Eso es porque el Poder del Mundo

siempre actúa en círculos, y todo trata de ser redondo. En los

tiempos en que nosotros éramos un pueblo fuerte y dichoso,

todo nuestro poder nos venía del aro sagrado de la nación

y, mientras el aro permaneció intacto, el pueblo prosperaba.

El árbol florecido era el centro vivo del aro y el círculo de los

cuatro lugares lo alimentaba. El este le daba paz y luz; el

oeste le daba lluvia; el sur, calor; y el norte, con su viento frío

y poderoso, le daba fuerza y resistencia. Este conocimiento

nos llegó del mundo exterior con nuestra religión.

Todo lo que el Poder del Mundo hace, lo hace en un círculo.

El cielo es redondo, y yo he oído que la tierra es redonda

como una pelota, y así son también todas las estrellas. El

viento, cuando es más fuerte, se arremolina en círculos. Los

pájaros hacen sus nidos en círculos, pues su religión es la

nuestra. El sol surge y se va según un círculo. La luna hace

206

2.- Reproducido por J.G. Neihardt en Black Elt speaks, Nebraska: Lincoln, 1961, pp.

198-200.

3.- P.J. Davis y R. Hersch, The mathematical experience, Boston, 1981, pp. 158-159.

(Hay traducción en castellano en coedición de Ed. Labor y el MEC).

lo mismo, y ambos son redondos. Hasta las estaciones describen

una gran círculo en su cambio, y siempre regresan a

allí donde estaban. La vida de un hombre es un círculo de

la infancia a la infancia, y así es también en todo lo que el

poder mueve. Nuestras tiendas eran redondas como los

nidos de los pájaros, y siempre se disponían en un círculo, el

aro de la nación, un nido de muchos nidos, donde el Gran

Espíritu quería que criáramos a nuestros hijos.

Pero el Waischus (hombre blanco) nos puso en estas

cajas cuadradas. Nuestro poder se fue y estamos muriendo,

pues el poder ya no está en nosotros. Mire usted a nuestros

niños y vea cómo es así. Cuando vivíamos según el poder

del círculo, tal y como debíamos, los niños se hacían hombres

a los doce o trece años. Pero ahora les cuesta mucho

más tiempo madurar.

Bueno, así están las cosas. Somos prisioneros de guerra

mientras esperamos aquí. Pero hay otro mundo...

... en toda cultura humana que podamos descubrir será

importante ir de un sitio a otro, para coger agua o buscar

raíces. De modo que los seres humanos se vieron obligados

a descubrir -y no una vez, sino una vez y otra, en cada vida

humana- el concepto de línea recta, el camino más corto de

aquí a allí, la actividad de ir directamente hacia algo

En la naturaleza bruta, no tocada por la actividad

humana, uno ve líneas rectas en su forma primitiva. Las

hojas de hierba o los tallos de maíz se mantienen erguidos,

las piedras caen recto, a lo largo de una misma línea de

visión los objetos se disponen de forma rectilínea. Pero casi

todas las líneas rectas que vemos a nuestro alrededor son

artefactos humanos puestos ahí por el trabajo humano. El

techo se encuentra con la pared en una línea recta; las

puertas, ventanas y mesas tienen bordes rectos. Por la ventana

uno ve tejados cuyas aguas y esquinas se cortan en

líneas rectas y cuyas tejas se disponen en hileras también

rectas.

207

De modo que parece que el mundo nos ha impelido a

crear la línea recta con vistas a optimizar nuestra actividad,

no sólo cara al problema de ir de aquí a allí tan rápida

y fácilmente como sea posible sino también cara a otros

problemas. Por ejemplo, cuando uno va a construir una

casa con bloques de adobe, uno se percata rápidamente de

que si han de encajar limpiamente sus lados deben ser rectos.

Luego la idea de línea recta está intuitivamente enraizada

en las imaginaciones cenestésicas y visuales. Sentimos

en nuestros músculos lo que es ir derechos al objetivo,

vemos con nuestros ojos si alguien va recto. La interacción

de estas dos intuiciones sensoriales da a la noción de línea

recta una solidez tal que nos capacita para manejarla mentalmente

como si fuera un objeto físico real que manejamos

con la mano.

Cuando un niño ha crecido hasta hacerse filósofo, el

concepto de línea recta se ha hecho una parte tan intrínseca

y fundamental de su pensamiento que puede creerlo

una Forma Eterna, un elemento del Divino Mundo de las

Ideas que recuerda de antes de nacer. Pero si su nombre no

es Platón sino Aristóteles, supondrá que la línea recta es

un aspecto de la Naturaleza, una abstracción de una cualidad

común que él ha observado en el mundo de los objetos

físicos.

La —para nosotros— viril y enhiesta línea recta pone

enfermo al sioux, que abomina de ella y la expulsa de su topología

como una aberración impuesta. El —para él— poderoso

círculo, a nosotros nos da claustrofobia y, desde Kepler, el

occidente fáustico decidió arrojarlo como lastre en su tensa

fuga hacia adelante.

Ambos mundos (¿o aparece aquí un tercero?) ya se deslindan

limpiamente en la célebre tabla de los opuestos pitagórica,

conservada en un fragmento de Aristóteles:

208

Curvo Recto

Múltiple Uno

Malo Bueno

Izquierdo Derecho

Oscuridad Luz

Femenino Masculino

Móvil Estático

Par Impar

Ilimitado Limitado

Oblongo Cuadrado

Dos físicas, dos éticas, dos matemáticas, dos propiocepciones,

dos estéticas, dos políticas: ‘recto’ viene de regere:

dirigir, gobernar; la misma raíz que ‘regimiento’, ‘rey’, ‘régimen’

y ‘región’. Dos mundos. Dos mundos, porque, volviendo

a las narraciones de los norteamericanos, no sólo se oponen

dos relatos de un mundo —acaso el mismo— sino dos

mundos del relato. Los mundos de que cada uno habla son

ciertamente diferentes, pero más aún lo son —por recoger la

distinción de A. Gª Calvo (1979: 319 ss.)— los mundos en que

habla cada uno.

El sioux habla en un mundo que excede al de la ideación

narrativa, su decir se puebla de deícticos: ‘ahora’, ‘ahí’, ‘usted’,

‘nosotros’, ‘mire’...; el mundo en que hablan los profesores casi

se agota en el mundo del que hablan: habitan en el mundo

del que hablan, poblado necesariamente de tan sólo ideas: se

mueven en un mundo de fantasmas. No son ellos los que

hablan cuando toman la palabra, sino ‘toda cultura’, ‘los seres

humanos’, o bien ‘uno’ (‘uno ve’, ‘uno va’), o bien cualquiera

(un ‘nosotros’ retórico), o sea, nadie (‘es importante’, ‘hay

que’). Por su boca hablan todos = uno = cualquiera = nadie. El

espacio desde el que el sioux habla es morada, un ‘aquí’ y

‘ahora’, entre dos arroyos; el de los otros es el texto mismo, el

mundo del que hablan, tan enteco como esa mera distancia

entre dos puntos que ven por donde quiera que miran. El

209

indio dice su mundo a otro, como a él se lo dijeron, y en ese

decirlo, los interlocutores lo van construyendo; nuestros profesores

no hablan a nadie, publican. Nadie dice nada a nadie

desde ningún sitio. Las cosas como son, pura objetividad. La

apología de la recta no era sino la otra cara del decir co-recto.

Con todo, tampoco son dos mundos, sino un mundo (o

muchos) y una apisonadora. Si el mundo es curvo, ¿para qué

curvarlo? Pero si es recto, ¡hay que rectificarlo! (por si acaso).

También aquí el afán misionero de las culturas del tiempo (el

histórico, el lineal, el recto) corre paralelo a las obsesiones

más pertinaces de sus mejores cerebros: la cuadratura del

círculo, la demostración del postulado de las paralelas o la

rectificación de curvas atraviesan toda la historia de la matemática

occidental. Rectificar el mundo, iluminar las sombras,

co-regir entuertos, enderezar re-vueltas: el imperio del

derecho.

Las matemáticas de la tribu europea

Acaso el mayor problema teórico con el que se enfrenta el

etnomatemático sea éste: ¿cómo decidir si son matemáticas, o

no, las operaciones que ejecutan las gentes que está investigando?

¿cómo saber si hacen matemáticas o simplemente

están jugando un juego o llevando a cabo un ritual o dando

cierta forma a sus particulares creencias? El criterio más sencillo,

sin duda, es el criterio de asimilación. ‘Eso’ que otros

hacen son matemáticas si se parecen en algo a lo que a mí me

enseñaban cuando yo estudiaba matemáticas. A este criterio

de asimilación suele seguirle la aplicación de alguna metáfora

orgánica. Si se parece poco a mis matemáticas, hablaré de una

matemática —o una topología, a una aritmética— embrionaria,

infantil o poco desarrollada. Si se parece mucho, y más

aún, si se parece a la que yo estudiaba en cursos avanzados,

diré que ahí puede observarse una matemática madura o muy

desarrollada. Lo decisivo, en cualquier caso, es cuál es la vara

de medir. Y esa vara es la matemática del etnomatemático.

185

* Texto de la conferencia pronunciada en el II International Congress on

Ethnomathematics, Ouro Preto, Brasil, 5-8 de agosto de 2002. Publicado en Gelsa Knijnik

et al. (eds.) Etnomatemática, Universidad Santa Cruz do Sul, 2004, pp. 124-138.

Imaginemos, sin embargo, por un momento, que a nuestro

etnomatemático le gastaron una broma. Y descubre,

ahora, que la matemática que le enseñaron era una matemática

indígena. De repente, se siente tan ingenuo con sus

matemáticas como ingenuas consideraba que eran las matemáticas

de aquellos pueblos a los que había estado estudiando.

¿Qué consecuencias tendría esta revelación sobre su trabajo?

¿Cómo reconocerá y evaluará ahora esas otras matemáticas?

Ahora, puede que incluso llegue a encontrarse con

alguien que le diga que sus cálculos, aunque primitivos, en el

fondo también son cálculos. Que no se preocupe, que también

las suyas —las nuestras— son matemáticas.

El mito matemático y la invención de la Historia

Ese borrar la huellas, ese empeño por hacer desaparecer

los rastros, tanto de las demostraciones como aquellos otros

que pudieran delatar los prejuicios de la tribu ocultos bajo

cierta manera de hacer matemáticas... es una constante en las

habituales historias de las matemáticas. De la eficacia de esa

operación mítica de ocultamiento de los orígenes es fruto la

sensación, hoy dominante, de que la matemática siempre ha

sido una y la misma, aunque con diversos grados de evolución.

Así como la creencia en que esa matemática única, más

o menos desarrollada según las épocas y los lugares, no responde

a la visión del mundo de ciertas tribus, sino que es de

validez intemporal y universal.

Muy cerca de aquí, en el Nordeste brasilero, tuvo lugar uno

de los episodios más ilustrativos de la función arrasadora que

la burguesía ilustrada confiaba a sus matemáticas. Me refiero

a la conocida como ‘revuelta de los quiebraquilos’. A finales

del s. XIX, los campesinos de una zona limítrofe con los estados

de Sergipe y Bahía se levantaron contra el sistema métrico

decimal. Asaltaron comercios y rompieron cuantas balanzas

encontraban en su interior, pues —para ellos— atentaban

contra sus modos tradicionales de pesar, de medir y de contar.

El ejército nacional entró a sangre y fuego, acalló la

revuelta e impuso el sistema métrico que la burguesía revolu-

200

cionaria francesa había declarado —como también los llamados

derechos humanos— universal. El episodio revela la íntima

complicidad entre un proyecto político, un proyecto

matemático y un proyecto militar. El espacio, el espacio de

todo el planeta, debía remodelarse según el modelo cartesiano.

Sin lugares singulares a los que correspondieran funciones

de medida singulares. Sin solidaridades locales que densificaran

ciertas zonas del espacio, impidiendo que los puntos

floten sueltos e iguales, como sueltos e iguales habían de

ser los individuos que el mercado necesitaba desgajar de las

redes de solidaridad tejidas por los gremios medievales o por

los lazos comunales y locales de ayuda mutua.

Pero más significativa es aún la interpretación que los

representantes actuales de aquella burguesía ilustrada suelen

hacer de episodios como el de los quiebraquilos. En un artículo

publicado recientemente en un periódico español,

Mario Vargas Llosa juzga aquella revuelta indígena como un

“rechazo de lo real y lo posible en nombre de lo imaginario y

la quimera”. Esta reescritura del acontecimiento ilustra a la

perfección la inversión ideológica con la que se ha reescrito

toda la historia de la matemática, y la historia de las ciencias

en general. Es precisamente esa operación sistemática de

encubrimiento y reescritura orwelliana incesante la que hace,

tal vez, tan inverosímil la hipótesis de una ‘matemática burguesa’

con la que proponía jugar al principio. Así reinterpretadas,

las prácticas con las que los campesinos nordestinos

llevaban siglos pesando sus semillas y sus frutos, resultan ser,

de repente, una ficción, algo imaginario, una quimera. Y, recíprocamente,

un sistema métrico decimal que sólo era universal

en la imaginación de unos cuantos burgueses ilustrados,

se convierte, como por arte de presdigitación en el único sistema

real, el único sistema posible. No es casualidad que

nuestro moderno ilustrado titule su artículo “¡Abajo la ley de

gravedad!”. Quien desafíe la matemática legítima correrá la

misma suerte que quien desafíe la ley de caída de graves: se

201

estrellará contra el suelo. Lo que nuestro novelista oculta es

que contra lo que se estrellaron los campesinos del nordeste

brasilero fue contra el ejército. Allí y entonces, como aquí y

ahora, la ley de la gravedad se impone manu militari.

Federico Nietzsche (1972: 44-45) intuyó como nadie hasta

entonces el secreto de la operación ideológica que se oculta

en el corazón mismo de lo que llamamos ‘la matemática’ y ‘la

ciencia’: todo el orden y regularidad, todo el sometimiento a

leyes abstractas que el físico, el químico o el matemático

observan en la naturaleza... no son sino proyecciones sobre

ellas de la necesidad de orden, regularidad y sometimiento de

todos al imperio abstracto de la ley, necesidad que es característica

obsesiva del hombre burgués. Él los proyecta sobre la

naturaleza y después reconstruye la sociedad y la historia,

con toda naturalidad, a imagen y semejanza de esa naturaleza

que ha construido. No fue el ejército, fue la ley de la gravedad

la que castigó efectivamente a los campesinos de Bahía

que defendían sus matemáticas. ¿Cómo es posible que reinterpretaciones

tan inverosímiles pueden llegar a tener un

éxito y una credibilidad tan extendidas? En esto cumple un

papel fundamental el aparato escolar. Ese aparato que también

fue invención de aquellos burgueses ilustrados y que tan

eficazmente ha contribuido a difundir, hasta el último rincón

del planeta, su particular manera de ver y de estar en el

mundo.

Nuestra aritmética, decía Wittgenstein, se sostiene como

se sostiene cualquier otra institución social: porque mucha

gente cree en ella. Sus Observaciones sobre los fundamentos

de la matemática son una fuente inagotable de sugerencias

para el etnomatemático, aunque las tribus de Wittgenstein

sean siempre tribus imaginarias. Ahí Wittgenstein (1987: 338)

compara la aritmética con la institución bancaria: se desmoronaría

en cuanto la gente perdiera la fe en ella y corriera a

sacar de allí su dinero. Acabamos de verlo en Argentina. Dice

una amiga mía que lo que sostiene a los aviones en el aire es

202

el miedo de los pasajeros. Nuestra aritmética es el avión; el

miedo que la sostiene, el temor reverencial con que todos

hemos internalizado en las escuelas las verdades matemáticas.

O, por volver a Wittgenstein, los argumentos con que

intentamos convencer a alguien de la verdad de una proposición

matemática son “puro sinsentido y chichones”.

No quisiera terminar sin hacer una observación que evite

interpretar las anteriores consideraciones en términos de una

película de buenos y malos. En estas cuestiones todos somos

indígenas. Pero todos somos, también, colonizadores. Todos

somos indígenas, pues en todos nosotros vive la memoria de

alguna abuela que, como mi abuela Rosa, allá en la Montaña

cántabra, medía la superficie de terreno por ‘carros’, unidades

de volumen que variaban de un sitio a otro según la fertilidad

de la tierra. Todos somos indígenas porque aún habita en

cada uno el niño que ‘nació allí’, aquel niño aún no alfabetizado

ni matematizado. Un niño que no accedía a las totalidades

por agregación de unidades individuales. Un niño que se

desplegaba en un espacio no homogéneo ni isótropo, que

moraba en un espacio en el que se distinguían lugares: inmensos,

los más oscuros; inaccesibles, otros bien próximos.

Un niño para el que no regían los principios de identidad o de

no-contradicción, ni los tajantes criterios conjuntistas de

pertenencia y exclusión Un niño que aún sabía preguntarse:

¿por qué una cosa y la contraria no pueden ser al mismo

tiempo? ¿por qué hay que estar necesariamente dentro o

fuera? ¿por qué no dentro y fuera? ¿o ni dentro ni fuera?

Sí, todos somos indígenas, ingenuos. Pero también todos

somos colonizadores. En mis exploraciones por la China de la

época de los Han (casi treinta siglos atrás en el tiempo), topé

por casualidad con unos textos de adivinación en los que

aparecían unos ‘cuadrados mágicos’ de significado cosmogónico.

Por supuesto, ni las historias de la matemática china ni

los propios textos chinos de matemáticas hacían la menor

referencia a ellos. Se trataba de supersticiones populares.

203

Pues bien, me sorprendí a mí mismo reivindicando la legitimidad

matemática de aquellos ‘cuadrados mágicos’ cuando

descubrí que se articulaban según potentes estructuras algebraicas:

estructuras de grupo conmutativo, grupos de transformaciones,

grupos cocientes.... Sólo más tarde caí en la

cuenta de que ese concepto no se había desarrollado hasta la

época de Galois, en el s. XIX europeo. Entonces, los cuadrados

mágicos chinos, ¿eran matemáticas porque Europa desarrolló

el concepto de grupo en cierto momento? ¿O no son matemáticas

hasta el s. XIX de la era cristiana y empiezan a ser matemáticas

a partir de ese momento? Más aún, ¿y si el concepto

de grupo no hubiera llegado a desarrollarse? ¿los cuadrados

mágicos no serían nunca matemáticas? ¿seguirían siendo

meras supersticiones populares?

Ciertamente, parece que sólo podemos pensar lo otro a

través de lo mismo, que tampoco nosotros, habitantes de la

aldea global, podemos escapar a los pre-juicios y pre-supuestos

del lugar donde nacimos. Y la matemática a la que nacimos

no era la que incorporaba los prejuicios de quienes

hablan yoruba o algún dialecto chino de los Han. Nacimos a

la ‘matemática burguesa’, la matemática que incorporaba los

prejuicios de quienes hablaban alguna de las aún balbucientes

lenguas europeas pero solían pensar las matemáticas en

latín, aquella lengua que ya ningún pueblo hablaba, una de

las escasísimas lenguas no vernáculas del planeta.

Ya sabemos, desde Popper, que nunca se da un número

suficiente de observaciones como para confirmar una hipótesis.

Para las hasta aquí acumuladas me basta con que hayan

arrojado alguna sospecha sobre la hipótesis contraria, a

saber, que matemática, como madre, sólo hay una. En cualquier

caso, todo era nada más que un juego. Nada menos que

un juego.

Legalidad matemática y legitimidad política

Reivindicar, pues, la racionalidad de otras aritméticas, la

legitimidad de otras matemáticas, parece, implicar también,

por tanto, la racionalidad y legitimidad de otras formas de

gobierno que no pasen por las votaciones que suman individuos,

la racionalidad y legitimidad de otras formas de gestión

y organización que no pasen por las oficinas y despachos. Lo

decisivo es la forma en que tanto la aritmética, como la

democracia censitaria, como la racionalidad abstracta burocrática

han llegado a percibirse en buena parte del planeta

como ideales, como las únicas maneras legítimas de contar,

de tomar decisiones colectivas y de organizar los asuntos

comunes. Más adelante abundaremos en ello.

Antes quiero señalar que la que he postulado como ‘matemática

burguesa’ o ‘matemática ilustrada’ no se limita a ser

sólo otra matemática, según aquella hipótesis inicial que

estamos desarrollando. A diferencia de otras, esa matemática

manifiesta, ya desde su nacimiento, una decidida vocación

anti-popular. Vocación antipopular que llega hasta nuestros

días cuando, por ejemplo, políticos, economistas y burócratas

descalifican razones y argumentos por la sola, pero rotunda,

razón de que no se ajustan a los cálculos o se basan en cálculos

erróneos.

Recordemos el célebre pasaje de Il Saggiatore galileano en

cuyas metáforas se funda todo el proyecto de la ciencia

moderna y el papel que en él habrán de jugar las matemáticas:

“La Filosofía está escrita en ese vasto libro que está siempre

abierto ante nuestros ojos, me refiero al universo; pero

no puede ser leído hasta que hayamos aprendido el lenguaje

y nos hayamos familiarizado con las letras en que

195

está escrito. Está escrito en lenguaje matemático, y las

letras son los triángulos, círculos y otras figuras geométricas,

sin las cuales es humanamente imposible entender

una sola palabra”

¿Qué cara pondrían los campesinos de Pisa al oír que un

profesor de matemáticas había dicho que la naturaleza era un

libro? Siendo en su casi totalidad iletrados, ¿qué pensarían de

ese tal Galileo? ¿Que estaba loco? ¿Cómo va a ser la naturaleza

un libro, escrito además en lenguaje matemático, si ellos,

que ni saben leer ni saben —menos aún— matemáticas, llevan

siglos entendiéndose con ella y haciéndolo con aceptables

resultados? ¿Qué querría decir para ellos que sin haber

aprendido ese extraño lenguaje “es humanamente imposible

entender una sola palabra”? ¿Qué no son propiamente humanos

hasta que lo aprendan? ¿Qué en realidad no han entendido

ni “una sola palabra” y que, por tanto, todo su saber resulta

ser ahora mera ignorancia? Todo el proyecto científico, y

toda la racionalidad ilustrada (y la política que la acompaña),

pueden pensarse como una des-comunal empresa contra las

culturas populares y los saberes vernáculos. Desde su origen,

hasta nuestros días, en que se ha disfrazado bajo el lenguaje

de la modernización y el desarrollo.

Pero ese proyecto, que hoy nos parece tan universal como

‘la matemática’, es la empresa de unas pocas gentes, unos

cuantos profesionales que hoy llamaríamos liberales, que

habitaban unos burgos o ciudades de Europa Central y de

Inglaterra en las que se albergaba una ínfima parte de la

población. Que su locura, su utopía —y sus matemáticas—

hayan llegado a imponerse en buena parte del planeta, no

puede hacer olvidar que la utopía y las matemáticas de aquella

burguesía minoritaria son también una utopía y unas

matemáticas indígenas. Indígenas e ingenuas, pues tanto un

término como el otro significan lo mismo: ‘nacido allí’. Y

nuestras matemáticas, las que solemos llamar simplemente

196

‘matemáticas’, también nacieron allí, en cierto lugar. Un lugar

en el que habitaban, y siguen habitando, ciertas gentes con

una manera muy especial de vivir y de pensar, con una manera

muy especial de medir, razonar y calcular. El espacio coordenado

cartesiano, los que ellos llaman números naturales,

los principios que gobiernan sus demostraciones... expresaban

—y expresan— sus exóticas creencias, su curiosa manera

de entender el mundo, de contar, agrupar y clasificar las

cosas... Creían, por ejemplo, que los cuadrados echan raíces

(por influencia, seguramente, del entorno agrícola del cual

aquellos burgueses acababan de separarse). Y enseñan a sus

niños procedimientos para extraer las raíces del cuadrado.

Como apenas daban importancia a los olores, sonidos, sabores...

(a los que llamaban ‘cualidades secundarias’) y sólo se

fiaban del sentido de la vista, creían que sólo es real lo que

ven. Y, cuando querían sacarle la raíz a un cuadrado que no

podían ver, decían que esa raíz no es real, que sólo es imaginaria,

porque tampoco la pueden ver. Creían también que el

espacio estaba formado por amontonamiento de puntos muy

pequeñitos, que es como debían sentirse amontonados en

sus ciudades, todos ellos iguales entre sí. Y creían así mismo

que en ese espacio (que llamaban abstracto o cartesiano) no

había lugares diferentes, cada uno con sus cualidades propias,

sino que los lugares eran in-diferentes y todo el espacio

era como un inmenso solar arrasado, a semejanza del yermo

sobre el que se extienden sus ciudades y sus industrias. Las

matemáticas que nacieron allí son realmente curiosas, pero

más curioso es aún que hayan llegado a imponerse como la

vara de medir cualquier otra matemática, tan indígena e ingenua

como ésa.

En el texto de Galileo sobre la naturaleza como un libro

escrito en caracteres matemáticos se condensa todo un programa

de legitimación del poder al que aspira una minoría

letrada, que ya será dominante tras la Revolución Francesa. Y

se condensa también todo un programa de exclusión.

197

Exclusión de los saberes populares como conocimiento legítimo,

exclusión de las lenguas vernáculas como lenguas de

conocimiento, exclusión de los sujetos concretos y de los

hombres y mujeres del común como artífices y controladores

colectivos del saber, a partir de sus tradiciones y de los

significados que cada grupo humano construye y negocia en

su interior. Michel Foucault (1978: 131) lo expresa con toda

precisión:

“¿No sería preciso preguntarse sobre la ambición de poder

que conlleva la pretensión de ser ciencia? ¿No sería la pregunta:

qué tipo de saberes queréis descalificar en el momento

en que decís: ‘esto es una ciencia’? ¿Qué sujetos hablantes,

charlantes, qué sujetos de experiencia y de saber queréis

infravalorar cuando decís: ‘Hago este discurso, un discurso

científico, soy un científico’? ¿Qué vanguardia teórico-política

queréis entronizar para desmarcarla de las formas circundantes

y discontinuas del saber?”

Esta voluntad de exclusión está ya presente en lo que las

historias habituales de las matemáticas consideran su nacimiento:

la matemática griega. (Entre paréntesis, esa historias

de las matemáticas no son narraciones menos míticas

que las que narran cualesquiera otros pueblos indígenas).

Valgan tres ejemplos de esa originaria voluntad de exclusión.

El primero, lo encontramos ya en el célebre letrero que

amenazaba a la entrada de la Academia platónica: “Nadie

entre aquí que no sepa geometría”. El segundo, puede apreciarse

en el desprecio de los matemáticos griegos hacia la

logística, ese cálculo práctico con el que se realizaban las

formas vulgares de contabilidad. Entre la logística popular y

la aritmética hay todo un abismo de burla y desprecio. La

logística toma de los egipcios el uso de quebrados de numerador

la unidad, lo que para la aritmética pura es —literalmente—

una blasfemia: ¡partir el sagrado uno! En La

198

República 1, Platón nos cuenta qué opinión merece esa

práctica a los matemáticos: “Cuantos tienen conocimiento

del número y de su esencia se burlan de quien trata de dividir

la unidad en sí, y no lo permiten”. “Se burlan” y “no lo

permiten”: desprecio y exclusión. El tercer ejemplo se refiere

a la introducción en las matemáticas del método de

demostración por reducción al absurdo 2. Originalmente,

demostrar en Grecia era literalmente eso: de-mostrar, mostrar,

poner ante la vista. Un teorema se de-mostraba desplegando

el dibujo con el que se iba construyendo la solución.

Ésta se iba haciendo e-vidente, es decir, visible, visible para

cualquiera. Al parecer, demasiado evidente. Tanto, que

hasta el esclavo con el que conversaba Sócrates era un buen

geómetra por el mero hecho de hablar su lengua vernácula,

el griego. Había que ocultar el proceso de construcción que

hacía de las demostraciones algo evidente para el hombre

común. Había que borrar las huellas del proceso. El razonamiento

por reducción al absurdo, que Euclides adopta a

partir de cierto momento, permitirá que la solución aparezca

de repente, sin que nadie la presienta, como caída del

cielo. Lo curioso es que, además, al incorporar las matemáticas

el razonamiento por reducción al absurdo, lo que están

incorporando es la fuerza coercitiva que tal razonamiento

tenía en los debates en la polis ateniense. Fuerza coercitiva

que, una vez más, se funda en una amenaza de exclusión.

Quien, ante la asamblea reunida en el ágora, quisiera descalificar

la tesis de un oponente, no tenía más que mostrar

que, de tal tesis, se sigue necesariamente una conclusión

que está en contradicción con algunos de los topoi, los tópicos

o lugares comunes de la tribu concentrada en el ágora.

Llevado a ese punto, el oponente quedaba enfrentado a la

199

1.- República, 525e. Véase también Parménides, 143a y El Sofista, 245a.

2.- Véase un desarrollo más amplio de este punto en el epígrafe “Ser/no-ser y

yin/yang/tao” en este volumen.

alternativa de retirar su tesis o, de mantenerla, quedar automáticamente

excluido de la comunidad, pues contradecía

alguno de los tópicos o creencias básicas compartidas por el

grupo. Bajo el terror ante la expulsión a que se condenaba a

sí mismo si seguía sosteniendo su tesis, el disidente no tenía

más remedio que retractarse inmediatamente. Dada la efectividad

del método, Euclides pronto lo incorporó a sus

Elementos, utilizándolo incluso para rehacer mediante su

concurso demostraciones que, al parecer, eran demasiado

evidentes.

¿Aritmética burguesa?

Pues bien, podemos imaginar que esa situación imaginaria

es la que se da en realidad. Las matemáticas que aprendimos

y hoy enseñamos en escuelas o facultades son también

matemáticas indígenas, es decir, ingenuas. Tanto un término

como el otro significan lo mismo: ‘nacido allí’. Y nuestras

matemáticas, las que solemos llamar simplemente ‘matemáticas’,

también nacieron allí, en cierto lugar. Un lugar en el

que habitaban, y siguen habitando, ciertas gentes con una

manera muy especial de vivir y de pensar, con una manera

muy especial de medir, razonar y calcular. El espacio coordenado

cartesiano, los que ellos llaman números naturales, los

principios que gobiernan sus demostraciones... expresan sus

exóticas creencias, su curiosa manera de entender el mundo,

de contar, agrupar y clasificar las cosas... Creen, por ejemplo,

que los cuadrados echan raíces. Y enseñan a sus retoños procedimientos

para extraer las raíces del cuadrado. Creen que

sólo es real lo que ven y, cuando quieren sacarle la raíz a un

cuadrado que no pueden ver, dicen que esa raíz no es real,

que sólo es imaginaria, porque tampoco la pueden ver.

Vernos a nosotros mismos como otros. Extrañarnos ante

esas matemáticas que se nos han hecho habituales de tanto

186

usarlas. Mirarlas efectivamente como hábitos, como nuestra

particular costumbre. Hacer etnomatemáticas con nuestras

propias matemáticas... quizá nos ayude a recuperar una

mirada que no necesite ver, en su propia vara de medir, el criterio

de medida de toda matemática y de toda racionalidad.

No se trata sólo, ni mucho menos, de una cuestión profesional,

ni tampoco —aunque ya sería bastante— de llevar también

a las matemáticas cierto ímpetu relativista. Se trata de

toda una cuestión política. Pues seguramente en el corazón

mismo de las etnomatemáticas se juega, como en pocos otros

frentes de batalla, la íntima unión que existe entre las matemáticas

y las formas de legitimación —y deslegitimación—

políticas. Ése es el trasfondo de estas reflexiones.

Trataré de poner en juego una hipótesis fuerte. Como en

toda hipótesis, que no es sino un tipo particular de metáfora,

se trata de mirar las cosas de un cierto modo, de un modo que

no es el habitual. Cambiar el lugar desde el que se mira, a

veces cambia también la mirada. Me propongo aquí adoptar

cierta perspectiva. Por formación y por costumbre, solemos

situarnos en las matemáticas académicas, darlas por supuestas

(es decir, puestas debajo de nosotros, como suelo

fijo) y, desde ahí, mirar las prácticas populares, en particular,

los modos populares de contar, medir, calcular... Así colocados,

apreciamos sus rasgos por referencia a los nuestros.

Medimos la distancia que separa esas prácticas de las nuestras,

es decir, de la matemática (así, en singular) y, en función

de ello, consideramos que ciertas matemáticas están más o

menos avanzadas o juzgamos que en cierto lugar pueden

encontrarse ‘rastros’, ‘embriones’ o ‘intuiciones’ de ciertas

operaciones o conceptos matemáticos. Las prácticas matemáticas

de los otros quedan así legitimadas —o deslegitimadas—

según su mayor o menor parecido con la matemática

que hemos aprendido en las instituciones académicas.

Pero, ¿qué ocurre si invertimos la mirada? ¿Qué vemos si,

en lugar de mirar las prácticas populares desde ‘la matemá-

187

tica’, miramos la matemática desde las prácticas populares?

¿Qué vería un algebrista chino, de ésos que despreciaban los

primeros misioneros jesuitas, al observar las prácticas matemáticas

que desarrollaban los Galileo, Descartes o Vieta que

vivían en las ciudades centroeuropeas de la época? Vería,

ciertamente, una gente muy torpe en el manejo de las ecuaciones

algebraicas. Una gente en la que nuestro chino

encontraría ‘rastros’ de ciertos conceptos, como los de

zheng, fu y wu. Conceptos a los que esos exóticos europeos

llamaban, respectivamente, ‘número positivo’, ‘número

negativo’ y ‘cero’, aunque el empleo que de ellos hacían era

aún muy primitivo. Vería que todavía en el s. XVIII de su era,

la cristiana, el pensador al que ellos más apreciaban y llamaban

Emmanuel Kant, aún discutía si fu debía considerarse o

no un número, al que denominaba ‘negativo’, como si le faltara

algo o fuera algo malo. Vería también ‘embriones’ de

ciertas operaciones, como la operación xiang xiao (o ‘destrucción

mutua’), mediante la cual sus antepasados chinos

habían desarrollado un método con el que resolvían, desde

tiempo inmemorial, sistemas de ecuaciones lineales con

varias incógnitas. Y seguramente se indignaría al enterarse

de que ese método fue objeto de piratería matemática y llegó

a estudiarse en Europa como el método de Gauss, borrando

toda huella de su origen.

Pero si nuestro algebrista chino fuera también antropólogo

(una especie de etnomatemático chino de finales de la

época de los Ming) no sólo vería impericia, soberbia y rapiña

en esos matemáticos europeos contemporáneos suyos. Vería

también —y esto es lo que me importa destacar ahora— que

sus matemáticas no habían avanzado más a causa de las particulares

creencias que sustentaba la curiosa tribu a la que

pertenecían. Mejor dicho: como es improbable que nuestro

etnomatemático chino hablara en términos de ‘avance’ o

‘retraso’ (exclusivos de la ideología ilustrada característica

precisamente de esa singular tribu), más bien diría que las

188

exóticas matemáticas de esos europeos expresaban su muy

particular manera de ver el mundo y las relaciones entre las

personas.

Se explicaría, por ejemplo, las dificultades europeas para

manejar el concepto de wu, que en ocasiones intuían bajo el

nombre de ‘cero’, poniéndolas en relación con el obsesivo

horror al vacío que experimentaba esa cultura. Un horror al

vacío que llevaba también a sus físicos a llenar el espacio de

fluidos misteriosos (como ése que llaman éter) y forzaba a sus

pintores a llenar los cuadros de pintura, sin dejar que nada

del lienzo vacío (wu) original quedara a la vista al finalizar la

obra. ¿Cómo iban a moverse a gusto con los números positivos

y negativos si carecían de los conceptos de yang y de yin?

¿Cómo no iban a considerar que sólo eran números naturales

los números positivos, si para ellos sólo existía lo que estaba

lleno, lo que tenía entidad, y el resto eran sólo puras fantasías

de la imaginación, como decía aquel tal Descartes para referirse

a esos números que, por eso, llamó números imaginarios?

¿Cómo no iba a parecerles absurda una operación como

el xiang xiao (o ‘destrucción mutua’) cuyo objetivo era obtener

ceros en una matriz de números, es decir, construir

voluntariamente esos vacíos que tanto horror les producían?

¿Cómo iban a desarrollar por sí mismos el álgebra matricial si

no escribían en filas y columnas, como siempre se hizo en

China, sino al modo indoeuropeo, en filas lineales sucesivas,

como hacen con sus ecuaciones?

Pues bien, ésta es la hipótesis fuerte con la que propongo

jugar. Las matemáticas, lo que suele entenderse por matemáticas,

pueden pensarse como el desarrollo de una serie de formalismos

característicos de la peculiar manera de entender el

mundo de cierta tribu de origen europeo. Por ser sus primeros

practicantes habitantes de ciudades o burgos, podríamos

llamarles la ‘tribu burguesa’. Y a sus matemáticas, ‘matemáticas

burguesas’. Estas matemáticas burguesas, en las que

todos (tal vez, sólo casi todos) hemos sido socializados, refle-

189

jan un modo muy particular de percibir el espacio y el tiempo,

de clasificar y ordenar el mundo, de concebir lo que es

posible y lo que se considera imposible.

Que esas matemáticas burguesas hayan conseguido ocultar

los pre-juicios y supersticiones en los que se basan, y así

imponerse al resto de tribus y pueblos como ‘la matemática’

(en singular), no sería entonces razón suficiente para erigirse

en modelo de cualquier matemática posible. No sería razón

suficiente para que otras prácticas más o menos formales se

consideren —o no— matemáticas en función del grado de

semejanza con esa particular matemática. Durante la Edad

Media europea, cualquier moral distinta de la católica no

podía percibirse como ‘otra moral’ sino como pura falta de

moral, como amoralidad. ¿No ocurre hoy otro tanto con la

matemática? Otra matemática con unos principios radicalmente

distintos, o incluso sin principios en absoluto, una

matemática con otros criterios de rigor o que entendiera por

demostración algo muy diferente, ¿no nos parecería que, en

realidad, no es otra matemática sino que, sencillamente, ‘eso’

no son matemáticas? ¿No diríamos, siendo ya benevolentes,

que es una matemática defectuosa, o una protomatemática, o

que, todo lo más, contiene algunas intuiciones matemáticas?

Consideremos, por ejemplo, la aritmética que, en la antigua

China, se despliega en el espacio formado por un tablero

de jade de forma oval (pi sien) inscrito en un rectángulo. En

ella se urde la siguiente historia:

“El Tso tchouan narra los debates de un Consejo de guerra:

¿se debe atacar al enemigo? Al Jefe le atrae la idea de combatir,

pero necesita comprometer la responsabilidad de sus

subordinados, por lo que empieza por consultar su opinión.

Asisten al Consejo doce generales, entre los que se cuenta él

mismo. Las opiniones están divididas. Tres jefes rechazan

entrar en combate; ocho quieren entrar en guerra. Éstos son

mayoría y así lo proclaman. Sin embargo, para el Jefe, la

190

opinión que cuenta con ocho votos no tiene más importancia

que la que cuenta con tres: tres es casi unanimidad, que

es algo muy distinto de la mayoría. El general en jefe no

combatirá. Cambia de opinión. La opinión a la que se

adhiere, dándole su única voz, se impone a partir de ahí

como la opinión unánime” (M. Granet: 1968: 248)

En esta particular aritmética, el número —y cada número—

tiene un significado que no es el que tiene en la aritmética

de los libros en los que tantos hemos sido escolarizados

y socializados. ¿O debemos llamar a esta última ‘la aritmética’

y decidir que la del Tso tchouan no es en absoluto aritmética?

¿Qué es lo que hace entonces el Jefe con los números?

¿Será que cuenta mal? ¿O será que ni siquiera cuenta? ¿Cómo

puede distinguirse ‘mayoría’ de ‘unanimidad’ sin contar? ¿O

es que esos números no son propiamente números? De

demasiadas cosas hemos de despojar al otro para aparecer,

nosotros, como los únicos poseedores de la verdad (en este

caso, de la verdadera aritmética). Y demasiadas cosas hemos

de inyectar, nosotros, en el otro para poder descubrir en él —

precisamente en lo que ponemos en él y que no es suyo—

indicios de verdad o racionalidad (en este caso, de racionalidad

aritmética).

Según Marcel Granet (1968: 135 ss.), para los chinos “los

números no tienen como función la de expresar magnitudes:

sirven para ajustar las dimensiones concretas a las proporciones

del Universo (...) En vez de servir para medir, sirven para

oponer y para asimilar. Las cosas, en efecto, no se miden.

Ellas mismas tienen sus propias medidas. Ellas son sus medidas”.

¿Qué son, entonces, para ellos los números? “Los números

no son más que emblemas: los chinos se cuidan mucho

de ver en ellos signos arbitrarios que expresan forzosamente

la cantidad”. El número chino, más que medir, clasifica, tiene

una función principalmente protocolaria. Así, el ‘uno’ es el

‘entero’, expresa el hueco o pivote (que también se dice como

191

tao) sobre el que gira la rueda, desencadenando las alternancias,

las oposiciones y trans-fusiones de los opuestos entre sí.

Estas oposiciones son las que se dicen en el ‘dos’, que nada

tiene que ver con la suma de ‘uno’ más ‘uno’: ‘dos’ es la Pareja

en la que alternan, distinguiéndose y con-fundiéndose, el yin

y el yang. La serie de los números no comienza, pues, sino

con el ‘tres’. A partir del ‘tres’, primer número, los restantes

números son etiquetas de ‘lo numeroso’, de lo cual el ‘tres’ es

la síntesis: de ahí que en él se exprese la una-nimidad. Sólo

ahora empezamos a entender la lógica que lleva al Jefe a no

declarar la guerra.

¿Habremos de salvar el desconcierto diciendo, como

hiciera Cassirer siguiendo a Kant, que los números de otras

culturas (como esa aritmética pi sien), tienen una ‘función

simbólica’ mientras que los de la aritmética (o sea, los nuestros)

no, pues son números puros? Números puros, matemática

pura, puras definiciones y demostraciones... ¿No debería

la antropología aplicar aquí también toda la reflexión sobre

las prácticas rituales de pureza que ha dedicado a las culturas

exóticas? ¿Por qué cuando ‘el salvaje’ califica algo de puro

corre el antropólogo a ver ahí un tabú, algo intocable para

esas gentes, y sin embargo, cuando el mismo adjetivo aparece

en el contexto cultural en el que el antropólogo se ha formado,

‘puro’ deja de significar intocable, es decir incuestionable,

para venir a significar ‘en sí’, ‘abstracto’ y otras coartadas

por el estilo? Nuestros números, nuestra aritmética, nuestra

matemática son puros por la misma razón que ciertos animales

lo son para los llamados salvajes: son puros porque no

deben tocarse, pues forman parte de ese sustrato de creencias

fundamentales que nos constituyen y sin las cuales se desfondaría

el orden social. ¿Es más simbólico el ‘uno’ excluido por

la aritmética pi sien de la serie numérica que el ‘uno’ de ‘la

aritmética’ que inaugura dicha serie por reiteración sumativa

de él consigo mismo progresivamente (o sea, el ‘uno’ de nuestra

aritmética): 1, 1+1, 1+1+1...? Ciertamente, el primero

192

funda una política que construye una-nimidades en detrimento

de las mayorías, lo cual es muy antidemocrático. Pero,

del mismo modo, sin el segundo, sin nuestro número, no

podría procederse a un recuento de votos que exige que cada

votante sea tan ‘uno’ como ‘uno’ es otro votante distinto, para

poder proceder, mediante esta identificación de lo diferente,

a una suma progresiva. Esa manera de contar y de sumar permite

contar mayorías en detrimento de las unanimidades y

de las minorías (no en vano suele hablarse de ‘aplastante

mayoría’). Lo cual parece ser muy democrático. Pero un ‘uno

puro’ ¿no debería estar al margen de lo políticamente correcto?

¿O no será más bien que tanto el ‘uno pi sien’ como el ‘uno

democrático’ son salvajes en el mismo sentido? Y si cada aritmética

es indisociable de unas adherencias simbólicas y políticas

que la constituyen como tal aritmética ¿no sería más

propio hablar de una ‘aritmética ilustrada’ o ‘aritmética

democrática’ o ‘aritmética burguesa’, igual que hablamos de

una ‘aritmética pi sien’ o una ‘aritmética yoruba’?

La que hemos llamado aritmética yoruba revela con especial

nitidez la excepcionalidad de la ‘aritmética democrática’,

aunque de esa excepción haya hecho regla el poder expansivo

de la ideología ilustrada. Para quienes hablan yoruba (unos

30 millones de personas, contadas democráticamente, una a

una), la unidad usada para contar no es ese ‘uno’ indivisible

que se corresponde con el individuo que cuentan los censos

a partir de Napoleón. La unidad aritmética se corresponde

más bien con la unidad social, la cual, en un régimen comunal

como el suyo, es una unidad colectiva. Los números yoruba

no son adjetivos o adjetivos sustantivizados, como los

nuestros (hijos del sustancialismo griego), sino verbos.

Verbos cuya actividad proyecta lo comunitario sobre los objetos

a contar. Así, su sistema numeral tampoco comienza por

el uno, pero por razones bien distintas a las chinas o las platónicas.

Su sistema numeral comienza con agregados, en los

que sólo después, por un proceso de desagregación o sustrac-

193

ción, se van produciendo fracturas, mediante el uso concurrente

de las bases veinte, diez y cinco. Nada que ver, pues,

con el proceso conjuntista-identitario de construcción de la

serie numérica de los números naturales: 1, 1+1, 1+1+1, ... Los

que, desde pequeños, hemos llamado ‘números naturales’

son tan poco naturales como el individuo, el mercado o la evidente

salida del sol cada mañana. Es decir, su naturalidad

es el refinado producto de una construcción social muy

determinada.

Más riguroso —y más respetuoso— sería asumir que el

número no tiene una significación ‘en sí’ y aceptar que tal

significación depende de los usos y significados, particulares

y concretos, con que cada cultura cuenta, clasifica y

ordena el mundo. Al margen de su estructuración interna,

que es radicalmente diferente en cada caso, ¿qué es lo que

diferencia a unas aritméticas de otras? La diferencia es, en

el fondo, política. Tal vez los chinos o los yoruba no socializados

en la aritmética burguesa sostengan también que

su aritmética es ‘la aritmética’. No es improbable que,

como casi todas las culturas, juzgaran la racionalidad de

otras formas de contar en función del grado de semejanza

con su particular manera de contar. Pero tampoco es

improbable que, al llegar a conocerla, afirmaran que la

‘aritmética burguesa’ parece basarse en la particular creencia,

característica de esa tribu, de que los grupos humanos

se estructuran como los conjuntos de la teoría de conjuntos,

de su teoría de conjuntos. Es decir, que los grupos

humanos se componen de individuos atómicos, cada uno

idéntico a sí mismo, todos iguales entre sí, numerables y

sumables. Y seguramente, la democracia censitaria, basada

en todas esas creencias, les parecería una forma muy

primitiva de organización política, que se ajusta a la particular

aritmética desarrollada por esa tribu. Ni la aritmética

pi sien ni la aritmética yoruba son utilizables para efectuar

el recuento de una votación de las llamadas democrá-

194

ticas. Esas aritméticas tampoco se ajustan a esa racionalidad

abstracta que tiene su correlato en la racionalidad

burocrática.

CÓMO HACER COSAS Y DESHACERLAS CON METÁFORAS

Subtema
Los sentidos de los otros: ¿otros sentidos?

Una de las funciones principales de la analogía, y de esa

contracción suya que es la metáfora, es la función cognitiva.

Mediante ella, lo que es problemático o desconocido se asimila

a algo próximo o familiar para mejor poder manejarlo o

modelarlo. Así ocurre, por ejemplo con las metáforas antropomórficas,

dado que, como humanos, es el mundo humano

el que mejor conocemos. Y así resulta que hay ‘hormigas

obreras’, ‘abejas reinas’, ‘voluntad popular’ o ‘hechos que

hablan por sí mismos’. Una vez admitidas estas asimilaciones,

ya es posible un estudio del hormiguero, de la colmena, de los

resultados electorales o de cualesquiera hechos que resulte

ser un estudio coherente, pues su coherencia le viene prestada

de la que ya tenían los sujetos metafóricos proyectados: la

organización industrial, la estructura jerárquica de un reino,

los organismos dotados de voluntad, o los individuos parlantes.

Tan sólo hace falta olvidar (lo que solemos hacer sin

mayor problema) la ficción subyacente, a saber, que ni las

hormigas cobran salario, ni las abejas reinan, ni se sabe de

159

* Texto desarrollado a partir de la comunicación presentada a debate en marzo de

2005 en el Seminario de Investigación de la Escuela Contemporánea de Humanidades.

Sobre esos debates se diseñaron los actuales Cursos de los sentidos de la ECH.

ningún pueblo dotado de voluntad, ni nadie ha oído nunca

hablar a un hecho por más que le retuerza el pescuezo.

Suele admitirse que, de cuantas experiencias nos son ya

conocidas, la más inmediata y familiar es la propia experiencia

corporal (la disposición de sus partes, sus movimientos

y actividades…), por lo que ésta es una de las fuentes

más elementales y habituales de la actividad metafórica.

Suele mantenerse incluso que, en última instancia, la experiencia

física y corporal es la fuente universal de todas las

metáforas, el sustrato inmediato y básico al que remite cualquier

metáfora (G. Lakoff y M. Johnson, 1991). Así, p.e., “no

pillé tu idea”, asimila el vaporoso mundo de las ideas al universo

bien conocido de los objetos físicos que sí pueden

‘pillarse’, ‘prestarse’ o ‘robarse’. Esta proyección estructura,

sin ir más lejos, toda nuestra concepción de la razón, como

evidencia toda una constelación de metáforas que asimilan

el ejercicio de la razón a la experiencia que tenemos en la

manipulación de objetos: “no tienes razón”, “perdió la

razón”, “quería quitarme la razón” o “esgrimió razones de

peso”. Volveremos sobre ello.

Lo que, pese a sus lúcidas aportaciones, suele olvidar este

ingenuo empirismo es que el cuerpo físico y la experiencia

corporal que postulan como última instancia no dejan de ser,

paradójicamente, entes bien ficticios (como, por otra parte

suele ocurrir con todas las ‘últimas instancias’: las ‘necesidades

prácticas’ del marxismo, los ‘meros hechos’ del empirismo,

los ‘principios’ de los lógicos, la ‘materia’ de los físicos…).

Ni el cuerpo físico es el cuerpo de nadie en concreto ni nadie

ha tenido nunca la experiencia corporal. Los cuerpos y sus

experiencias están hechos también de todas esas otras materias

tan inmateriales (cultura, política, historia…) que ellos

mismos, por proyección metafórica, han contribuido a formar.

Si es cierto que un demócrata suele imaginar que el

‘cuerpo electoral’ se comporta en los mismos términos en

que lo hace su propio cuerpo físico (y, en consecuencia, cree

160

a pies juntillas que ese cuerpo electoral toma decisiones, da la

razón a unos y se la quita a otros, se comporta sabiamente,

está dotado de voluntad, etc.) no es menos cierto que sus propias

sensaciones y experiencias corporales están modeladas

por ese cuerpo imposible. ¿O acaso no disciplinan también su

cuerpo esas políticas encaminadas a ‘forjar ciudadanos’ o no

siente repugnancia física ante determinadas declaraciones

políticas? Si Borrel corporaliza a Europa cuando pide a los

franceses que no den “una patada al gobierno francés en el

trasero de Europa…”, no es menos cierto que europeiza los

cuerpos cuando añade “…y de todos los europeos”. Aunque

también en esto hay sensibilidades particulares, pues

Habermas declaró haber sentido que el ‘no’ francés y holandés

“es una bofetada en el rostro” 1. Y Durão Barroso, presidente

de la Comisión Europea, sigue personificando corporalmente

a Europa cuando intenta explicar esos noes como

“zancadillas” que pueden obedecer a que “el país de Molière

ha caído en el síndrome del enfermo imaginario” 2. Para mi

abuela, montañesa y profundamente religiosa, había cosas

“más negras que un pecado”; era el pecar, para ella, lo que

daba color al negro, y no al revés, pues la experiencia del

pecado (que ningún empirista incluiría entre las experiencias

físicas) era para ella más vívida que la de cualquier percepción

corporal. O, por no remontarnos tanto, ¿quién no ha

tenido ese ‘cuerpo de lunes’ en el que es la institución de la

semana (institución política donde las haya, por más natural

que se nos haya llegado a hacer) la que ahorma la experiencia

somática, y no al revés?

161

1.- Declaraciones recogidas por El País el 19.5.05 y el 9.6.05, respectivamente.

2.- El País (25.1.06). Como suele ocurrir con toda narración mítica, las contradicciones

lógicas no suponen el menor problema para los creyentes en el mito (el mito europeo,

en este caso). Y así puede perfectamente ocurrir que un país (Francia) sea a la vez

un miembro –como es el pie que zancadillea- de un cuerpo individual (Europa, que

resulta así zancadilleada por su propio pie) y cuerpo individual por sí mismo (susceptible

de contraer enfermedades, incluso imaginarias).

Incluso la misma comprensión científica del cuerpo suele

hacerse en términos políticos y culturales. Los biólogos moleculares

estudian el comportamiento de “células estresadas”;

los genetistas trabajan con genes que son letras y tratan a las

proteínas como las palabras y las frases que se construyen

con esas letras; y el enfoque de las investigaciones contra el

cáncer del eminente Joan Massagué está inspirado en las

políticas de lucha antiterrorista 3. Lo significativo es que las

prácticas médicas fundadas en estas ficciones culturales y

políticas se in-corporen físicamente y acaben —esperemoscurando

el cáncer. Pero tampoco es insignificante que, tras

unas cuantas vueltas de ese círculo vicioso, resulte tan natural

aplicar al cáncer políticas antiterroristas como presentar

las políticas antiterroristas como “operaciones quirúrgicas”

orientadas a eliminar ese “cáncer de la sociedad”. La concesión

del Premio Príncipe de Asturias de Investigación

Científica y Técnica por estas investigaciones es todo un símbolo

de la hibridación, en las sociedades modernas, de política

y fisiología, de ciencia y regencia.

En esto, como seguramente en casi todo, seguimos siendo

deliciosamente primitivos. Durkheim (1982: 220), refiriéndose

a los pueblos con creencias totémicas, señala que “esas confusiones

[entre unos reinos y otros: mineral, animal, humano…]

no se originan en el hecho de que el hombre haya alargado

desmesuradamente el reino humano hasta el punto de incluir

todos los otros, sino en el hecho de haber mezclado los reinos

162

3.- En su entrevista a El País (22.10.04), considera que el organismo “es una sociedad

de células” en la que “hay leyes y normas”; pero “algunos individuos acaban siendo

delincuentes”, como es el caso de “el pulmón de un gran fumador (que) es una sociedad

de células violentada, donde es fácil que salgan terroristas: las células cancerosas”. Como

no podía ser de otra manera, “el sistema lucha contra ese terrorismo”, aunque “la metástasis

es el aspecto más oscuro del alma de la célula cancerosa”. La solución está en extender

la lucha antiterrorista al entorno de ETA, o dicho en sus propias palabras, “hacer que

a la célula cancerígena que depende de un circuito adulterado le eliminemos ese circuito”.

Nada más natural, por tanto, que la reciente ‘ley antifumadores’, pues se limita a

extender a éstos la condición delictiva que ya tenían sus propias células pulmonares.

más dispares. El hombre no ha concebido el mundo a su imagen

más de lo que se ha concebido a sí mismo a imagen del

mundo: ha procedido de las dos maneras a la vez”.

De todos aquellos rasgos corporales susceptibles de constituirse

metafóricamente por in-corporación –y naturalización-

de elementos proyectados desde otros ámbitos, nos

centraremos aquí en la constitución imaginaria de los sentidos,

de esos sentidos que se tienen como la última instancia

de los diferentes realismos y empirismos. Trataremos de indagar

alguno de los pre-juicios que soportan —y, por tanto, sesgan—

la moderna concepción de los sentidos. Esos prejuicios

que tan difícilmente se dejan pensar pues, como advertía

Ortega, son ellos los que nos permiten pensar, al ponerse

antes que los juicios y así hacerlos posibles. Un buen método

para intentarlo es asomarse a los prejuicios de los otros, asistir

a la arbitrariedad que sustenta sus juicios y, desde ahí,

dando ahora por su-puesto ese prejuicio en lugar del propio,

sorprender la no menor arbitrariedad en la que se apoya éste.

La historia y la antropología son dos buenos vehículos

con los que ponernos a distancia de nosotros mismos y volver

a mirar, ahora con extrañeza, lo que, de tan familiar, se

nos había llegado a hacer invisible. Lo que sigue es un resumen,

salpicado de sugerencias y derivaciones, de la exploración

de los sentidos que C. Classen (1994) realiza a través de

nuestra historia y de la de diferentes culturas 4. Esta profesora

del Center for the Study of World Religions de la

Universidad de Harvard se propone en su texto encontrar

respuestas para preguntas como éstas: ¿qué modos diferentes

de conciencia pueden surgir en caso de tomar el olfato o

el tacto como modos fundamentales de conocimiento?

¿Cómo se relaciona el orden sensorial de una cultura con su

163

4.- Pueden verse también D. Howes (ed.) (1991), P. Stoller (1989), o A. Sauvageot

(1994).

orden social? ¿Hay un orden natural de los sentidos? ¿Cómo

se expresa, y se organiza, la experiencia sensorial a través del

lenguaje? ¿Qué alternativas puede haber a nuestras formas

habituales de sentir el mundo?

Posmodernidad caníbal

Este concebir —¡concebir!— el mundo como un juego de

pliegues, despliegues y repliegues de presencias y representaciones

se pone a menudo como rasgo característico de la ‘condición

posmoderna’. Nada, sin embargo, más engañoso. El

Barroco español está preñado de la conciencia de estas ficcio-

179

nes con-solidadas: el mundo como gran teatro, la vida como

sueño… Puede que incluso se trate de una actitud bien primitiva.

Lévi-Strauss (1958: 192-196) recoge de Franz Boas el caso

de Quesalid, un kwakiutl escéptico que “no creía en el poder

de los brujos (…) [y que] movido por la curiosidad de descubrir

sus supercherías y por el deseo de desenmascararlas” se

infiltró en el grupo de los chamanes, aprendió sus trucos, pantomimas

y simulaciones… y llegó a ser uno de los mejores

sanadores sin perder un ápice la conciencia del carácter ficticio

de todas sus prácticas y teorías. El propio Quesalid sólo

habla de un hombre que quizá fuera un verdadero chaman y

no un impostor. Y la razón en que se basa no estriba en el

carácter verdadero o falso de su método, sino en que “no permitía

a quienes había curado que le pagaran”. Pero Quesalid

no debía ser una excepción entre los suyos. Los kwakiutl han

estado siempre habituados a vivir en el delgado —y acaso

insostenible— puente por el que transitan, en un sentido y en

el opuesto, la rotunda creencia en la realidad de las ficciones y

la no menos firme creencia en la ficción de lo real.

Para el imaginario kwakiutl la metáfora básica es la de una

cadena alimenticia. “El mundo kwakiutl —como lo describe

Walens (1981: 12)— se basa en un solo supuesto fundamental:

que el universo es un lugar donde unos seres son comidos por

otros y donde el papel de unos es morir para que otros puedan

alimentarse de ellos y seguir viviendo. Es un mundo en el que

el acto de comer se convierte en la metáfora única en términos

de la cual se interpreta el resto de sus vidas”. Así, su relación

con los animales se funda en una especie de ‘pacto natural’ —

bastante más inclusivo y seguramente menos agresivo que

nuestro ‘pacto social’— por el que las distintas especies,

incluida la humana, convienen en contribuir a su regeneración

mutua en aras de una circulación permanente de la vida.

Pues bien, para estos habitantes de la zona en que hoy se sitúa

Vancouver la materialidad de la asimilación entre ambos

polos de las metáforas alimenticias se manifiesta en que “las

180

metáforas kwakiutl expresan no sólo semejanza, no sólo similaridades,

sino equivalencias, (…) la importancia central de la

transformación en la ontología se cifra en la afirmación no de

cómo una cosa es como otra (y, por tanto, no es la misma que

esa otra) sino en cómo una cosa es otra, en cómo se hace otra

al ser devorada por ella” (Walens (1981: 18). Las cosas se pueden

asimilar metafóricamente porque se asimilan digestivamente

(o viceversa): la metáfora forma parte de su aparato

digestivo. Esto seguramente no es ninguna novedad, también

a nosotros se nos hace un nudo en la garganta cuando tenemos

que asimilar las ideas de alguien a quien no podemos ni

tragar. Pero entre los kwakiutl las cosas no son tan sencillas:

esto sólo ocurre en invierno. En verano la metáfora se hace

consciente, lo que era verdad en invierno se torna ahora sólo

vero-símil, artificio plausible. Así, “durante la estación veraniega,

las relaciones entre animales y humanos se mantienen

en buena medida como relaciones metafóricas, en el sentido

usual del término. Pero durante la estación invernal, las analogías

se consumen literalmente a sí mismas. Lo que había

sido metafórico se hace metonímico. Humanos y animales se

encuentran unos con otros a través de relaciones de asimilación,

incorporación y transformación mutuas” (Shore, 1996:

193). La disyunción entre ambos estados de existencia (sagrado

y secular, invernal y veraniego, baxus y tsetseqa) es tal que

permite a Shore afirmar que la tesis de Lévi-Strauss sobre el

totemismo (como operador lógico que establece analogías

entre esferas diferentes) es, en el caso kwakiutl, una tesis verdadera

en verano y falsa en invierno.

Al parecer, la posmodernidad también es muy antigua.

Aunque nosotros no hayamos aprendido aún a ritualizarla. ¿O

sí? ¿No tenemos también nosotros nuestros rituales periódicos,

como esos rituales electorales, que vivimos —también alternativamente—

ya como farsa, parodia y representación, ya como

identificación metonímica de los presentes con ésos sus representantes,

que son, literalmente, su voz y su voluntad?

Los sentidos a través de las culturas

La consideración del papel que juegan los sentidos en otras

culturas ocupa la segunda parte del libro, en la que Classen se

propone ponernos en la pista de percibir cuánto puede haber

de cultural también en la concepción de nuestro orden sensorial.

El espectro abarca desde culturas que privilegian la vista

aún más que la nuestra (los hausa de Nigeria sólo distinguen

dos sentidos, el de la vista y otro —al que se refieren con un

mismo nombre— que abarcaría los restantes) hasta aquéllas

que consideran la visión como un sentido degradante, pasando

por otras que ordenan el mundo en términos acústicos, térmicos

u olfativos, concediendo a esos sentidos, en cada caso,

el papel central que nosotros damos al de la vista.

Para los ongee de las Islas Andaman, en el Pacífico Sur, la vida

está regida por el olfato. El olor es la fuerza vital del universo y la

base de la identidad, tanto personal como colectiva. Para referirse

a sí mismo, un ongee apunta con el dedo a su nariz, tal y como

nosotros nos señalamos el pecho como referencia de mismidad.

Y cuando un ongee saluda a otro le pregunta: “¿Cómo va tu nariz?”.

El arte de vivir estriba entonces en saber mantener un satisfactorio

equilibrio olfativo entre las gentes y con la naturaleza.

Los tzotil mexicanos cifran esa fuerza vital y cósmica en el

calor. Todo en el cosmos contiene, en uno u otro grado, cierta

cantidad de energía calorífica, que ordena el universo a partir

de su fuente principal, el Sol: “Nuestro Padre Calor”. También

el orden social se estructura de acuerdo con el orden térmico

universal: los miembros más importantes de la comunidad se

asocian con el sol naciente, mientras que los de menor estatus

están vinculados al poniente. El arte de vivir se conjuga ahora

en el mantenimiento de uno mismo, del grupo y del entorno

natural a un nivel adecuado de temperatura. Un cierto ‘sentido

calórico’, que no figura en nuestro repertorio habitual, sería

para ellos el eje de su vida social y psíquica, así como una

fuente básica de metaforización desde la que entender —y dar

forma a— otros ámbitos de realidad.

174

Entre los desana de la Amazonia colombiana es la visión el

sentido que organiza el mundo; pero no esa visión que perfila

contornos, separa objetos (de-fine, de-termina) y permite

construir ideas (‘visiones’, literalmente, en griego), sino una

visión atenta sobre todo a los colores y, especialmente, a la

sinestesia cromática. El Sol crea la vida mezclando y conjugando

colores, cada uno de los cuales se asocia con un valor

cultural y un estrato cósmico: el amarillo, con el poder generador

masculino y la luz solar; el rojo, con la fertilidad femenina

y la tierra; el azul, con las situaciones de transición y la

Vía Láctea; y el verde, con el crecimiento y el paraíso subterráneo.

Cada ser vivo consiste fundamentalmente en un flujo de

energías cromáticas que ha de mantenerse en equilibrio. El

papel de chamán, armado de un cristal de roca que funciona

como un microcosmos, se cifra en jugar con el espectro cromático

que observa en el interior del cristal para tratar de

alterarlo también en el exterior. Así actúa, por ejemplo, para

el diagnóstico y curación de las enfermedades, que —como

puede suponerse— consisten fundamentalmente en una

falta de armonía cromática. Toda la vida cultural, desde el

diseño de las casas a los criterios culinarios, se rige por un

simbolismo de los colores. A este ‘sentido del color’ primario,

se superpone un segundo registro de sentidos (olor, temperatura

y sabor) que se conjuga con el primero y se interpreta en

clave cromática. Así, un desana no habla metafóricamente

sino con toda propiedad cuando dice de cierto sonido de flauta

que es un ‘sonido amarillo’ pues el color es una propiedad

esencial del sonido, como lo es de cualquier otra cosa, pues

nada hay que no esté tintado, teñido o desteñido en gamas

cromáticas 14.

175

14.- Marshall Sahlins (1977) ha abundado en la falta de determinación física de la

percepción sensorial de los colores. En su estudio sobre ‘Colores y culturas’ concluye:

“No es que a los términos empleados para los colores les vengan sus significados

impuestos por las exigencias de la naturaleza humana y física; sino que, más bien, asumen

tales exigencias en la medida en que les sean significativas”.

Estas distintas variantes de privilegio casi absoluto de un

sentido sobre todos los demás parecen venir a jugar un papel

semejante al que Kant atribuye a las ‘formas a priori de la

sensibilidad’. El sentido hegemónico actúa como filtro que

tamiza toda percepción posible, modula las emociones,

ahorma el conocimiento y orienta todas las actividades

sociales y culturales, desde las más triviales —como el comer

o el vestir- hasta las más sagradas. Así, un mismo objeto

como es el fuego, central para estas tres culturas, tiene para

cada una significados bien diferentes, lo que vale como decir

que es para cada una algo diferente: para los ongee el fuego

es humo; para los tzotil es calor; y para los desana es reverberación

de colores.

Con todo, lo más habitual es oponer al predominio de la

visión, característico de la modernidad occidental, el del

oído, propio de las culturas orales 15. El caso que destaca

Classen no se limita a considerar esta oposición sino que presenta

un pueblo en abierta actitud beligerante del oído contra

el ojo. En “Alfabetización 16 como anti-cultura: la experiencia

andina del mundo escrito” describe la percepción del

mundo de la escritura por los habitantes de los Andes, no

como un logro civilizatorio sino, bien al contrario, como algo

destructor de la cultura. Antes de la llegada de los españoles,

los diez millones de habitantes que integraban el Imperio

Inca se organizaban sin recurso a escritura alguna. La llegada

de ésta de la mano de los conquistadores no se asoció sólo

con la injerencia de un artefacto cultural extraño sino con la

irrupción de un mundo que no podía sino destruir otro, el

176

15.- Véase el epígrafe “Exterminios cotidianos, al pie de la letra”.

16.- Traduzco “literacy” por “alfabetización” pues, en su oposición a “orality” (“oralidad”),

debería traducirse como “literalidad”, pero el significado de este término es bien

distinto en castellano. Ésta no es sino otra de las muchas dificultades de nuestra lengua

para hablar del mundo de los sonidos. Recuerdo la pelea con el lenguaje que se tenía un

cantaor analfabeto al negarse a llamar “letras” a las palabras de los cantes que él había

aprendido “de oído” y que nadie se había preocupado aún de escribir.

suyo 17. El registro mediante caracteres visuales alfabéticos

era visto como un artilugio de brujería mediante el que se

fijaban unas condiciones permanentes que interrumpían el

flujo oral y con-versacional en el que se basaba su orden

social. Lo singular de este caso, aunque Classen no lo destaque,

es que el tránsito del universo oral/sonoro pre-incaico al

mundo visual/escrito de los españoles tiene lugar a través del

orden mixto oral/visual incaico que se interpone y media

entre el primero y el último. Son numerosos los relatos que

ilustran el conflicto entre estos tres órdenes sensoriales.

Selecciono dos por lo significativo de sus paralelismos formales

y de su consecución temporal. La imposición por el Inca

del imperio visual sobre los espíritus sonoros (los huacas

locales) de las culturas anteriores se aprecia vívidamente en

este mito:

“El Inca Capac Yupanqui quería ver cómo hablaban los

huacas con su seguidores. El sacerdote de un huaca le

llevó a una choza oscura y llamó a su huaca para hablar

con él. El espíritu del huaca entró con sonidos de viento y

dejó a todos estremecidos y atemorizados. El Inca ordenó

entonces que se abriera la puerta de manera que pudiera

ver al huaca. Cuando se abrió la puerta el huaca escondió

su cara. El Inca le preguntó por qué, si era tan poderoso,

tenía miedo de alzar los ojos. La figura del huaca, que aparecía

repulsiva y con un olor fétido, resonó como un trueno

y huyó.” 18

177

17.- Un caso análogo, pero con una diferencia preciosa, es el de los mazatecos en los

Estados mexicanos de Chiapas y Oaxaca. Según allí me contaban, sus antepasados precolombinos

habrían ideado cierto tipo de escritura, pero la reservaron exclusivamente

para cierto tipo de inscripciones muy específicas y se cuidaron de que su uso no se generalizara

hasta el punto de poder poner en peligro el orden oral/sonoro sobre el que se

instituía su vida colectiva. La diferencia con el caso incaico estriba en que ahora la escritura

no viene de fuera sino de dentro, de modo que lo que se rechaza es un modo de

desarrollo propio que, sin embargo, se intuye que puede escapar a su control.

18.- El Inca Garcilaso de la Vega (1944: 265). Las cursivas son mías.

El poder luminoso del Inca pone en fuga a las oscuras

fuerzas sonoras, pero su imperio se construirá sobre el acuerdo

de ambos sentidos; así, aunque el Inca sepa que el dios Sol

ha podido ver con sus propios ojos el resultado victorioso de

una batalla, enviará mensajeros para que se la narren de viva

voz “como si no la hubiera visto”. Lo que en un principio fue

integración física del mundo sonoro pre-incaico en el mundo

visual inca, como símbolo de la integración política en el

imperio inca de los pueblos a él sometidos, derivó en identificación

de la cultura incaica con el sonido, al que había

empezado oponiéndose, ante la irrupción de una potencia

visual aún más poderosa, como era la de los españoles. El

silencio que impone la escritura y la lectura será también

recordado en el mundo andino como acallamiento del viejo

orden en que resonaba la palabra, según lo expresa la segunda

cita anunciada, grabada en Perú en 1971:

“Dios tenía dos hijos, el Inca y Jesucristo. El Inca nos había

dicho “¡Hablad!” y aprendimos a hablar. Desde entonces

enseñamos a nuestros hijos a hablar. El Inca conversaba con

nuestra Madre Tierra. Se casó con ella y tuvo dos hijos, lo que

puso a Jesucristo muy infeliz y enfadado. La luna se apiadó de

él y le envió una página escrita. Seguro de que esto iba a atemorizar

a su hermano el Inca, se la mostró. El Inca quedó aterrorizado

porque no podía entender lo escrito, y huyó hasta

que murió de hambre” 19.

La solidaridad —por un lado— de la construcción sonora

del mundo (social y natural) con la expresión hablada y —por

otro— de la recíproca construcción visual del mundo con la

expresión escrita es bastante más íntima que el obvio carácter

acústico de la voz y la dimensión visual de la escritura.

Como ha mostrado Walter Ong (1987: 81-116), los modos de

pensar —y de vivir y convivir— en un mundo basado en la voz

178

19.- A. Ortiz Rescaniere (1972), citado por Classen (1994: 118).

son radicalmente diferentes de los de un mundo fundado en

la escritura. En un mundo de viva voz son imposibles la objetividad

cognitiva, el pensamiento analítico o la linealidad de

los razonamientos y de las leyes físicas (expresadas en ecuaciones

también lineales), rasgos todos ellos de ciertos modos

de pensar que sólo son posibles mediante el distanciamiento,

la fragmentación y la linealidad que impone la escritura.

Incluso los mismísimos principios lógicos sin los que, desde

la racionalidad greco-occidental, es imposible pensar, son

meros absurdos para un pensamiento sonoro. Si, como apunta

W. Ong, al pronunciar la palabra “duración”, todavía está

sonando el “...ón” cuando ya ha dejado de existir el “dura...”.

¿qué principio de identidad, por ejemplo, puede establecerse

sobre tan efímero soporte discursivo?

Podríamos seguir multiplicando los ejemplos e ir desplegando

otras tantas realidades —es decir, ficciones com-partidas—

tan reales como la que nos muestran nuestros cinco

sentidos. Unos órdenes se reflejan y reverberan en otros,

como los cristales de un caleidoscopio, sin que ninguno (tampoco

el orden corporal y sensorial) pueda afirmarse como

última instancia. Cada registro es fuente de metáforas posibles,

desde las que dar forma y sentido a otros registros; cada

registro es blanco de metáforas posibles y susceptible, por

tanto, de ser así ahormado y comprendido en términos de

otros registros. Las representaciones se presentan con la vívida

contundencia y rotundidad que tienen las presencias, al

tiempo que éstas se revelan como reflejos inciertos de ficciones

en-carnadas.

Palabras y sentidos

Mención especial merece la amalgama indisociable que se

da entre los sentidos y su expresión/modelación Lingüística.

Classen dedica un capítulo sui generis (“Words of Sense”) a

explorar cómo expresamos la experiencia sensorial a través del

lenguaje. Dos son las tesis principales que aquí mantiene, aunque

las particularidades idiomáticas de las expresiones que trae

a colación son de difícil —cuando no imposible— traducción

(seguramente sólo quien sienta en inglés puede saber qué es

eso de ‘sentirse azul’, que acaba de coincidir con ‘sentirse triste’).

Una, que en la lengua los sentidos se fluidifican y entremezclan

los unos con los otros; la otra tesis, de estirpe empirista,

afirma que muchos de los términos (ingleses) usados para referirse

a las emociones y al intelecto tienen una base sensorial.

170

11.- Se me viene a la cabeza una notable excepción a esta excepcionalidad de la

visión también como centro de interés. Ivan Illich (1989), atribuye un papel fundamental

a la generalización del uso del agua, jabones, afeites y desodorantes en la constitución

moderna del individuo individual, ése cuyos límites son los que pone el ojo pero borra el

olfato: las emanaciones olorosas son partes de uno mismo que, sin embargo, exceden las

fronteras que sobre ese ‘uno mismo’ establece el ojo, viniéndose a entremezclar con -los

olores de- otros ‘uno mismo’ y -los de- objetos varios en olores específicos que caracterizan

a identidades más bien colectivas: el de ese bar y sus parroquianos, el del mercado

de verduras (donde no se sabe bien dónde acaba la verdura y empieza la verdulera)... De

la persecución moderna a los olores queda constancia en la misma lengua: “oler mal” es

ya para nosotros un pleonasmo: basta con decir “¡huele!”.

Respecto de la primera, se trae a colación cómo muchos de

los términos con los que se describe cada uno de los sentidos

y su actividad proceden de otros sentidos diferentes. Así, al

parecer, ‘taste’ (‘gusto’) significó en tiempos ‘to touch’ (‘tocar’);

‘scent’ (‘olfato’), ‘to feel’ (‘sentir’); ‘hear’ (‘oído’) y ‘to look’

(‘mirar’). La lengua parece así reflejar —¿y también construir?—

ese encabalgamiento y reforzamiento de unos sentidos

con otros que de hecho parece darse también en su actividad

meramente física. En lo que al castellano se refiere, siempre

me ha chocado la total impropiedad con que hablamos en

torno a cuestiones sensoriales. Para el olfato, por ejemplo creo

que no tenemos una sola predicación que le sea propia, de

modo que toda expresión que lo implique o bien es toscamente

referencial (‘olor a pera’) o necesariamente metafórica: hay

olores ‘acres’, ‘densos’, ‘dulzones’, ‘ligeros’ o ‘in-tensos’ (¿hay

siquiera un término propio para calificar un olor?). Pero también

para los restantes sentidos es habitual esta suerte de

sinestesia léxica, y solemos referirnos a los unos en términos

de los otros. Así, un sonido puede ser, con la mayor naturalidad,

‘grave’ o ‘agudo’ o ‘leve’, sensaciones las tres propiamente

táctiles, o bien ‘alto’ o ‘bajo’, términos ahora más propiamente

visuales, o ‘dulce’, o ‘suave’...; o de un buen coro se dice que

tiene las voces ‘empastadas’. (Sin embargo, la pervivencia de

expresiones como “no le sentí llegar” parecer evocar tiempos

en que el oído era tan principal que venía a condensar metonímicamente

toda percepción sensorial). Incluso la visión,

pese a su moderna hegemonía cognitiva, sufre desplazamientos

análogos: hay quien goza de una ‘visión aguda’ o ‘penetrante’,

los colores pueden ser ‘cálidos’ o ‘fríos’...

Así, a bote pronto, parece como si los mundos del sabor

(dulce, salado, amargo, ácido...) y del tacto fueran los más

ricos en expresiones propias (aunque sería tramposo atribuirles

por ello una mayor originalidad natural). En consecuencia,

también serían estos universos perceptivos los que

contaminarían a los restantes sentidos con acentos y modu-

171

laciones que vendrían a tomar prestados de ellos. ¿No hay

algo que nos pesa dentro al oír un sonido grave, como si el

propio sonido cayera hacia abajo?, ¿no hay algo que nos irrita,

como lo haría una picadura, en la emisión de una voz

aguda?, ¿no experimentamos una cierta sensación táctil al

percibir un olor denso y pastoso? O, viéndolo desde el otro

lado, al recibir una sensación en términos de una metáfora

nueva que transporta sensaciones propias de otras, ¿no nos

descubre en la primera registros antes imperceptibles? Por

poner un ejemplo, sólo tras oír a una cantaora hablar de los

‘sonidos negros’ del flamenco empecé a captar cierto registro

de voz al que no llegaban a aludir otras metáforas más o

menos táctiles, como las del ‘sonido roto’ o la ‘voz desgarrada’.

La segunda tesis de este capítulo destaca el anclaje sensorial

de numerosas expresiones referidas a facultades hoy escindidas

de los sentidos, como las facultades intelectuales o emocionales.

Así se arguye, por ejemplo, que ‘sad’ (‘triste’) antes significó

‘sated’ (¿saciado’?); ‘glad’ (‘contento’), ‘brillante’; o que

‘sagacious’ (‘sagaz’) viene del latín ‘buen olfato’, mientras que

‘sage’ proviene del término latino para el ‘sabor’ (como en castellano:

sabor/saber). Hasta el cogito cartesiano, que se construye

precisamente contra los sentidos, sería deudor de una

experiencia sensorial: co-agitare significaría ‘poner juntos en

movimiento’ 12. Classen concluye así que “no sólo pensamos

sobre los sentidos, sino que pensamos a través suyo”.

172

12.- No menciona Classen el origen táctil del propio término ‘pensar’ que, vendría

del ‘pensum’ con el que se pesaban (de ‘penso’) los granos para alimento del ganado: de

ahí que el ‘pienso’ con el que a éste se alimenta venga a ser el mismo que el ‘pienso’ con

el que también Descartes alimenta su existencia. Así, las razones son algo que se puede

‘so-pesar’; y acaso esta gravedad propia de los objetos dotados de masa no sea ajena a

expresiones del tipo: “un razonamiento que se cae por su propio peso” o que “se sostiene

mal”. De hecho, hablamos de la razón como de un objeto bien sólido: la razón ‘se

tiene’ o ‘se pierde’, ‘se quita’ o ‘se da’, se está ‘cargado de razón’ o se esgrimen ‘razones de

poco peso’. Pero que esa razón no sólo sea algo ‘de peso’, sino precisamente pienso o alimento,

extiende las metáforas grávidas (y, con ellas, nuestro modo de razonar y discutir)

al ámbito nutritivo, de modo que hay “razonamientos que no me trago” y otros que

acabo tragándome pero que “me cuesta digerir”.

En esto nuestra autora sigue ese tópico bastante extendido,

y más desde el éxito de público de los trabajos de M.

Lakoff y J. Johnson, que apuntábamos al comienzo. Este

supuesto 13 naturalismo postula que el transporte de significado

que vehiculan las metáforas que pueblan el lenguaje

común actúa en un sentido único o principal: el que va de lo

próximo, natural y concreto —en particular, de la propia

experiencia corporal y sensorial— a lo más abstracto, artificioso

o alejado de nuestra experiencia. Las metáforas comunes

producirían así una suerte de naturalización —y, en particular,

una ‘sensorialización’— del mundo cultural y social.

Son muchos los casos que avalan esta tesis, por ejemplo: a)

nuestra imagen de la Edad Media está mucho más condicionada

por el simple hecho de ser ‘oscura’ que por todos los

registros documentales sobre ella; b) si el realismo es algo de

sentido común lo es gracias en buena medida al éxito de

metáforas como esa de ‘los des-cubrimientos científicos’, que

se limitarían a destapar lo que ya estaba ahí aunque oculto a

la visión, c) tener ‘el ánimo por los suelos’, respetar ‘la voz de

las urnas’ o exhibir ‘agudeza de ingenio’... nos hablan de ese

poder de la experiencia sensorial para crear ficciones históricas,

epistemológicas, emocionales, políticas o mentales.

Con todo, este enfoque suele ignorar que no son infrecuentes

—como hemos visto— los desplazamientos en sentido

inverso, es decir, las caracterizaciones de numerosas experiencias

sensoriales mediante representaciones culturales.

Los sentidos modelan la cultura tanto como ésta los conforma

según sus particularidades; de hecho, este ‘enculturamiento’

del mundo sensorial es lo que se va concluyendo de

los estudios históricos, antropológicos o sobre niños salvajes

que aporta la propia Classen.

173

13.- ‘Supuesto’ pues olvida que no hay naturaleza pura, salvo en aquellas purificaciones

llevadas a cabo por alguno de los ritos de la religión científica, como es el moderno

culto a la salud y al cuerpo, que tantos sacrificios exige.

Una historia cultural de los sentidos

Empecemos con la Historia. ¿Cómo se han pensado —y

practicado— los sentidos a lo largo del tiempo en el llamado

Occidente? ¿Por qué ha llegado a cristalizar un número para

los sentidos y por qué precisamente ese número es el cinco?

El orden canónico actual para los cinco sentidos (vista, oído,

olfato, gusto y tacto) y la jerarquía que conlleva, ¿han sido

siempre los mismos?

En Occidente, según Classen, no siempre ha habido

acuerdo sobre el número de los sentidos (aunque sí parece

haberlo habido en la obsesión —tan nuestra— por numerarlos)

Platón, por ejemplo, mezcla lo que hoy nosotros distinguiríamos

como sentidos y sentimientos. En una enumeración

de las percepciones, menciona la vista, el oído y el

olfato, omite el gusto, sustituye el tacto por la sensación térmica

(calor o frío), y añade sentimientos como el placer, el

disgusto, el deseo o el miedo. Será Aristóteles quien funde lo

que pasará a ser el canon actual de los ‘cinco sentidos’ por el

sencillo expediente de naturalizarlos, naturalización que —

como no podía ser de otro modo— lleva a cabo según la física

del momento. Comoquiera que son cinco los elementos

que constituyen el cosmos (tierra, aire, fuego, agua y la

quintaesencia), así también, en justicia (es decir, en proporción

analógica o semejanza) han de ser cinco los sentidos

que nos ponen en relación con él 5. Vista, oído, gusto y tacto

resultan ser así los sentidos básicos, mientras que el olfato

164

5.- Los avatares de esta analogía se siguen en detalle en L. Vinge, 1975.

ejerce de mediador, enlazando los dos primeros con los dos

últimos.

La pregnancia de las analogías numerológicas y la autoridad

del estagirita fijarán hasta hoy el número, y la enumeración,

de los cinco sentidos canónicos, aunque para ello haya

hecho falta, por ejemplo, fundir en uno solo —el tacto— sentidos

que a primera vista (!) parecen tan dispares como los

que permiten percibir la temperatura, la dureza y la humedad.

No obstante, ni el número de cinco ni su orden jerárquico

han llegado a establecerse sin pasar por importantes alteraciones.

Así, Filón, por análogas razones numerológicas,

pero ahora de obediencia hebraica, postula que su número

sea el de siete, por lo que añade el ‘sentido del habla’ y un

‘sentido sexual’ que radica en los genitales.

La cuestión del ‘sentido del habla’, que hoy nos puede

parecer tan sin sentido, no dejaba de tenerlo en la luminosa

Grecia clásica ni en la oscura Edad Media. Por un lado, los

sentidos no eran tenidos por meros receptores pasivos de

información sino también por medios activos de enlace con

—y modificación de— ‘el exterior’ 6. Igual que del ojo salen

rayos que tocan lo mirado, se mezclan con ello y lo in-corporan

al sujeto vidente, también de la boca salen sonidos que

alcanzan la cosa y, apalabrándola, permiten apropiársela al

sujeto hablante. Por otro lado, la del habla era tenida por una

facultad perfectamente natural. Federico II, emperador del

Sacro Imperio Romano, ordenó realizar el que seguramente

fue primer experimento crucial para contrastar las tesis

chomskianas: recluir a un grupo de infantes y apartarlos de

cualquier lenguaje para averiguar en qué lengua se soltarían

165

6.- No tan lejos de las tesis que mantienen numerosos estudios actuales. Esa concepción

se ha mantenido constante en la cultura popular en tradiciones como la del ‘mal de

ojo’: “Mirar mal” no es algo que perjudique a quien mira (como implicaría una concepción

pasiva del ojo) sino a quien es mirado. Y, bien mirado, ¿no seguimos hoy los varones

comiéndonoslas con los ojos?

a hablar espontáneamente, si latín, griego, hebreo o la lengua

vernácula 7. Durante la Edad Media, época de predominio de

la oralidad, el de la lengua se consideró prácticamente como

un sexto sentido 8.

En otras ocasiones, la dinamicidad que se pierde por

causa de una consideración meramente fisiológica de los

sentidos se recupera correlacionando los cinco sentidos corporales

con otros cinco espirituales, que ‘procesarían la

información’ aportada por los primeros. Estos sentidos internos

(memoria, estimación o instinto, imaginación, fantasía y

sentido común) serían los que, para Orígenes, permitirían

apreciar, por ejemplo, “la dulzura de la palabra de Dios”. Sólo

con la Ilustración se desvincularán tajantemente esos diez

sentidos, cayendo unos del lado de las ‘facultades sensoriales’

y los otros del de las “facultades mentales”. Classen dedica

todo un capítulo (que titula con resonancias spenglerianas:

“El olor de la rosa: simbolismo floral y la decadencia

olfativa de Occidente”) al tránsito de la primacía de los olores

(capaces de captar la ‘esencia’, causantes de enfermedades

y propiciadores de salud) y del desprecio del carácter

meramente superficial de la visión al predominio de ésta,

que heredará del olfato el poder de penetrar los objetos —

mediante su análisis o descomposición— para atrapar su

esencia.

Y es que, efectivamente, si en la llamada pre-modernidad

el número de los sentidos no estaba claro, tampoco lo estuvo

166

7.- Cierta falta de control en las condiciones del experimento impidió sacar ninguna

conclusión taxativa: debido al aislamiento los niños murieron antes de poder pronunciar

palabra alguna. Classen dedica un capítulo (“Natural wits”) a indagar las condiciones de

‘naturalidad’ de los diferentes sentidos desde el análisis de diferentes casos de ‘niños salvajes’:

el de Aveyron, Kaspar Hauser y la niña-lobo de la India.

8.- ¡La lengua!, precisamente la lengua, órgano tanto del sabor como del saber (en

una cultura oral). Es bien conocida la común raíz etimológica de ambos sentidos en el

sapere latino. Y aún hoy, tanto los niños como muchos animales, para saber de algo, lo

saborean: de algo se sabe por lo que sabe.

su ordenamiento jerárquico 9. El mismo Aristóteles sitúa en

ocasiones el oído por encima de la vista como mejor vehículo

de conocimiento; cuando es el tacto el que considera el

sentido en el que se soporta fundamentalmente la inteligencia

humana. Pero también es suyo el orden canónico que

todos hemos aprendido en la escuela; un orden que después

se quiso naturalizar de nuevo apelando a la jerarquía de alturas

en la disposición corporal de los órganos correspondientes:

ojos, orejas, nariz, boca y manos.

En la Europa medieval el ordenamiento de los sentidos parece

que fue un tema de debate bastante popular. La vista y el oído

solían disputarse la primacía, en consonancia tal vez con la

prioridad que se diera al libro o al habla como modos de comunicación

y conocimiento, no sólo entre las gentes sino entre

éstas y la divinidad. Así, Tomás de Aquino privilegia al segundo

pues es a su través como se percibe la palabra de Dios. Alain de

Lille describe en 1183 los sentidos como cinco caballos tirando

de un carro que la Prudencia conduce hacia los cielos; por su

rapidez, la vista va enganchada en primer lugar. Pero el carro es

incapaz de alcanzar su meta, por lo que la Prudencia, aconsejada

por la teología, desengancha el Oído y a sus solos lomos consigue

llegar al cielo. La incomodidad con una jerarquización fija

y definitiva del orden sensorial seguirá alimentando alegorías

hasta los días de la Ilustración. En el s. XVII Thomas Tomkis

narra los deseos del habla, Lingua, por hacerse un lugar entre

los sentidos. El Sentido Común ordena que la pretensión de

Lingua se decida en su tribunal de justicia. Allí, cada sentido

defiende su valor específico y el Sentido Común acaba dictaminando

que Lingua debe ser descartada pues los sentidos no

deben exceder el número de cinco, en correspondencia con los

167

9.- Esta indefinición en el número de los sentidos se debe sin duda a la falta de una

definición ‘clara y distinta’ del propio concepto. Pero se da la paradoja epistemológica de

que tales criterios de claridad y distinción sólo son definitivos -y definitorios- una vez

que se ha distinguido y privilegiado el sentido de la vista.

cuatro elementos y la quintaesencia celestial. Con todo, se hace

una significativa excepción: las mujeres sí pueden considerar a

Lingua como “el último y femenino sentido”.

Con la modernidad los sentidos vuelven a sumergirse de

lleno en la naturaleza, aunque esa naturaleza será ahora muy

otra. Ya no se perciben como personajes activos de cuyos portentos

dan cuenta las alegorías ni como agentes culturales o

espirituales que intervienen en el mundo con el que nos

conectan, sino que pasan a ser meros receptores naturales de

la información emitida por una naturaleza no menos inerte.

Ya sean poco de fiar, al modo cartesiano, ya se consideren, en

la variante lockeana, la única fuente fiable de conocimiento,

no pasan de ser meros mecanismos físicos y pasivos. Todo lo

que sea actividad cae del otro lado, del lado mental. Además,

en un alarde de dogmatismo cientifista, todo el debate

medieval se clausura declarando definitivamente incuestionable

la autoridad del número cinco.

Con un salto olímpico, Classen cae a continuación en

nuestros días. Por un lado constata lo que puede interpretarse

como una recuperación de la antigua polémica sobre el

número de los sentidos y su jerarquía. Así, la unidad del tacto

se quiebra en una multitud de sentidos especializados, como

la kinestesia, la percepción de la temperatura, la del dolor...

Se descubre en los niños un sentido semejante al sonar de los

murciélagos, que les permite orientarse a través de los ecos

de sonidos emitidos, y se constata la existencia en los humanos

de un ‘sentido magnético’ que, al modo de las palomas

mensajeras, nos permitiría orientarnos respecto al campo

magnético terrestre. Por otro lado, se recupera también la

antigua condición activa de los sentidos, ya sea vinculándolos

con las emociones (por ejemplo, los distintos efectos anímicos

producidos por los diferentes colores), ya investigando su

participación activa en la construcción del objeto percibido.

De lo que se extraña Classen es de que, cuando asistimos

a un énfasis generalizado en el carácter social y culturalmen-

168

te construido de casi todo (desde la alimentación al agujero

de ozono, pasando por el sexo o las teorías científicas), queden

los sentidos al margen de este giro constructivista y siga

su estudio confinado a un ámbito estrictamente naturalista.

Cita, no obstante, algunas excepciones, como la influencia

atribuida por McLuhan de los cambios en los medios de

comunicación sobre el papel jugado por los sentidos y, como

consecuencia, sobre las formas de pensar y sobre la organización

social. En esta línea estarían también enfoques como los

de W. Ong (1987) y E.A. Havelock (1963), para quien el creciente

visualismo auspiciado por la introducción del alfabeto

y magnificado por la difusión de la imprenta habría alterado

radicalmente el mundo auditivo propio de las culturas orales.

Este progresivo auge del ojo sí ha sido ampliamente

tematizado en los últimos tiempos: desde la tesis de G.

Simmel (1977), para quien la drástica reducción de relaciones

personales en la gran ciudad cambia un mundo donde

predomina el saludo y la charla por otro más superficial en el

que simplemente se mira, hasta el panóptico de Foucault,

los innumerables estudios sobre la ‘pantallización del

mundo’ (lo que mi amigo Christian Ferrer ( llama “el servicio

visual obligatorio”) o numerosas indagaciones desde la

sociología del conocimiento científico. Entre éstas destacan

las de Evelyn Fox Keller (1991) en torno al papel fundamental

que ejerce el distanciamiento exigido por la visión 10

sobre la construcción del ideal de objetividad que hace posible

la ciencia —ideal que, para esta autora, sería típica y

169

10.- Casi todo el lenguaje de la epistemología, la metodología y la filosofía de la ciencia

descansa sobre la visión como sinónimo de conocimiento: de-mostración, e-videncia,

teoría, observación (y no audición o palpación) experimental, criterios de de-marcación,

‘claridad y distinción’, des-cubrimiento, pre-visión... De hecho, el tronco principal

de nuestra tradición intelectual parece constituido por metáforas visuales: desde el ‘atopon’

griego para referirse a lo imposible (por carecer de un lugar en el que pueda mostrarse

a la vista) hasta la célebre cámara oscura marxiana, pasando por el ‘libro de la

naturaleza’ o la mente como ‘página en blanco’.

exclusivamente masculino (como es sabido, el hombre peca

por el ojo, la mujer por la oreja).

Pero este casi monopolio de la visión 11 también en el

ámbito de los actuales estudios sociales que se ocupan de los

sentidos puede interpretarse —y así lo hace Classen— como

un síntoma más de la desatención y decadencia de los restantes

sentidos en nuestra cultura. Y ahí es donde la antropología

puede sacarnos de nuestro ojo-centrismo y abrirnos a la

percepción de otras formas de percepción, ampliar nuestra

‘visión del mundo’ a las que pudieran ser ‘audiciones del

mundo’ u ‘olfaciones del mundo’.

Exterminios cotidianos, al pie de la letra

Cada día, señores, la literatura es más escrita

y menos hablada.

La consecuencia es que cada día

se escribe peor.

(Juan de Mairena)

Si las metáforas permiten que los significados viajen por

los lugares-nombres de un mundo, hay metaforizaciones más

amplias que permiten viajar de unos mundos a otros.

Entendida la metáfora, en un sentido amplio, como un trasvase

de significados, acaso no le falte razón a Nietzsche (1990)

al observar que, ya antes de que haya metáforas dentro de una

lengua, hay toda una cadena desapercibida de procesos

metafóricos previos a la constitución de una lengua y que la

hacen posible. El impulso nervioso que trasvasa cada cosa a

su imagen en nuestro cerebro sería así una primera operación

metaforizante; en el paso de estas imágenes a su versión

sonora se da un segundo traslado de significados; y tendría-

149

* Este texto integra los artículos del autor “Cuando no saber escribir es saber no

escribir” (Liberación, 8-11-1984) y “La ley de la letra”, publicado en La Esfera (suplemento

literario de El Mundo) el 3-12-1990, como reseña de Jack Goody (1990).

mos una tercera metaforización pre-lingüística en la propia

formación de los conceptos, en esa desatención a las diferencias

entre los casos singulares que permite retener sólo sus

semejanzas para formar el concepto. La cuarta gran metaforización

de este orden (que Nietzsche se salta) sería la que

acarrea significados entre el mundo de los sonidos apalabrados

y el de los grafismos alfabéticos, entre el mundo oral y el

escrito. La pena, la nube o la obligación que se dicen en la

con-versación son muy otros que la pena, la nube, la obligación

que se inscriben en el texto.

Aunque para nosotros, gente letrada, la escritura es un

bien evidente y de necesaria difusión, muchas culturas

recuerdan en sus mitos la llegada de la escritura como si de

una plaga mortífera se tratase. Una copla popular china, que

recoge Wu Weiye en el s. XVII de nuestra era, canta cómo

“Cang Jie lloraba en la noche: no le faltaban motivos para

ello”... A Cang Jie le atribuye la leyenda la invención de la

escritura. En el otro extremo del globo, Platón (Fedro, 274b-

275a) se hace eco de la resistencia del rey egipcio Thamus a

aceptar ese “elixir de la memoria” que generosamente (!) le

ofrece el dios Toth; barrunta que la escritura “producirá en

quienes la aprendan el olvido, por descuido de la memoria,

pues, fiándose de ella, recordarán de un modo externo,

mediante caracteres ajenos, y no desde su propio interior. Es

mera apariencia de sabiduría, no su verdad, lo que así procuras

a tus alumnos. Una vez hayas hecho de ellos eruditos,

parecerán entendidos en muchas cosas, no entendiendo

nada. Y su compañía será insufrible, pues se creerán sabios en

lugar de serlo”.

Además de este delicioso retrato que hace Thamus de

bachilleres y otros letrados, hay en su relato una profunda

intuición premonitora. Como Walter Ong (1987) ha expuesto

magistralmente, el de las culturas orales es otro mundo, del

que nos es casi imposible concebir una idea: un mundo en el

que el sonido prima sobre la vista (y la sensación sobre la

150

idea), donde el contexto de enunciación puede alterar los

contenidos de los enunciados, un mundo donde la palabra

empieza a existir (en el oído del oyente) en el preciso momento

en que deja de hacerlo (en las cuerdas vocales del hablante),

un mundo en el que la historia es reescrita —perdón: redicha—

permanentemente. La escritura es letal para ese

mundo, para esos mundos. La letra, con sangre entra.

Literalmente. Mediante ella se construirá eso que hoy llamamos

Tercer Mundo, de ella se armarán tanto los incipientes

aparatos burocráticos indígenas como los distintos agentes

colonizadores (hoy llamados modernizadores): clérigos,

comerciantes, juristas, vanguardias revolucionarias u ONGs.

Es bien ilustrativa la anécdota que narra Lévi-Strauss con

ocasión de su visita a los nambikwara en el Mato-Grosso.

Todos los miembros del grupo se habían puesto a garabatear

imitando los rasgos que él iba trazando en el cuaderno de

notas, pero pronto desistieron. Tan sólo el jefe persevera, buscando

una complicidad con el poderoso blanco. Y llegado el

momento de repartir los regalos que el antropólogo llevaba,

él hace como que supervisa la entrega con un papel escrito en

la mano, del que no entiende nada. Viendo en la escritura un

modo de afianzar su prestigio, no importaba el contenido

sino su función de autoridad. Al poco tiempo aquellos nambikwara

abandonaron a su jefe: “habían comprendido confusamente

que la escritura y la perfidia penetraban entre ellos

de la mano”. Muy raramente quien escribe está al servicio de

la comunidad entre las gentes iletradas. Quien escribe está

del otro lado. En el Chittagong del Pakistán oriental el oficio

de escriba coincide con el de usurero. Y Balasz (1968) cifra en

esa figura el origen del mandarinato en China. Todavía Mao

Zedong, para demostrar la competencia política, celebraba

concursos caligráficos.

Algunos antropólogos y estudiosos han desafiado el tabú

que asocia escritura con progreso. Para Lévi-Strauss no es el

progreso técnico el que acompaña a la aparición de la escri-

151

tura: los tiempos neolíticos, ágrafos donde los haya, alumbran

invenciones formidables (invención de la agricultura,

domesticación de animales...), en tanto que el Occidente

cristiano se estanca en la rutina escolástica que acompaña al

cultivo de los textos. No, la escritura aparece —como desarrolla

J. Goody (1990)— con “la formación de las ciudades y

los imperios, es decir, con la integración en un sistema político

de un considerable número de individuos y su jerarquización

en castas y clases”. Análogo afán moverá las campañas

de alfabetización de los siglos XIX y XX, paralelas a la

extensión del servicio militar obligatorio y de la proletarización,

pues “hace falta que todos sepan leer para que el Poder

pueda decir: nadie que esté censado puede ignorar la ley”. O,

en palabras de Pierre Clastres (1974: 152), “la escritura es

para la ley, la ley habita la escritura; conocer la una es no

poder desconocer ya la otra”. Por eso los “salvajes” se graban

la escritura en el cuerpo (como en las torturas de los ritos iniciáticos),

para amarrar la ley fundamental de la comunidad

primitiva: su in-división. Escapando al cuerpo, la ley escrita

escapa también a la comunidad y permite la emergencia del

poder separado. Las culturas de la voz dependen de las presencias

(asamblea), las del texto de los re-presentantes

(Estado).

El celo por la difusión de la letra vendrá de mano de los

colonizadores, con vocación de sustituir a las oligarquías

autóctonas ya instaladas o de hacer sociedad donde había

comunidad. Cristianismo, libre empresa, marxismo y campañas

de alfabetización serán cuatro vías de penetración extrañas

con idéntico afán redentor y un mismo soporte material:

el libro, ya se trate —respectivamente— del Libro sagrado, el

libro de cuentas, el manualito de materialismo histórico o la

cartilla escolar. Un mismo espíritu misionero y una misma

vocación de dominio les aliará unas veces (teología de la liberación,

p.e.) y les opondrá otras, pero siempre aunará sus

esfuerzos hacia una aculturación alfabética.

152

Sin embargo, las culturas de la palabra no se alojan sólo en

tierras lejanas y más o menos exóticas. Aquí mismo, a la vuelta

de la esquina, la mayoría de los gitanos o marroquíes que

habitan nuestros suburbios, o buena parte de los abuelos que

dejan irse sus últimos días por Andalucía o Euzkadi, o quienes

mantienen oficios ancestrales en las labores agrícolas o

de marisqueo, o los propios críos que nos rodean por todos

lados, por no hablar de esos abismos inconscientes que anidan

en el fondo de cada uno de nosotros, tan letrados, viven

en mundos fundamentalmente orales.

Las culturas sin escritura no pueden entenderse como culturas

sin escritura, es decir, como algo que viene definido por

su carencia: á-grafas, pre-literarias o an-alfabetas. Ni están

antes de la aparición del alfabeto ni carecen de él (no se carece

de lo que no se necesita). Concebirlas por una carencia,

defecto o falta ya las presenta como defectuosas, viniendo así

a resultar natural la corrección de su defecto, el relleno de la

falta que se supone que las constituye. Pero lo suyo es otra

cosa, son culturas de palabra, modos de vivir cuya cohesión y

dinámica están apalabradas. Palabra hablada y texto no son

canales transparentes, vehículos neutros por los que puedan

circular unos mismos mensajes. En uno y otro caso, el recipiente

se incorpora al contenido, le da cuerpo. El alfabeto no

es sólo “el dibujo de la voz”, como pretendía el letrado Voltaire.

Verbo y texto son dos maneras de vivir, de vivirse y de convivir.

Y, como ya intuyeran Thamus o los nambikwara, aún son

innumerables las culturas que se juegan su ser o no ser en la

retención de su palabra, palabra hablada. Hoy ya no puede

contarse con los dedos de la mano el número de comunidades

indígenas que se resisten activamente a las campañas de alfabetización

y escolarización, que, al secuestrar en escuelas a

todos los críos de la zona, rompen la cadena milenaria de

transmisión oral del saber que venía dándose mientras acompañaban

a los mayores en sus actividades cotidianas. Hoy son

cada vez más los que saben que —en términos de R. Paseyro

153

(1989)— la ‘alfabetización totalitaria’ lo que ha producido es

una inmensa ‘incultura letrada’. Para comprobarlo, no hace

falta viajar a los arrabales de las grandes urbes del planeta,

basta con intentar hablar con esos productos de la megafactoría

alfabetizante que son nuestros propios hijos.

El desorden alfabético

La escritura es abstracta; como placer, solitario. La escritura

se dirige de una soledad a otra, articula individuos sueltos,

los mismos que necesita una democracia censitaria. La oralidad,

por el contrario, reclama presencias, no representantes.

Presencia de los otros en torno al pozo comunal o alrededor

del fuego: leyendas, cuentos, fábulas, proverbios, enigmas,

mitos, cantares, dichos... van grabando en los cuerpos de la

comunidad iletrada su historia. Una historia no escrita de

una vez para siempre, no atada a la letra y a sus ineluctables

acumulación y progreso, sino una historia rehecha cada vez

según la ocasión, una historia sin cesar recreada y recreativa,

una historia viva, cálida, ajena a los fríos de la letra inerte. La

distancia entre la oralidad y la escritura es la que media entre

el trato y el con-trato, entre lo comunal y lo des-comunal. La

escritura funda las grandes metáforas sobre las que se construye

la modernidad burguesa (mercantil, científica y democrática)

y se destruyen otras formas de convivencia. Así, la

metáfora que establece Galileo del “libro de la naturaleza”,

escrito —para más inri— en caracteres matemáticos, que

condenará a los saberes populares a convertirse, de golpe, en

ignorancia y superstición; o la metáfora del “contrato social”,

que funda el Estado de Derecho en una ficción no menos ilusoria

(¿cuándo se firmó tal contrato? ¿cómo pudieron firmarlo

los millones de supuestos contratantes a quienes obliga?

¿usted, en particular, recuerda haberlo hecho?) que la fundación

divina de las teocracias medievales, al tiempo que impide

constituir al ciudadano en otros términos que no sean los

de negociante y mercader.

154

Al menos en esto no desbarró Pablo de Tarso: la letra mata,

el espíritu da vida. Esa letra que es la de la ley, la de la abstracción,

la de la burocracia y las planificaciones. Ese espíritu que

es, para todas las culturas del verbo, soplo, expulsión de

aire/alma en un pronunciar que es creador: oralidad. En su

modo oral, la lengua es órgano y palabra, carne y alma, liga lo

fisiológico y lo psicológico (y lo lógico), subordina la oración a

la respiración, la representación a la acción, la idea a la emoción.

En ella, hasta el silencio es elocuente. “Hay —según el

Bergamín (1961: 12-13) que lamenta la decadencia del analfabetismo—

una cultura literal. Hay otra cultura espiritual. La

primera es la que persigue al analfabetismo: su enemiga. Y es

hoy por hoy, pero no por ayer ni por mañana, la más aparentemente

generalizada. Es la que ha desordenado el mundo: la

que ha desordenado más todas las cosas, suprimiendo las

jerarquías. Cuando se pierde racionalmente el sentido de las

jerarquías es cuando hay que ordenarlo todo por orden alfabético.

(…) El orden alfabético es el mayor desorden espiritual:

el de los diccionarios o vocabularios literales, más o

menos enciclopédicos, a que la cultura literal trata de reducir

el universo”. Por eso, añade el genial madrileño, a ese gran

charlante analfabeto que fue Jesucristo le crucificaron al pie

de la letra (inri).

La palabra dicha reclama la presencia del otro; la escrita,

se dirige a su representación (en la mente del escritor) objetivada.

En tojolabal (C. Lenkersdorf, 1996 y 2000), lengua de

uno de los treinta pueblos mayas que hoy habitan por el

sureste de México, no se puede decir —literalmente— ‘yo le

dije’; la traducción más próxima de lo que se transcribe como

‘kala yab’i’ sería ‘yo dije; él (ella) escuchó’. Esta lengua pone

de manifiesto una de las claves políticas de la oralidad: hablar

requiere la participación activa del otro; le pone, cuando

menos, en situación de escucha. El oyente, esa versión auditiva

del lector, tan mudo y objetivado (convertido en objeto)

como él, es la negación del escuchante. Pero esa necesaria

155

movilización del otro no se agota, en el habla tojolabal, al otro

humano; de hecho, su estructura sintáctica no admite la función

de objeto ni para las cosas que nosotros tenemos por

más inertes. La típica estructura sintáctica indoeuropea,

basada en el esquema ‘sujeto-verbo-objeto’, sólo puede verterse

en tojolabal en un esquema binario del tipo ‘sujetoverbo;

sujeto-verbo’, de modo que el objeto sobre el que recae

la acción de la frase indoeuropea se hace sujeto de una nueva

acción (como era la de escuchar, en el ejemplo anterior) en el

habla tojolabal. El habla refleja —y construye— así un mundo

animado por doquier, un mundo de presencias vivas y activas,

un mundo donde las presencias se funden con las representaciones

y, por tanto, quedan obsoletas buena parte de las

distinciones que fundan desde nuestra metafísica y nuestra

ciencia (sujeto/objeto, cosa/concepto…) hasta nuestra política

(presentes/representados, parlantes/parlamentarios…),

todas ellas hijas de la letra y la escritura.

El verbo es epimeteico, se presta a la improvisación, al

cambio, y hasta requiere el intercambio: hablar-oír, bocaoreja

se alternan y entrelazan. La letra es —literalmente—

pre-meditada, prometeica, unidireccional, y se resiste a

mudar. El escándalo de los doctores de la ley coránica (otra

cultura del libro, otra cultura expansionista) ante el intento de

reforma de la escritura árabe es buen ejemplo de ello. Texto y

verbo expresan, al tiempo que lo edifican, respectivamente,

lo uno y lo múltiple, el animus masculino y el anima femenina,

la ciencia de lo universal y el conocimiento de lo singular,

el individuo y la comunidad, lo fálico y lo oral, la orden paterna

y el orden materno, el contrato y la palabra dada.

Que la escritura esté en el origen de los logros de la ciencia

(una ciencia que, según Ong, sólo pudo nacer de los hábitos

creados por un latín que, al correr de la Edad Media, sólo existía

ya como lengua escrita, sin que nadie —a diferencia de las

lenguas maternas— lo aprendiera de madre alguna), que

incluso quien esto escribe saque de escribir no sólo sustento

156

sino hasta placer, no parecen motivos suficientes para asolar

el suelo de las culturas orales imponiendo la expansión universal

de la escritura como necesario progreso. Muchas culturas

del verbo son también conscientes de los numerosos

beneficios derivados de la oralidad, de los cuales carecemos

las gentes de letras, y —que yo sepa— nunca han emprendido

“campañas de oralización” que, al igual que las desatadas

para la alfabetización, llevaran a la hoguera nuestros libros o

nuestros códigos legales como formas de superstición e

incultura. Y, sin embargo, la modernidad ha decretado —evidentemente,

por razones humanitarias— su exterminio, al

pie de la letra.

España / Sociedad o la actualización ritual por los mediadel mito de Leviatán

Un desolador incendio arrasa nosecuántas hectáreas de

bosque y es noticia de ‘Sociedad’. Dos señores se insultan,

micrófono en mano, en unos términos que harían enrojecer a

las tópicas verduleras, y entonces eso es ‘España’ (o ‘Nacional’

o ‘Galicia’). Más allá del curioso mecanismo que determina si

algo merece o no ser tenido por noticia, está ese otro mecanismo

que decide la etiqueta de la sección del periódico o del

telediario a que tal noticia corresponde. En mi paso por distintas

redacciones de prensa siempre he admirado a quienes,

sin el menor asomo de duda, saben que ‘eso es Cultura’ y

‘aquello es Laboral’, como si cada noticia viniera ya con el

rótulo de la sección adosado a la espalda (sabido es que las

noticias no suelen tener ni pies ni cabeza).

Lo que entendemos por ‘España’ y por ‘Sociedad’ debe

mucho a lo que de común alberga cada una de esas etiquetas

145

* Publicado en Archipiélago, 9 (1992): 6 con el título “España y Sociedad”. En la medida

en que las etiquetas de las secciones de periódicos y noticiarios trasciende su orientación

política, este texto puede leerse como actualización de las categorías trascendentales

kantianas por las triviales, aunque no menos trascendentales, categorías –también

universales y necesarias- de la razón periodística. Otra lectura nos hablaría de la diaria

inyección de desorden, inseguridad y terror en la sociedad por parte de las instituciones

para suscitar en ella ese anhelo permanente de seguridad y firmeza que legitime sin

cesar la intervención del Estado en la vida de las gentes.

y, tras años de lectura de prensa y audición de noticiarios, se ha

ido sedimentando en nosotros. ¿Qué es ‘España’ (o ‘Catalunya’

o ‘Extremadura’)? Aquí la inducción es sencilla: ‘España’ (o

‘Andalucía’ o ‘Euzkadi’) son sus políticos. Sus dimes y diretes,

sus resoluciones e irresoluciones, sus parientes, sus ocurrencias

y sus más mínimos achaques. ‘España’ agota a los políticos:

nada les ocurre que no quepa en —las páginas de—

‘España’. Más aún, es lo que a ellos les ocurre —o se les ocurre—

lo que va dando su forma y contenido a ‘España’. Porque

si ‘España’ agota a los políticos, no es menos cierto que los políticos

agotan ‘España’. Tan sólo alguna jerarquía militar o dignidad

eclesiástica comparte en ocasiones las páginas a ellos

reservadas, las páginas de ‘España’, donde se escribe la

Historia. Un número bien limitado de nombres propios y de

peripecias personales viene así a coincidir, paradójicamente,

con la cosa pública. Ese restringido repertorio de nombres y

peripecias es ‘España’ (o ‘Andalucía’ o ...).

¿Qué es entonces ‘Sociedad’? ¿El resto? ¿El in-menso resto?

No; por vía deductiva no cuadra. Hay demasiado resto para

que pueda alojarse en unas páginas que siempre son más

escasas que las de ‘España’. La vía inductiva no parece aportar

tampoco sino desconcierto: incendios, asesinatos, terremotos,

socavones, violaciones, errores médicos, desertores,

estafas, accidentes de tráfico, terneros con dos cabezas, erupciones

volcánicas, epidemias, secuestros y arrebatos... ¿Qué

puede haber de común en este museo de horrores? Pues eso:

el espanto. ‘Sociedad’ es el lugar del horror, la desmesura y el

delito: el espacio de la ley —natural o convencional— violentada.

Es lo que está fuera de sí, lo que ha extraviado su cauce:

el ámbito de la alienación y el desvarío, la fuente y receptáculo

de cualquier abominación imaginable. ‘Sociedad’ se hace

de miedos, recelos, amenazas.

Tan sólo una excepción: que el accidentado, el estafador o

el violador sean de ‘Nacional’ o de ‘España’, que el volcán

erupte justo bajo el Parlamento de Madrid o del autonómico.

146

Entonces ya no es ‘Sociedad’. Entonces estamos en ‘España’.

En ‘España’ es excepción lo que en ‘Sociedad’ es norma: la

ruptura de la norma, sea delito o catástrofe. Esa aberración

que, excepcionalmente, emerge en ‘España’ viene así a reforzar,

por contraste, la legitimidad de cuanto allí ocurre. Que el

desvarío de un político quepa también en ‘España’ excluye la

posibilidad de que ésa sea allí la norma.

El traslado de estas aberraciones de su lugar natural —en

‘Sociedad’— al lugar reservado a los políticos permite, de

paso, establecer ocasionales vínculos entre ‘España’ y

‘Sociedad’. Lo cual va alimentando nuestra fe en cierta comunión

con los habituales habitantes de ‘España’: sus políticos.

‘España’ mantiene bajo control, bien acotado en su columna

y siempre a título de excepción, lo que en ‘Sociedad’ no es

sino proliferación incontrolada de barbarie: ese destrozo

mutuo al que las gentes y la naturaleza acostumbran a entregarse

cuando se abandonan en ‘Sociedad’. Para tranquilidad

general, ‘España’ siempre se impone: manda en portada,

tiene más páginas y más principales, y los sujetos de sus titulares

portan nombres propios, merecen el crédito (la fe) que

aportan las mayúsculas: no como esos seres ominosos que

pueblan ‘Sociedad’, siempre esquivos a la identificación

(“Asalto a...”), construidos de irresponsables minúsculas

(“Los vecinos de...”), cuando no meras fuerzas ciegas (“Mata

a su hija y se suicida”, “Se derrumba...”).

Y así, poco a poco, vamos aprendiendo a mirar.

Dos maneras de nombrar

Ser / No-ser y Yin / Yang / Tao. Dos maneras de nombrar: dos maneras de sentir, dos maneras de contar

El grado cero de la metáfora se daría en el hecho mismo de

nombrar. Dar cierto nombre a ‘algo’, llamarlo abeto, democracia

o respeto, es trasladar a ese ‘algo’, aún sin nombre, el significado

que ya tienen nombres como ‘abeto’, ‘democracia’ o

‘respeto’. Lo que de singular, instantáneo e irrepetible tiene

cada cosa o acontecimiento pasa así a verse como ‘un caso de’

ese concepto que nombra el nombre: mediante la operación

metafórica de nombrar, lo singular se hace particular. No

puede decirse mejor que con aquella canción infantil: “El

patio de mi casa es particular; cuando llueve se moja como

los demás”. Al patio de mi casa, antes de ser ‘patio’, cuando

aún era algo singular, podía ocurrirle cualquier cosa, acaso

también el no mojarse; pero una vez que es ‘patio’, un caso

123

* Texto basado en mi intervención en el XXXIII Congreso de Filósofos Jóvenes celebrado

en Valencia del 9 al 13 de abril de 1996. Bastantes años después tuve noticia de que

F. Jullien se sirve de un “paso por la China”, análogo al aquí empleado, como estrategia

epistemológica desde la que subvertir algunas de las categorías y conceptos básicos del

pensamiento europeo. Puede encontrarse una jugosa introducción en F. Jullien (2005a).

particular del ‘patio’ genérico, ya sólo puede ocurrirle lo que a

los demás: mojarse cuando llueve.

Mediante este proceso de etiquetamiento reducimos la

incertidumbre, conjuramos la zozobra hacia el sinfín de

novedades y cambios que nos asaltan en cada segundo.

Cuando el titular de prensa o televisión anuncia un nuevo

caso de ‘violencia de género’, ‘terrorismo’ o ‘exclusión’, ya

poco importa la singularidad del drama, de las razones, de

las circunstancias… pues las correspondientes etiquetas

nos han anestesiado hacia esas diferencias al tiempo que

nos proporcionan las reacciones prefabricadas para cada

uno de los casos: indignación, rechazo, compasión… Las

etiquetas ordenan el mundo; o mejor, hacen de un caos, un

mundo. Por eso, etiquetar, nombrar, es crear. Y por eso también,

conseguir alterar las etiquetas, reetiquetar las cosas o

los acontecimientos, es destruir un mundo y hacer otro, es

hacer de un terrorista un resistente o, de un excluido, un

oprimido (como se decía antes, cuando había opresores) o

un fugado. Como dice Zhuang zi (1996: 43): “Caminando se

hace el camino; y a las cosas [se las hace], dándolas un nombre”.

Para añadir poco después: “Todas las cosas por fuerza

tienen su es, y por fuerza todas las cosas tienen su puede ser.

Nada hay que no tenga su es ni nada que no tenga su puede

ser”. Y el es de cada cosa no sería sino el nombre que se ha

asumido para ella, en tanto que su puede ser duerme en su

interior a la espera de que el establecimiento de un nuevo

nombre para ella lo despierte. No es de extrañar que los

emperadores chinos solieran tener a mano un especialista

en nombres y etiquetas; bien sabían que quien impone los

nombres controla lo nombrado. Como decía Confucio:

“para gobernar un estado lo que se necesita, en primer

lugar, es gobernar correctamente las cosas”. 1

124

1.- Citado en B. Parain, 1993: 245.

Para resaltar este efecto performativo, creador de realidad,

del acto mismo de nombrar, nada mejor que la confrontación

entre dos lenguas —y, por tanto, entre los dos imaginarios subyacentes—

radicalmente diferentes. Tal careo, que diría

Gracián, nos mostrará cómo unos ‘mismos’ objetos, nombrados

alternativamente desde Oriente y desde Occidente, son los

mismos sólo en apariencia, es decir, cómo cada una de ambas

maneras de nombrar construye objetos radicalmente distintos

bajo —lo que la ficción/traición de la traducción nos presenta

como— un mismo nombre. Lo veremos en tres ámbitos bien

distintos. Primero, en el de las matemáticas, con frecuencia

considerado “el caso más difícil posible”, cuyos objetos suelen

tenerse por los más impermeables a la mirada, los más independientes

del punto de vista, aquéllos que parecen no poder

verse ni decirse sino de una sola y única manera; también en

matemáticas, la adopción de una metáfora (la de la ‘sustracción’)

u otra (la de la ‘oposición’) mostrará cómo una ‘misma’

operación (la de la ‘resta’) son dos operaciones diferentes. En

segundo lugar, serán dos categorías lógicas las confrontadas; el

principio de causalidad, apenas cuestionado entre nosotros

hasta la invención de la mecánica cuántica, se disolverá en el

imaginario chino en un chisporroteo de co-incidencias. Por

último, en ese punto donde los sentidos se engarzan con la

lógica, revelando hasta qué extremo lo que entendemos por

una demostración rigurosa depende de la primacía que hemos

otorgado entre nosotros al sentido de la visión.

Los lugares como nombres de los momentos

Respecto del quinto y último punto, referente a las respectivas

construcciones del espacio y del tiempo, podríamos sin-

143

9.- Véanse, p.e., Physica, IV.4, 221b18-29; IV.6, 213a15; IV.8, 215a ss.; etc.

tetizar (y simplificar sin duda en exceso) lo expuesto en E.

Lizcano (1992) caracterizando el tiempo occidental —al igual

que nuestra escritura, nuestro sistema numeral, nuestro principio

de causalidad...— como lineal y homogéneo, orientado,

progresivo y medible. El tiempo oriental, en cambio, es re-iterativo,

se enrosca sobre sí mismo, como también lo hace la

serie numérica (tal y como aparece en numerosos cuadrados

mágicos); se enrosca sobre sí mismo y sobre el espacio, singularizando

así momentos y lugares, espesándose en torno al

acontecimiento. Nuestros acontecimientos ocurren en el

espacio y en el tiempo, como si éstos fueran matrices previas

(los célebres a priori kantianos); los acontecimientos chinos

construyen cada uno su espacio-tiempo, el espacio-tiempo

es una propiedad del acontecimiento: “los lugares —dice

Zhuang zi— son nombres de las cosas que han pasado”. Algo

así como lo que expresamos nosotros cuando decimos que es

“tiempo de sembrar” o “tiempo de irse”.

También esto se refleja en ambas matemáticas. En nuestra

escritura —y, en particular, en nuestra escritura matemática—

el espacio (el de la página en blanco) es in-significante,

un mero pre-texto sobre el que escribir el texto. Un espacio

vacío, un hueco entre dos palabras o dos números es sólo eso,

un hueco que no dice nada, que sólo separa dos significados.

Hay historiadores que dicen que los chinos no conocían el

cero porque no tenían un símbolo para él; no se enteran de

que con su concepción del espacio no les hacía falta ningún

símbolo para el cero: un espacio vacío es el símbolo del cero,

porque ese espacio vacío significa por sí mismo tanto como

cualquier significado apresado en una palabra.

Así pues, no sólo el nombrar, no sólo cada manera de

nombrar, determina la realidad de lo nombrado. En ocasiones,

también son las maneras de no nombrar, el silencio en la

charla o el blanco en la hoja de papel, los que transfieren significado

y realidad a lo silenciado.

Ante el vacío: ¿repulsión o deseo?

Otro de los contrastes fundamentales, con repercusiones

en todos los órdenes (metafísico, estético, físico...), se cifra en

la oposición fundamental desde la que cada una de ambas

culturas instituye la realidad, inventa esa ilusión que —una

vez endurecida— acaba tomando por “la realidad”. En el caso

griego, y para toda su herencia, esa oposición escinde radicalmente

el ser del no ser. La barra del par ser/no-ser es infranqueable.

No cabe que lo que es no sea, ni que lo que no es,

sea. Quien tal diga —zanjó hace tiempo Parménides— es un

esquizofrénico. Ahora bien, lo reprimido siempre amenaza

con volver. Y así la historia de Occidente es, en muy buena

dosis, un juego de variantes de la película Alien: una lucha

interminable contra el no-ser, que rebrota por doquier. En

física, se postula el horror vacui como principio explicativo

evidente o se llenan de éter todos los intersticios; en pintura,

no se deja el menor rincón por el que pueda asomar el blanco

original del lienzo, ese vacío de forma y de color que hay

que colmar como sea (F. Cheng, 1994); en lógica, los principios

de identidad, de no contradicción y del tertio excluso

141

tapan todos los agujeros; en matemáticas, el cero y los números

negativos no pueden ni verse...

Ese vacío que a nosotros nos llena de angustia, para la

sensibilidad taoísta es la madre de todas las cosas; de las que

son y de las que no son (o sea, según Zhuang zi, las que pueden

ser), de este mundo y de todos los mundos posibles. Por

eso, no suscita temor, sino respeto, un jubiloso respeto. La

escisión manantial es ahora muy otra que la del ser/no-ser,

es la escisión yin/yang. Entre ambas hay dos diferencias

radicales. Una: la primera es asimétrica, la entidad de cada

lado de la barra es bien distinta; es más, uno de los lados de

la barra no tiene entidad, sencillamente no es. En la segunda

sí hay simetría, lo yang y lo yin no se oponen como la presencia

a la ausencia, la determinación a la falta (de determinaciones)...

tan pleno, tan sujeto a determinación y forma,

tan presente está lo uno como lo otro. Por eso, como vimos,

el algebrista chino pone sobre el tablero de cálculo, con la

misma naturalidad, 7 palillos rojos y 7 negros (o sea, +7 y -7,

que diríamos nosotros), mientras que el griego sólo pone +7.

Más aún, el griego no pone ni +7, sólo pone 7: si el 7 es (o

sea, es número) es positivo, naturalmente. Y si no es (o sea,

si no es positivo), no es. Por eso también, llevará siglos que

los algebristas occidentales desborden las barreras imaginarias

que les impedían escribir una ecuación en la forma hoy

habitual para cualquier escolar: ax2 + bx + c = 0: ¿cómo va a

ser algo igual a nada?

La otra diferencia está en que la barra china no aísla sino

que ayunta, no habla de dis-yunción sino de con-junción,

no aniquila uno de los dos lados sino que se ofrece como

tránsito entre ellos. ¿Qué es esa barra? En los textos chinos

clásicos, siempre que se alude a ella, aparece la partícula

wu: “no”. La barra que conjuga las oposiciones y abre el abanico

de los posibles es “no”: ¡Precisamente aquello que quedaba

a la izquierda de nuestra barra: lo que no es! Lo que

con tanta saña hemos negado y perseguido sistemática-

142

mente a lo largo de nuestra historia, lo que siempre nos ha

llenado de zozobra... el vacío, el no-ser... es para la sensibilidad

oriental el manantial del que todo deviene, el gozne que

articula las oposiciones, la apertura a todas las posibilidades

(entre las cuales se encuentra ésa a la que llamamos realidad).

Esa barra es el tao. Lejos de ser algo de lo que huir o a

lo que taponar como sea, es algo a lo que buscar y respetar

en su vacuidad.

Por eso, donde a Aristóteles —cuando se pone a amontonar

argumentos contra el vacío 9 y llega a reunir hasta 17— se

le nubla la razón por el vértigo que le asalta ante una operación

como ‘4 – 4’ (no puede ser que lo que es, el 4, deje de ser,

se aniquile), los algebristas chinos desarrollan un método de

resolución de sistemas de ecuaciones lineales (que nuestros

mejores matemáticos no entenderán hasta el s. XIX) que consiste

en obtener huecos o ceros mediante “destrucciones

mutuas” (de cantidades opuestas). Para este método, el

cero/vacío/tao no sólo no es abominable, sino que es algo a

conseguir, pues de él nacen las soluciones, las posibilidades

que las incógnitas de las ecuaciones encerraban en su interior.

Y también por eso, frente a la obsesión compulsiva de la

pintura occidental por abarrotar el lienzo, se desarrolla en

China una escuela —que tendrá su apogeo bajo los Sung y los

Yuan (ss. X al XV)— a la que no sólo parece no importarle que

el vacío original del lienzo se siga dejando ver en la obra acabada,

sino que hace de ese blanco abisal el centro de la obra,

como respetando la virtud propia de ese vacío, sin el cual no

hubiera surgido forma alguna.

La metáfora de la luz ensombrece a Occidente

La tercera diferencia fundamental se refiere a la primacía

de la visión, del sentido de la vista, que sesga la manera de

pensar occidental hasta extremos insospechados (J. Ortega y

Gasset, 1979). Quizá no sea exagerado considerar la historia

toda del pensamiento occidental como una historia de la

metáfora de la luz: la caverna platónica y sus sombras, la ideología

de las luces y la ilustración, el propio lenguaje científico

(los observables empíricos, lo que se tiene por evidente, las

de-mostraciones matemáticas, los des-cubrimientos científicos)...

todo nuestro vocabulario científico y filosófico está

impregnado por metáforas lumínicas. De ahí la primacía de la

idea entre nosotros (hasta en los materialistas: ¿hay idea más

ideal que esa de materia?). “Idea”, como es sabido, en su génesis

griega viene de “visión”, ese sentido que nos permite delimitar

formas, distinguir figuras (el pensamiento griego es un

pensamiento del límite, de la de-terminación). Si uno utiliza

cualquier otro sentido que no sea el de la vista, las cosas no

tienen forma, pierden sus límites y contornos nítidos, se difuminan:

yo cierro los ojos y huelo... y sobre el olfato no hay

manera de construir una identidad, no percibo dónde empieza

y donde acaba el objeto que huele (si es que hay tal objeto),

ni si ese olor corresponde a un solo objeto o es fusión de

varios, ni tengo manera de inferir la permanencia de la identidad

del objeto cuando el olor empieza variar 8... Por eso, uno

138

8.- Para un asomo de lo que pudieran ser una epistemología y una cosmovisión

(¿cosmo-visión? No: cosmo-olfación, cosmo-audición…) fundamentadas en metáforas

procedentes de otros sentidos, véase el epígrafe “Los sentidos de los otros, ¿otros sentidos?”

en este volumen. En particular, sobre el papel que jugó el desodorante en el aseo

personal para la construcción del individuo burgués, puede verse I. Illich, 1989.

de los primeros combates a que se lanzó la burguesía centroeuropea

para hacerse con el poder fue el combate contra los

olores (I. Illich, 1989), porque el olor es un sentido que tiene

referentes colectivos más que individuales, sabe de lo informe

más que de las formas bien delimitadas. El sistema de

alcantarillado en las ciudades y el auge de los desodorantes

sustentan toda una epistemología, la que sólo es posible

desde el sometimiento de los demás sentidos corporales al

imperio de la vista. Es curioso cómo a uno se le borran las

ideas cuando se le enturbia la visión. Por ejemplo, cuando los

ojos se empañan por el llanto, se le difuminan las formas, se

le licúan las ideas y las cosas dejan de estar claras: se le mezclan

sentimientos e ideas, ya no se razona bien cuando se

deja de ver bien.

El mismo concepto de ‘demostración’ es un concepto

basado en la visión: el término griego para la demostración, la

deîxis, significa ‘hacer ver’, ‘poner ante la vista’, ‘mostrar’. En

ocultar esta deuda con la metáfora visual se juega buena

parte del prestigio de una racionalidad que, como la occidental,

lo extrae de su supuesta pureza respecto de los sentidos y

sentimientos. Para ello es necesario escamotear a la vista lo

que nació gracias a ella. En este sentido, nuestra epistemología,

nuestras matemáticas y tantos otros de nuestros saberes

racionales son puro ilusionismo. Veámoslo, por ejemplo, con

las matemáticas.

Hay un momento decisivo en la matemática griega que es el

de la progresiva sustitución de las demostraciones directas por

las indirectas (A. Szabó, 1960). Las primeras eran demostraciones

en el sentido literal del término: exhibiciones ante la vista

de la construcción de la prueba, dibujando figuras o manipulando

guijarros se mostraba cómo podía hacerse lo que se proponía.

Pero eso era demasiado evidente. Y, en particular, ponía

en evidencia los límites de la deuda con la metáfora visual, las

sombras que toda luz deja como residuo. El golpe de ilusionismo

se dará con la incorporación de la demostración indirecta,

139

o por reducción al absurdo. Ahí ya no se ve nada; la conclusión

aparece de súbito ante los atónitos ojos de la mente, que no ha

podido asistir al proceso de su construcción. Pero prescindir de

ese método demostrativo conllevaría prescindir de la mitad de

nuestras verdades matemáticas.

Con todo, lo más curioso es que tal sistema de demostración

—que no demuestra nada— es puramente retórico, teniendo su

origen en una estratagema habitual entre los sofistas para aniquilar

las razones de sus oponentes, para dejarlos sin palabras

(de ahí su fuerza persuasiva) en las asambleas políticas. El

método es de todos conocido: A está discutiendo con B, y

ambos parten de unos principios comunes (compartidos no

sólo por ellos dos sino por la comunidad a la que ambos pertenecen),

sin los cuales la propia discusión sería imposible. B

intenta defender una cierta afirmación X. A contra-argumenta:

bueno, vale, vamos a suponer por un momento que lo que tú

dices es verdad, que X es cierto; si lo que tú dices es verdad, tendrás

que admitirme que entonces de ahí se deriva esto y lo otro

y lo de más allá, pero esto último a lo que hemos llegado —pongamos,

Y— está en contradicción con uno de los principios —

pongamos, P— que ambos, junto a nuestros conciudadanos,

compartíamos y que hacían posible el diálogo. Luego una de

dos, o renuncias a tu tesis (X) o niegas el principio P, que es básico

para el grupo, y automáticamente tú mismo te excluyes de él.

El bueno de B ya no puede decir ni una palabra: si intenta seguir

argumentando, sólo puede hacerlo dando el principio P por

supuesto (pues sin ese principio no cabe argumento posible

desde esa comunidad), con lo que él mismo refuta su propia

tesis X, de la que se seguía una conclusión Y que se había revelado

contradictoria con P. Si calla, que es la única manera de no

asumir P, queda derrotado. Y si pone en cuestión el principio P,

se excluye del grupo para el que tal principio es fundacional.

Pues bien, sobre tan sofisticado método de acallar al oponente

ante la amenaza implícita del exilio se basan buena parte de

nuestra lógica y de nuestras matemáticas. No es de extrañar que

140

ante aquellas rotundas demostraciones en la pizarra nos hayamos

sentido tantas veces anonadados.

Pero, ¿está B realmente acorralado?, ¿cabe pensar alguna

salida honrosa a la vez que rigurosa para B?, ¿no?, ¿será entonces

el argumento por reducción al absurdo válido en todo

tiempo y lugar? Creo que no. B bien hubiera podido decir:

“Vale, de acuerdo, hay contradicción entre mi afirmación X y

nuestro principio P. ¿Y qué pasa? ¿Por qué vamos a tener que

descartar alguno de los dos? ¿Por qué no asumir la existencia

de contradicciones y aprender a convivir con ellas? Más aún,

¿por qué no tomarnos esa contradicción como una jubilosa

apertura a posibilidades que no habíamos sospechado antes?

Sí, B bien hubiera podido decir cosas así. Pero no en griego, ni

en árabe, ni en ninguna lengua romance... tal vez en chino.

¿Con-secuencias o con-currencias?

La anterior diferencia en las maneras de pensar (una por

abstracción, aphaíresis o extracción, y la otra por oposición y

analogía) se concreta en —o mana de— la diferencia que existe

entre una forma de pensamiento lineal o deductivo, y una

forma de pensamiento global u holístico. Cómo la manera de

escribir determina —en las sociedades con escritura— radicalmente

la manera de pensar aparece muy claro en este caso.

Todas las lenguas indoeuropeas se escriben linealmente, tienen

como estructura base de la oración la de sujeto-verbopredicado,

que se despliegan según una línea recta. En esta

disposición, los sustantivos —que son el correlato lingüístico

de las sustancias ontológicas— son los que llevan el peso de la

frase; los verbos son un mero pretexto casi para ir saltando de

sustantivo en sustantivo, ir desarrollando la cadena lineal de la

134

6.- Mediante una deconstrucción análoga a ésta que muestra la poca naturalidad de

los números naturales, podría mostrarse también la sinrazón en que se fundan los

números racionales o la ficción que sostiene a los números reales. Nos resultarían entonces

tan divertidos y faltos de fundamento como los pitagóricos números amigos (¿y qué

hay de los números primos?) o los medievales números sordos.

escritura. Ese peso de los sustantivos sobre el verbo —que es

sólo ese no-lugar donde ocurre el tránsito, la transición— se

transmite hasta el lenguaje de las mismas ciencias: ese lenguaje

que es todo rigor y pulcritud a la hora de definir los sustantivos,

los conceptos, sin embargo no puede ser más vulgar respecto

a los verbos. La física habla de “la presión que sufre un

gas”: el concepto de presión está muy bien definido, el concepto

de gas también, pero el sufrimiento ¿qué pinta ahí?

Bueno, pues los gases sufren presión. En cambio, esa importancia

del verbo, del tránsito, es decisiva en la lengua china:

hay quien llega a decir que todos los ideogramas chinos tienen

un sustrato verbal que es más o menos fácil de identificar;

incluso debajo de preposiciones aparentemente sin contenido

semántico propio —como pueden ser ‘de’, ‘por’ o ‘para’—

en sus ideogramas respectivos puede apreciarse el verbo que

hay debajo.

Otra de las características del lenguaje chino es que un

mismo ideograma puede significar cosas bien distintas, que

aparentemente no tienen nada que ver una con otra. Además,

una palabra china normalmente no se declina, los verbos no se

conjugan, no hay singular y plural, buena parte de las modulaciones

que hay en las gramáticas indoeuropeas no las hay en la

china. Entonces, ¿cómo se sabe si un ideograma que está puesto

aquí quiere decir esto o cualquiera de los otros posibles significados

diferentes? Pues en función de los ideogramas que

tiene alrededor, los que van antes, los que van después, los que

están en su vecindad (tanto horizontal como vertical). En el

caso de la poesía, por ejemplo, dado un verso (escrito en una

columna vertical), los versos que tiene a la derecha y a la

izquierda muchas veces juegan a hacer simetrías, como si

hubiera un espejo colocado entre los dos versos, y entonces se

van reproduciendo los ideogramas en sentido inverso al otro

lado del espejo, y cambia totalmente el sentido, porque el que

el ideograma A vaya antes o después que el ideograma B le

hace significar en cada caso algo totalmente distinto. Así, uno

135

no puede saber lo que significa un ideograma sin haber echado

antes un vistazo general a todo el conjunto, porque su significado

está en función del contexto de los otros ideogramas

que tiene alrededor, de aquéllos que co-inciden en él. (Pasa un

poco lo mismo que con una nota musical: uno se encuentra

una nota musical puesta en un pentagrama y eso no quiere

decir nada, sólo cuando ha oído el conjunto de la melodía esa

nota suelta adquiere un significado). Estas características de

una lengua en que cada palabra no remite —como entre nosotros—

a un concepto con un significado autónomo propio,

concuerdan con una forma de pensamiento que es fundamentalmente

holística: hay que tener una cierta visión global del

conjunto, hay que haber oído o leído el contexto para saber

qué es lo quiere decir cada uno de los elementos. Nuestra lengua,

dis-curre; la suya, con-curre.

Esto tiene proyección en muchas categorías que para

nosotros son fundamentales y para los chinos no. Por ejemplo,

la categoría de causalidad, que está muy ligada a la del

tiempo lineal: todo ha de tener una causa, la causa ha de

preceder al efecto, causas y efectos se van desencadenando

en cascada... Igual que la frase, igual que en el razonamiento

por silogismos, las causas y los efectos también se van

deshilvanando linealmente. En el caso chino, precisamente

porque esa linealidad se sustituye por una globalidad en la

manera de pensar y de decir, lo significativo de un acontecimiento

no está en las con-secuencias, en aquellos otros

acontecimientos que lo preceden o lo suceden en la cadena

de causas y efectos, sino que lo significativo son las co-incidencias,

es decir, lo que en un momento determinado incide

junto con ese acontecimiento, lo que está ocurriendo a

la vez que ese acontecimiento, y no tanto en lo que le antecede

o en lo que va a seguirse de él. A eso se le ha llamado

(C.G. Jung, 1970) principio de sincronía o de co-incidencia,

radicalmente distinto del principio de causalidad o de consecuencia.

136

Es muy curioso observar cómo la asunción de uno u otro

principio, ambos tan aparentemente metafísicos, condiciona

dos maneras de ver las cosas totalmente distintas hasta en los

menores detalles. Nosotros dis-currimos, ellos con-curren;

nosotros consultamos al psicoanalista o contratamos una

póliza de seguros; ellos consultan el I Ching o miran al cielo.

Me explico. Ante una situación crítica, nosotros tendemos a

considerar los antecedentes, lo que nos ha llevado a ella (psicoanálisis,

por ejemplo) y a prever los consecuentes, lo que se

seguiría de una u otra decisión (planificación). Ante la misma

situación, el chino (ese chino ideal que nos hemos fabricado)

lanza los palillos del I Ching y observa la disposición que han

adoptado sobre el tapete o mira al cielo y anota la distribución

de las estrellas en ese momento... porque el significado

de la situación que intenta afrontar no está tanto en el antes

o en el después como en el momento mismo, en las concurrencias

que coinciden con la situación: el que los palillos, en

ese momento, hayan caído de una manera y no de otra, el que

los astros, en ese momento, adopten esa figura y no otra... no

es in-significante. Nosotros miramos el antes y el después;

ellos miran alrededor. Donde nosotros ponemos tiempo, ellos

ponen espacio (que, desde su perspectiva, es una manera de

poner tiempo, pero porque es otro tiempo y otro espacio: un

tiempo espeso, hecho de momentos, que se re-cicla constantemente;

un espacio bulboso, tejido por lugares que se enredan

con los momentos 7).

Por eso la historia de la astronomía occidental, por ejemplo,

es una permanente búsqueda de regularidades (los astros

dis-curren, como el tiempo, como las frases, como los argumentos).

Nietzsche (1990: 32; 1972: 44-45) decía que todas las

regularidades que encontramos en el cielo no son sino la proyección

del afán de regularidad y orden del hombre burgués.

137

7.- Véase E.Lizcano, 1992.

La astronomía china ha buscado tradicionalmente singularidades,

fenómenos celestes extraordinarios: es lo extra-ordinario

lo que significa, lo ordinario no dice nada que no sepamos.

¿Qué metáfora para restar: extraer u oponer?

La primera diferencia afecta a un sustrato pre-lógico, por

lo que es —literalmente— un pre-juicio básico de cada modo

de pensar que lastra incluso operaciones tan aparentemente

130

3.- No puedo resistirme a dejar apuntadas aquí algunas elaboraciones posteriores a

la charla que está en el origen de este texto. En lo tocante al concepto chino del tiempo,

hoy es insoslayable el estudio de F. Jullien (2005b). Respecto de la supuesta independencia

de tiempo y espacio en el imaginario occidental, habría de tenerse en cuenta la tendencia,

inaugurada por la modernidad, a determinar el primero en términos del segundo.

Baste mencionar la ficción relativista del tiempo como una cuarta coordenada espacial

o la actual profusión, en el lenguaje ordinario, de metáforas del tipo “adentrarse en

el siglo XXI” o “no hay que mirar al pasado”.

unívocas como la inocente resta. El modo de pensar occidental

es un modo de pensar que se basa fundamentalmente en

la abstracción y la deducción, frente a un modo de pensar que

se basa en la oposición y la analogía, que sería el caso del pensamiento

oriental. Estas estructuras pre-lógicas constituyen

matrices fundamentales, que organizan y ordenan el pensamiento.

¿Qué es pensar por abstracción?

Trabajando con los Elementos de Euclides me sorprendió

que el verbo que utilizaba al hablar de restar (restar un número

de otro, un segmento de otro) era el verbo aphairéò, que es

precisamente el verbo que en Aristóteles se traduce habitualmente

por abstraer. En griego común, aphairéò se suele usar

para hablar de actividades como sacar, extraer, separar, arrancar...

De modo que —me dije— Euclides resta como

Aristóteles abstrae, y ambos —a su vez— lo hacen como cualquier

griego de la época procede a una operación de extracción.

De hecho, también en nuestra lengua esa identificación

metafórica se mantiene de alguna manera: uno puede deducir/

restar ciertas cantidades de la declaración de la renta, pero

por deducción también entendemos la inferencia lógica, que

es el mecanismo lógico fundamental en el razonamiento occidental

(por cierto, que inferir es también causar: se infiere un

daño, por ejemplo, lo que conecta este punto con el siguiente,

como en realidad están conectados todos unos con otros). Así

que cuando el genio matemático griego sustrae o cuando el

genio filosófico abstrae no hacen sino lo que cualquier habitante

de la polis hace cuando se pone a extraer. Y sólo se puede

extraer de donde previamente ya había algo; nunca se puede

extraer más de lo que había previamente 4. Eso que nos parece

tan trivial, no lo es para un hablante chino, es una peculiaridad

de ciertos campos semánticos de algunas lenguas indo-

131

4.- Ya me lo decía mi sobrina Irene, de 5 años, cuando en una serie de restas le deslicé

«5 — 7» y me llamó alarmada: «¡Te has equivocado! ¡Esa no se puede hacer!»

europeas; y esa peculiaridad lastra de raíz operaciones mentales

como la de restar o la de abstraer, que a nosotros nos parecen

el colmo de la objetividad y universalidad.

Sobre esa peculiaridad monta Aristóteles —y, en buena

parte, también nosotros mismos— todo su magno edificio

de géneros y especies (el género se abstrae/sustrae de la

especie, dejando como resto o residuo la diferencia específica).

Sobre esa particularidad monta Euclides la operación

matemática de la resta —y todavía nuestro s. XVIII seguirá

discutiendo sobre ello 5; y todavía siguen aprendiéndolo así

los niños en nuestras escuelas. Para Euclides, como para mi

sobrina, una resta como ‘3 – 4’ es un absurdo, una operación

imposible, no tiene ni pies ni cabeza (por eso subtítulo el

libro mío “la construcción social del número, el espacio y lo

imposible”, es decir, qué es posible y qué es imposible no

son categorías estancas, sino que cada cultura construye su

imposibilidad en la medida en que construye su campo de

posibilidades). Restar tres menos cuatro es imposible, porque

restar es extraer, sacar, abstraer. Si yo tengo tres y de

esos tres saco uno, saco dos... saco tres, ya me he quedado

sin nada, ¿de dónde saco el cuarto? De donde no hay no

puede ya extraerse/abstraerse nada. Como decía

Parménides, “lo que es, es; y lo que no es, no es”. Que viene

a ser lo que también decía aquel sargento chusquero: “lo

que no puede ser, no puede ser; y además es imposible”.

En el caso de los chinos, la operación ‘tres menos cuatro’

es la operación más tonta del mundo, no ya sólo instrumentalmente,

sino conceptualmente, porque la metáfora rectora

de esta operación no es la de la extracción o abstracción sino

la de la oposición o enfrentamiento. Así como nosotros,

cuando nos las hemos de ver con una cosa nueva, lo primero

que intentamos hacer es encajarla en algún tipo o familia,

132

5.- Basta ojear el opúsculo de E. Kant, 1949.

en una categoría que forma parte de la pirámide de géneros

y especies, para el chino (y no sólo para el taoísta, porque

este esquema más o menos se difunde por todas las escuelas

chinas: confucianos, lógicos, retóricos...) cualquier realidad

se divide de manera inmediata en dos mitades, se bipolariza

en yin y en yang, en femenino y en masculino. Eso ocurre

también —¿por qué no?— con esa realidad particular que es

la del número, de manera que éste —en vez de tener esa entidad

rotunda, entera, grávida, que tiene entre nosotros— es

una realidad escindida desde el principio: cada número también

es yin y es yang, femenino y masculino, negro y rojo,

negativo y positivo (diríamos hoy nosotros). Así, proceder a

restar ‘3 -4’ no supone ahora ponerse a extraer sino disponer

una batalla sobre un tapiz situado en el suelo en el que 3 palillos

rojos se enfrentan a 4 negros: se van oponiendo por parejas,

y éstas se aniquilan entre sí. Queda un palillo negro sin

oponente y éste es el que sale victorioso: es el

vencedor/resultado de la resta/batalla. A ese palillo

negro/yin resultante hoy nosotros le llamamos ‘menos uno’ ó

‘-1’. Cada una de ambas restas ha sido una operación metafórica,

antes que matemática, y cada una de ambas metáforas

—la extractiva y la opositiva— arraigan en lo más profundo

de cada una de ambas culturas, son previas y manantiales

de sus respectivas formas de pensar. Por eso hay tantas aritméticas

—por lo menos— como imaginarios, como maneras

de imaginar, como metáforas coherentes se nos ocurran para

las operaciones elementales. Aunque lo hayamos olvidado,

la matemática es una forma de poesía.

Conviene destacar en lo anterior cómo, para el chino

(aunque esto entre de lleno en el punto 4 de la enumeración

inicial), lo positivo y lo negativo tienen la misma importancia,

la misma entidad, la misma capacidad de ser. Lo negativo no

se caracteriza por no ser, o por ser imposible, o por soportar

una carencia o defecto, sino que tiene el mismo peso, la

misma determinación, la misma capacidad de tener forma,

133

figura y número que lo positivo. Desde la sentencia parmenídea,

el +1 es y el -1 no es; y, como lo que no es, no es, sólo nos

queda el +1, por lo que lo solemos escribir simplemente

como ‘1’, pues le sobra el ‘+’, que no añade ninguna determinación.

De esa naturalidad que para nosotros tiene lo positivo

da fe nuestra propia notación matemática actual: si el

número 1 no tiene una marca (+ ó -) es porque naturalmente

es positivo: es un número natural 6. El chino no marca una

determinación para distinguirla de una supuesta naturalidad

positiva: negro y rojo, fu y zheng son colores y nombres distintos

—y opuestos— para determinaciones distintas —y opuestas—,

porque tan naturales son la una como la otra, porque lo

natural (para el chino) es la oposición.

Mi camino/méthodos/tao a Oriente

Conviene dejar claro desde el principio que voy a utilizar

los términos Oriente y Occidente como tipos ideales, en el

sentido weberiano, es decir, no ensayaremos ninguna definición

exhaustiva de lo que sean Oriente y Occidente, sino que

seleccionaremos una serie de rasgos que me parecen especialmente

significativos y pertinentes con vistas al tipo de

análisis que quiero hacer. Los tipos ideales (en este caso el

125

tipo ideal ‘Occidente’ y el tipo ideal ‘Oriente’) lo que hacen es

proporcionar una perspectiva, un lugar desde el cual uno

mira algo y desde el cual aparecen determinadas luces, determinadas

sombras, se resaltan determinadas formas y otras

quedan en penumbra. Evidentemente, no hay manera de ver

algo fuera de perspectiva (salvo el ojo de Dios, que ve desde

ningún sitio, lo que no es mi caso, pese a mi nombre) y cualquier

perspectiva está condicionada tanto por el lugar desde

el que se mira, como por lo que busca, teme o anhela aquél

que mira, como incluso por el camino que a uno le ha llevado

a mirar desde ese sitio. No hay más objetividad posible que

ésa: una lo más honesta posible declaración de la propia subjetividad,

del propio camino (proceso, méthodos, tao) y de los

materiales con los que uno ha construido su Oriente y su

Occidente.

Respecto de Occidente, poco puedo decir; Occidente lo

mamamos desde que nacemos. No puedo decir cómo miro

desde Occidente: cuando miro, es él quien mira por mis ojos.

Fue precisamente el hecho de haber cursado la carrera de

matemáticas, el haberme encontrado con un tipo de discurso

absolutamente irrebatible, imperativo, universal, que se

pretende el mismo y válido para todo lugar, toda ocasión,

toda época, todo momento, toda circunstancia... un discurso

ante el que no cabía más que o asentir y bajar la cabeza o gritar

y largarse, un discurso sobre el que no cabía razonar

puesto que era él el que —como apunta el racionalismo

bachelardiano— fundaba la razón misma... fue esa impotencia

de la razón para pensarse a sí misma, esa voluntad de

pensar aquello que nos piensa, la que me llevó a indagar

otras razones allí donde —para nosotros— el sol aún no ha

nacido, para después poder —desde aquella penumbra de

nuestra razón— re-volverme.

A la hora de intentar pensar las matemáticas, me di cuenta

de que —desde pequeños en el colegio— en torno a las

matemáticas se han ido tejiendo toda una serie de presu-

126

puestos que dan forma a la propia estructuración de nuestra

cabeza, nuestra manera de construir categorías, los criterios

por los que percibimos identidades o diferencias (algo como

‘algo’ y no como otra cosa, o como nada) y aquéllos por los

que clasificamos lo que previamente hemos identificado y los

modos en que lo ordenamos, la distinción entre lo posible y

lo imposible, lo que entendemos como un razonamiento

correcto... toda la arquitectura lógica de nuestro cerebro y los

fundamentos de nuestra sensibilidad estaban soportados por

lo único que no precisaba de soporte, pues se sustenta en sí

mismo: las matemáticas. Intentar pensar eso era —como

dicen los sabios taoístas— como intentar coger el puño con la

mano o morderse los dientes. Entonces, ¿desde dónde pensar

las matemáticas y el tipo de racionalidad que se entreteje con

ellas dándoles esa apariencia de consistencia rotunda e inapelable?.

Ese lugar casi imposible, ese u-topos, debería estar

allí donde se diera otra forma de pensamiento, un tipo de

racionalidad que fuera lo más distinto posible.

Ése fue el camino por el que llegué a Oriente. Y cuando

aquí digo Oriente estoy hablando de China, y muy concretamente

de los planteamientos taoístas. Me voy a ceñir, además,

a lo que es el desarrollo de la matemática taoísta de la

época de los primeros Han, es decir, desde el siglo II a.C.

hasta comienzos de nuestra era 2. Para mi asombro, una vez

que me zambullí en los textos de los matemáticos de la China

de aquella época, cosas que me habían parecido absolutamente

evidentes e incuestionables cuando yo las estudié en

la facultad, empezaron a hacerse problemáticas; empecé a

ver que podían no ser como eran, incluso llegó un momento

en el que ya me resultaba bastante más extraña la matemática

occidental que yo había estudiado toda la vida que la pro-

127

2.- Una exposición extensa y detallada de los desarrollos matemáticos aquí esbozados

puede verse en E. Lizcano (1993).

pia matemática china. Ahí llegué a un punto en el que me

encontré en la situación que cuenta Zhuang zi al final de esa

preciosidad que es su capítulo “Contra la identidad de los

seres”: soñaba Zhuang zi que era una mariposa y disfrutaba

siendo mariposa y volando y no tenía ni idea de que era

Zhuang zi... al despertar, ya no sabía si era Zhuang zi que

soñaba que era una mariposa o era una mariposa que soñaba

que era Zhuang zi. A mí me pasó un poco eso con el sueño de

la racionalidad taoísta y la matemática taoísta; al final ya no

sabía si realmente la manera sensata de ver los problemas era

la de los matemáticos taoístas, y la nuestra era una especie de

sueño de la razón en el que se nos había educado desde

pequeños y por eso nos había llegado a parecer que era verdadero,

o viceversa.

Una vez aquí, las identidades se dispersaron, multiplicándose

unas y desvaneciéndose otras. Hasta los objetos más duros y

consistentes, como seguramente lo son los objetos matemáticos,

empezaron a tener sentido en la precisa medida en que lo

iban perdiendo. Mi constructivismo y mi relativismo nacen de

esta experiencia, de una experiencia que me mostró cómo no

hay objetos ahí-fuera, esperando ser percibidos, sino que son la

mirada y la lengua las que los ponen, la que los crean. Donde un

Euclides mira y no ve nada (por ejemplo, un segmento de medida

nula, o sea, un no-segmento), un Liu Hui ve nada, que es ver

mucho, es ver todo un armonioso combate entre oponentes

que se destruyen entre sí hasta llegar a aniquilarse, hasta quedar

reducidos a nada. Esta nada y la otra nada son intraducibles

la una en la otra, yo mismo estoy traicionando sus respectivos

sentidos al acogerlas bajo un mismo nombre.

Este negarse a reducir lo irreductible es fundamental, no

sólo por un elemental respeto —intelectual y práctico— a la

diferencia sino también por mantener vivas nuestras capacidades

de asombro y de gozo. Sin duda deben ser reconfortantes

esos superlenguajes —el matemático, el psicoanalítico, el marxista,

el informático, el teológico...— que crean la ilusión de

128

que pueden decirlo todo. Como expone R. Steiner (1980),

desde Babel, es una vieja aspiración mítica que poco a poco ha

ido concentrando su esperanza en el lenguaje matemático. Ya

sea aquella mathesis universalis con la que Leibniz imaginaba

el día en que, ante una discusión, podamos zanjarla con un

brutal “basta de disputa, ¡calculemos quien tiene razón!”, ya

sea el no menos bárbaro “¡números cantan!” con que la actual

clase política remata sus retahílas economicistas, silenciando

toda objeción. Por eso es urgente y necesario mantenerse en

aquella ignorancia insumisa de Juan de Mairena: “por más

vueltas que le doy, no encuentro manera de sumar individuos”.

Por eso es urgente y necesario desenmascarar la mentira de

una sola matemática, como en su tiempo lo fue el hacerlo con

la que era la única teología, como siempre lo será hacerlo con

cualquier discurso que se presente como discurso de la verdad.

La comparación de las matemáticas —y, bajo ellas, las racionalidades—

chinas y las occidentales ofrece numerosas pistas

desde las que desbaratar estas nuevas formas de totalitarismo.

Podemos intentar concentrar en cinco puntos las principales

diferencias entre las formas de racionalidad que emergen

de cada uno de ambos imaginarios:

1) En un sustrato epistémico o pre-lógico tenemos, por un

lado, una forma de pensar por abstracción y por deducción

frente a otra que piensa por oposición y por analogía. De cada

una de ellas se sigue, respectivamente, un pensamiento lineal

y un pensamiento global u holista. Ambas matrices, a su

vez, se corresponden con las características básicas de la

estructura de sus respectivas lenguas.

2) En lo tocante a los principios (lógicos, físicos, cognitivos...),

la anterior diferencia se manifiesta en la predominancia,

en un caso, del principio de causalidad (atento a las consecuencias)

y, en el otro, del principio de sincronicidad (para

el que lo significativo son las con-currencias).

3) Respecto a la actividad que se tiene como más relevante

a la hora de movilizar y orientar el pensamiento, en el caso

129

occidental hay una clara pre-tensión sensorial, y en especial

del sentido de la vista, por lo que las metáforas dominantes

en el campo intelectual se refieren al ojo o a la luz. El homólogo

oriental de este sesgo sensorial no se me perfila con

tanta nitidez. Acaso deba buscarse en otro ámbito que el de

los sentidos, como puede ser el de la nominación o la etiqueta;

acaso no haya un equivalente en este punto.

4) La escisión inmediata —o, más precisamente, la mediación

primera o elemental— desde la que se percibe o piensa

toda realidad es, en un caso, la escisión ser/no-ser, mientras

que en el segundo lo es la bipartición yin/yang, viniendo en

este caso el no-ser a ocupar el lugar que ocupa la barra que

distingue/articula los opuestos yin y yang.

5) Espacio y tiempo resultan así ser formas a posteriori —

y no a priori— de la sensibilidad, de cada sensibilidad.

Independientes el uno del otro, para la una; interdependientes,

para la otra 3. Homogéneo e indiferente a los lugares, el

espacio de la primera; cargando de significación a cada lugar,

el de la segunda. Abstracto, lineal y progresivo el tiempo de la

primera; ligado a los lugares/acontecimientos y re-iterativo,

el de la segunda. Detengámonos en algunos aspectos de cada

una de estas diferencias básicas.

“Las cuentecitas de los pobres”

“Las cuentecitas de los pobres”. Crítica del saber culto y matemática paradójica en el cante flamenco.

El canto rodado guarda

en su silencio de piedra

la jonda canción del agua

Las tradiciones populares suelen tener fuerte aprecio por

sus propias formas de conocimiento, pues no en vano son

esos conocimientos los que les han permitido llegar a ser lo

que son a través de cientos —si no miles— de años. Sólo la

ideología del desarrollo ha podido ir invirtiendo, en los dos

últimos siglos, ese aprecio en desprecio, llegando a inducir en

numerosas culturas una percepción de sus propios saberes

locales como meras formas de superstición, error o ignorancia.

En los últimos años asistimos a un renacer de la autoestima

de muchos de estos pueblos, que lleva incluso —en algu-

93

* Este texto desarrolla el que con el título “Tientos para una epistemología flamenca”

publicó el autor, en colaboración con Maribel Moreno, en Archipiélago, 32 (1998): 75-

81. El conjunto aportó la trama de la conferencia pronunciada en las Jornadas sobre

“Flamenco, un arte popular moderno” de la Universidad Internacional de Andalucía

(Sevilla, 30 de noviembre de 2004).

nos casos— a un decidido rechazo de los presupuestos del

desarrollo implícitos en la llamada modernidad occidental.

Son, sin embargo, relativamente escasos los ejemplos de

tradiciones culturales populares que apenas han dado cabida

en su seno a los valores ‘modernos’ y han mantenido durante

estos siglos no sólo una viva conciencia del valor de sus saberes

autóctonos sino también una crítica radical de las formas

de conocimiento que ha ido desarrollando la modernidad

ilustrada: pretensión de claridad y distinción en los conceptos,

de abstracción en menoscabo de las singularidades concretas,

de objetividad en detrimento de los sujetos del saber, de universalidad

frente a las singularidades y temporalidades locales…

Las gentes que se han expresado —y se han sentido

expresadas— en el cante flamenco 1 constituyen una de esas

raras excepciones. En las letras 2 de sus cantes, como veremos,

se despliega efectivamente una crítica sistemática y coherente

de los rasgos característicos del modo moderno de concebir el

conocimiento, crítica que alcanza incluso al instrumento del

que éste se dota como forma ideal: el aparato matemático.

Los límites de la aritmética ordinaria

Señalar las paradojas y los límites de las funciones de medida,

de las operaciones de suma y de resta, y en general, de

cualquiera de los instrumentos conceptuales con los que suele

operarse, es seguramente una de las mayores dificultades a las

que se puede enfrentar un matemático. Por seguir con el caso

al que nos ha traído esta última toná, por entender las operaciones

de suma y de resta en términos adición y sustracción de

cantidades (cantidades de pena, cantidades de tiempo…), la

historia de la matemática occidental se ha visto abocada a

paradojas y bloqueos en los mecanismos de cómputo no

menos insalvables que los que denuncian los cantes. La tradición

matemática de herencia griega nos situó en un imaginario

en el que la resta se pensaba a la luz de la metáfora de la

sustracción, y la incapacidad de pensarla bajo otra metáfora

impuso durante siglos unos límites y paradojas insuperables al

desarrollo de la aritmética. De donde hay —pongamos— 5

podemos restar/sustraer 1, también 2, o incluso 3 ó 4. Al sustraer

o extraer 5 ya empiezan los problemas: el resto es nulo, no

queda nada… pero “lo que no es, no es”, según sabemos todos

y ya enseñaba el sabio Parménides. ¿Qué hacer entonces?

Ahora bien, el problema se complica aún más si de donde hay

5 pretendemos seguir extrayendo aún más, por ejemplo 6, ya

no hay modo: la operación se cortocircuita. Todavía los mejores

matemáticos del Siglo de las Luces, cuando un problema se

traduce en una ecuación que conduce a una situación de este

tipo, optan por decidir que se trata de un problema mal planteado,

porque así planteado no tiene solución.

Basta cambiar la metáfora y el problema deja de serlo, se

disuelve como por ensalmo, y encuentra solución con toda

facilidad. Es lo que hicieron los primeros matemáticos chinos

(por cierto, muy anteriores a los que en Grecia ‘inventaron’ las

117

matemáticas), cuyo imaginario tradicional les llevó a situar

los problemas del más y del menos bajo metáforas bien diferentes

a las de adición y sustracción. Para ese imaginario, el

yin y el yang son principios opuestos y complementarios que

permean todo cuanto hay, ¿por qué no iban a permear también

el reino de los números? También hay números yin y

números yang, números negativos y números positivos (que

diríamos hoy nosotros). Y estos números así entendidos, sean

del color que sean los palillos con que se cuentan (los unos

son negros; los otros, rojos) no se sustraen o extraen unos de

otros, como si fueran piedras en un saco, sino que se oponen

o enfrentan como lo harían entre sí los soldados de dos ejércitos.

Enfrentados, se van aniquilando mutuamente, cada

combatiente rojo se aniquila con uno negro. El número de los

supervivientes arroja el desenlace de la batalla, el resultado

de la operación. Si es el ejército rojo el más numeroso, el

resultado será una cierta cantidad de números rojos (o positivos);

si era el negro el que contaba con más combatientes, el

resultado será —con la misma naturalidad— el número de

soldados negros (números negativos) supervivientes. Lo que

bajo la metáfora de la sustracción era una aporía insalvable,

bajo la de la guerra no presenta la menor dificultad. El problema

que antes no tenía solución, ahora se resuelve sólo. Ahora

vemos cómo cada metáfora impone sus límites a la posibilidad

de contar, de medir, de operar…

Lo que hace el pensamiento sobre estas cuestiones que se

expresa en los cantes es llevarnos a asomarnos a esos límites.

Las paradojas y desmesuras que nos ofrecen a la vista (o

mejor, al oído) nos abocan a una zona de penumbra, donde

las anteriores claridades se ensombrecen y se entreven nuevas

posibilidades, aunque no claramente. Los límites nítidos

que perfilaban lo que antes sabíamos con toda claridad,

ahora se desdibujan; en contrapartida, atisbamos nuevos

horizontes de los que aún no sabemos a ciencia cierta cómo

dar cuenta. La paradoja y la desmesura de que tanto gusta el

118

cante resulta ser así un formidable mecanismo cognitivo que,

además, se acopla a la perfección con aquella manera de

entender el conocimiento en términos de penumbra, de atisbar

a la media luz del cigarro o de la candela, frente al conocimiento

moderno que requiere ‘claridad y distinción’ y procede

a reflejar la ‘naturaleza de las cosas’ mediante la ‘luz de

la razón’ como si estas metáforas —hoy acartonadas en conceptos—

acotaran la única forma de conocimiento digna de

tal nombre.

Por eso también, concepto y metáfora son las claves de

bóveda sobre las que descansan dos maneras bien diferentes

de discurso —el discurso de la ciencia y el del cante (así como

de otras formas de saber popular)— y dos maneras, por tanto,

de comprender y dar forma al mundo. La visión es a la idea y

al concepto lo que el entrever es a la metáfora. La vista dibuja

límites permanentes y nítidos en el continuo fluir y entremezclarse

de todo cuanto hay, por eso está en el origen de las

ideas (del griego êidon, ‘yo vi’) y de los conceptos, que de-terminan

y de-limitan lo que hay. La metáfora, por el contrario,

desdibuja esos límites, libera el flujo empantanado por la

idea; lo que se dice por metáfora, sólo se entrevé, en ella se

entremezclan las luces y las sombras: en el mismo gesto por

el que se atisba algo de claridad, algo también se sume en la

tiniebla (y viceversa). El conocimiento por metáfora es por

eso un conocimiento paradójico, y de ello nos han venido

dando cabal cuenta numerosas letras de los cantes.

La operación de restar es, como en buena parte de la historia

de la matemática occidental, fuente inagotable de paradojas. En

ella parece condensarse el problema insoluble de la pérdida, la

misteriosa presencia con que se manifiesta aquello que echamos

en falta. En los cantes, el progreso en la operación de restar

suele topar con un tope semejante al que hemos encontrado

con ocasión de la suma. Ya lo vimos en la toná donde el “pozo de

dolor” no admitía sustracción alguna de líquido. También lo

vemos en este fandango que canta Calixto Sánchez:

119

Con las lágrimas se paga.

La pena grande es la pena

que no se pué llorar.

Y esa no se va, se queda.

Como en los palillos rojos y negros del álgebra china, las

lágrimas y las penas se oponen dos a dos, de modo que, al irse

emparejando, se van anulando: cada lágrima aniquila una pena

y así se va reduciendo el resto de penas que quedan por llorar.

Pero la operación no se deja efectuar indefinidamente: llega a

un punto en el que el residuo de penas no se puede rebajar más.

Hay una pena que no se puede llorar, un rescoldo último de

dolor que ninguna lágrima puede apagar. Se acabó la consoladora

resta. Ya tuvimos ocasión de topar también con este límite

con motivo del recorrido por los 25 calabozos de la cárcel de

Utrera: “24 traigo andaos, el más penoso me queda”. El que

queda, el resto de la resta 25 – 24, no es 1, no es un elemento más

en la serie de los calabozos: hay algo que, como a la pena que

“no se pué llorar”, lo singulariza y lo hace irreductible. Tal vez no

porque sea un calabozo especialmente temible, acaso baste con

que sea el último, el que aún queda por conocer, lo que le haga

inasimilable a los 24 que ya el preso “se trae andaos”.

Diferente, si no opuesto, es el caso que ahora se canta:

Quita una pena otra pena,

un dolor otro dolor,

un clavo saca otro clavo

y un amor quita un amor. 28

Ahora los elementos sí son homogéneos (una pena y otra

pena, un amor y otro amor) y se puede proceder a operar con

ellos hasta obtener un resultado. Pero el resultado resulta paradójico

por otro lado. Ahora es la suma la que se torna en resta:

120

28.- J. A. Fernández Bañuls, 1986.

en lo que atañe a penas, dolores, clavos y amores parece ser que

1 + 1 no es 2, sino 1 + 1 = 0. Las penas, dolores, clavos y amores

al añadirse, se restan, se anulan por parejas como —una vez

más— los palillos chinos de colores opuestos.

Terminaremos señalando ciertos usos flamencos (yo no

los he oído en otros contextos) de esos cuantificadores gramaticales

que son los diminutivos. Se trata, una vez más, de

conseguir efectos paradójicos en torno a las magnitudes.

Por la Colegiata

bi pasar su entierro,

como la fui acompañandito

jasta er simenterio.

Yo no quiero más comer

yo me estoy manteniendillo

con la raíz del querer. 29

El gerundio es un tiempo verbal que mantiene la continuidad

de la acción, confiriéndole un plus de gravedad y pesantez.

Al rematarlo con un diminutivo, sin embargo, se le aporta

liviandad y ligereza. Lo que con una mano se pone, con la

otra se quita. La coincidencia en una misma palabra de dos

sufijos flexivos con flexiones opuestas construye la paradoja.

No es lo mismo ‘acompañar el cadáver’ que ‘irlo acompañando’,

en esta segunda versión la tragedia se ahonda al sostenerse

en el tiempo. Al ‘irlo acompañandito’, a la vez que el tiempo

del dolor aumenta al aumentar el tiempo de pronunciación

de la palabra en que el dolor se está diciendo, ese mismo

dolor parece atenuarse, empequeñecido por el diminutivo.

Otro tanto ocurre con los participios:

121

29.- Francisco Gutiérrez Carbajo, 1990.

Mar fin tenga la muerte

que tanto ha poío;

s’ha llevaíto a mi compañera

y un hijito mío.

Una palomita blanca,

blanquita como la nieve,

me ha picaíto en el pecho

mamita, cómo me duele. 30

La rotundidad que antes aportaba el gerundio ahora la

otorga el participio, al dar por irremediable y definitivamente

concluida la acción. Lo que la muerte “s’ha llevaíto” ya no tiene

vuelta y el picar de la paloma ya ha surtido su efecto. Pero la

magnitud del daño así resaltada se hace disminuir en la

misma palabra que la enfatiza con la adición del diminutivo.

Y para rematar estas reflexiones, nada mejor que esta

copla en la que se condensa esa pelea que parece tener el flamenco

con el número, como si su reino lo fuera también de la

muerte:

A la muerte le pedí

que cuando hiciera sus cuentas

no se acordara de mí. 31

122

30.- Ibíd

31.- J. A. Fernández Bañuls, 1986.

Crítica de las matemáticas: paradoja y desmesura

Hasta aquí hemos visto cómo, en la sensibilidad flamenca

y en la llamada moderna, se contraponen dos modos de

pensar, dos formas de racionalidad. Cada una de ellas está

regida por series diferentes —cuando no contrapuestas— de

metáforas.

Detengámonos ahora en lo que, para la manera moderna

de pensar, es la expresión máxima de racionalidad, de pensamiento

riguroso: las matemáticas. ¿Cómo cuentan, miden,

calculan, ordenan, agrupan… las gentes que se expresan o se

sienten expresadas en los cantes flamencos? La primera

impresión, y seguramente la más extendida, es que los números

no son lo suyo: esas gentes cuentan mal, no saben contar:

parecen estar peleadas con los números:

Compañera mía,

qué vamos a hacer,

que cuentecitas que los pobres hacemos

nunca salen bien 13.

¿Qué podía esperarse de quienes, desde los márgenes de la

sociedad y de la cultura (herreros, jornaleros, contrabandistas),

hicieron del quejío su forma más cabal y precisa de

expresión? Ahora bien, si nos encontráramos con una matemática

distinta de la que nos enseñaron desde niños, ¿no nos

daría también esa impresión? ¿No nos parecería también que

107

13.- Fernández Bañuls, J. A. y Pérez Orozco, J. M., 1987.

no es otra manera de contar, medir y calcular sino contar,

medir y calcular de mala manera? 14

Pero una mirada más atenta —o mejor, un oído más

atento— puede decirnos algo bien distinto. Puede decirnos

que son nuestras matemáticas las que no funcionan, puede

decirnos que —por así decirlo— contando como los payos

las cuentas no salen. Más aún, puede decirnos que los cantes

flamencos apuntan a unos criterios de los que se seguirían

otros modos de contar, medir y calcular: otras matemáticas

que, sin embargo, los cantes no parecen demasiado

interesados en desarrollar. Ambos aspectos (la crítica de la

‘matemática paya’ y la sugerencia de una ‘matemática flamenca’)

pueden rastrearse en las letras/voces de numerosos

cantes.

Antes de entrar en ello, consideremos un momento qué es

lo que se cuenta en los cantes. Pues, como no podía ser de

otro modo, los cantes cuentan lo que cuentan. Es una perogrullada,

pero no lo es. Los cantes cuentan/enumeran lo

mismo que cuentan/narran: penas y alegrías, caenas y dineros,

aunque ciertamente más de los primeros que de los

segundos. Se cuentan las fatigas, que se multiplican:

A la verde oliva

que a mí me están dando dobles las ducas.

y dobles las fatigas.15

O se hacen directamente innumerables:

Si vas a la mar y cuentas

de la playa las arenas,

hazte cuenta que has contao

108

14.- Véase, p.e., D. Bloor (1998: 169 ss).

15.- Recogido por Fernández Bañuls, 1986.

una por una las penas

que por tu queré he pasao 16.

Se cuentan calabozos y eslabones de cadenas:

Veinticinco calabozos

tiene la cárcel de Utrera;

veinticuatro traigo andaos,

el más penoso me queda.

Cuando yo estaba en la cárcel

solito me entretenía

en contar los eslabones

que mi cadena tenía 17.

Es habitual en nuestra tradición matemática considerar

que los números empleados para contar cosas (sean fatigas,

calabozos o granos de arena) no son propiamente

números, que el número del que se ocupa la matemática

no es el número de esto o de aquello sino el número abstracto,

el número ‘en sí’. No es ésta la ocasión de entrar a

discutirlo, baste dejar apuntado que esa distinción no tiene

por qué afectar a toda matemática posible sino que, por el

contrario, acaso sea una distinción muy particular de cierta

matemática. Efectivamente, ya los antiguos griegos

separaban escrupulosamente la logística (referente a los

números con los que se cuentan cosas) de la aritmética

(dedicada a la reflexión y contemplación sobre el ‘número

en sí’). La primera era una actividad despreciable, propia

de esclavos, campesinos y tenderos; la segunda, “conduce

el alma hacia lo alto”, elevándola a la contemplación de las

109

16.- Ibíd. Aquí, la propia copla es consciente de la simpatía semántica entre el ‘contar’

y el ‘contar’ a la que hacíamos referencia.

17.- Ibíd.

ideas puras 18. La carga ideológica en la que se sustenta tal

distinción se comenta, pues, por sí sola. Es más, fue precisamente

porque numerosos matemáticos posteriores se

saltaron esa fosa por lo que las matemáticas llegaron a ser

lo que son hoy 19.

Concedamos, pues, a los números que aparecen en los

cantes toda legitimidad matemática y pasemos a considerar

su singular manera de discurrir y operar. Lo que más llama la

atención es que, por lo general, las cuentas del cante no cuadran,

que “cuentecitas que los pobres hacemos nunca salen

bien” 20.

Parecería que las reglas de la aritmética estén hechas por

otros para su propio beneficio. Como si hubiera dos modos

de contar cuyos respectivos resultados dependieran de quien

sea quien los usa. Los ricos hacen cuentas (y, al parecer, les

salen); los pobres, ‘cuentecitas’ (que “nunca salen bien”). Si

los pobres operan con las reglas aritméticas de los ricos, los

resultados no les cuadran. El asunto es interesante tanto

desde el lado del objeto (el resultado de la cuenta) como del

sujeto (el que hace la cuenta).

Desde el objeto, si las cuentecitas nunca salen bien, ¿es

porque siempre salen mal o porque siempre salen de otra

manera? No es lo mismo. En el primer caso podría pensarse

en una mala matemática (de los pobres) o en una matemáti-

110

18.- Véase E. Lizcano (1993: 175 ss).

19.- Por otra parte, es una ilusión, aunque muy arraigada el creer que los números

de cosas concretas (manzanas o calabozos) son distintos de los números abstractos o

‘números en sí’. De un lado, las manzanas que cuenta ‘tres manzanas’ no pueden ser

manzanas concretas sino abstractas (sólo la abstracción permite extraer de ellas los rasgos

comunes que las hacen sumables: lo que se cuenta es el número de veces que se da

la abstracción ‘manzana’). Del otro, los números abstractos son también siempre números

de cosas concretas; nada hay de más concreto ni de más abstracto en contar ‘manzanas’

que en contar ‘elementos de un conjunto’.

20.- Ciertamente hay excepciones, también harto significativas, como esa petenera

que canta Enrique Morente: “Aquel que tiene tres viñas / y el pueblo le quita dos / que se

conforme con una / y le dé gracias a Dios”.

ca perversa (por parte de los ricos); en el segundo, estaríamos

ante una matemática alternativa. Algunos ejemplos que recogemos

más adelante apuntan en este sentido. Como también

apunta hacia ahí el hecho de que las cuentas, salgan como

salgan (mal o de otra manera), lo hacen así siempre: esa sistematicidad

en el error que arrojan los cálculos de la cuentecitas

¿no nos habla de una regla oculta? Y una regla en un cálculo,

¿deja de ser una regla matemática por el hecho de que

sea oculta?

Desde el punto de vista del sujeto que calcula, esta divergencia

sistemática en los resultados abre una doble posibilidad.

¿Nos las habemos con dos aritméticas diferentes, una de

ricos y otra de pobres, una paya y otra gitana (forzando quizá

excesivamente los términos)? ¿O se trata de una sola aritmética,

la paya, cuyas cuentas dan un resultado u otro según la

condición social de quien hace la operación? 21 Otras letras

pueden darnos algunas pistas suplementarias.

Que las cuentecitas no salen es, efectivamente, una constante

reiterada en numerosos cantes. Pero en ese no salir se

apuntan ciertas pautas. La más llamativa es, sin duda, la paradoja.

Esta figura del lenguaje, tan próxima a la contradicción

lógica, es habitual en muchos temas de los cantes y no deja de

plantearse en torno a cuestiones matemáticas, aunque es

manifiesta la especial repugnancia de éstas hacia la paradoja.

Tengo yo un cañaberá,

mientras más cañas le corto

más me quean que cortá 22.

111

21.- La plausibilidad de caracterizar ‘la matemática’ como una matemática singular

(paya o burguesa) está argumentada y documentada en el epígrafe de este volumen “Las

matemáticas de la tribu europea. Un estudio de caso”.

22.- Francisco Álvarez Curiel, 1992.

Desde niños sabemos que si, en una resta, aumenta el sustraendo,

debe disminuir el resto. Pero al cantaor le aumenta.

Acaso, como veremos, no esté tan claro lo que en la escuela

aprendimos sobre la resta y pueda haber, aunque nos choque,

distintos modos de resta.

Esta otra paradoja, aunque de orden lógico (algo se transforma

en su opuesto), puede interpretarse también en sentido

aritmético:

Al pie de la zarzamora

que las entrañas me hiere

un pastor iba cantando:

el que gana es el que pierde 23.

La ganancia equivale a pérdida, el más se identifica con el

menos. Y si nos trasladamos de la aritmética a la geometría,

del reino del número al de las orientaciones en el espacio, las

figuras, las distancias y las medidas, las referencias paradójicas

son, si cabe más habituales:

Soy esgraciaíto

jasta en el andá,

que los pasitos que pa elante doy

se me ban p’atrás. 24

Ocurre aquí con las direcciones en el espacio

(delante/detrás) lo que antes con el balance de cuentas

(ganar/perder), que cada extremo se transforma en su opuesto.

O, por ser más precisos, lo que se advierte es que el extremo

que pudiéramos llamar positivo (ganar, ir ‘pa elante’) se

convierte en su equivalente negativo (perder, ‘p’atrás’). No

112

23.- Joyero…

24.- Joyero…

conozco ningún caso en que se dé la conversión inversa.

Como si a aquella maldición —o necesidad— que condenaba

a las cuentecitas a no salir nunca bien, se añadiera una

segunda; ese no salir bien no ocurre al azar, una veces más y

otras menos, sino que sigue una pauta fija: siempre acaba

saliendo de menos, siempre se acaba perdiendo, retrocediendo…

Los dos ejemplos siguientes confirman esta deriva sistemática

en las equivalencias paradójicas:

El que se tenga por grande

que se vaya al cementerio

y verá lo que es el mundo

en un palmo de terreno.

Esta conocida petenera, de una concisión sobrecogedora,

pone en solfa las medidas de superficie, convierte lo grande

en chico, el mundo en un palmo, y no precisamente en un

palmo cualquiera. Otro tanto sucede con las longitudes, que

a este martinete se le anulan sin saber cómo:

De querer a no querer

hay un camino muy largo

que tó el mundo lo recorre

sin saber cómo ni cuando.

Junto a la paradoja, otra pauta habitual es la atención a lo

desmesurado, a lo que excede toda medida posible. La desmesura

se expresa a menudo también en forma paradójica,

pero añade algo más. Nos fijaremos aquí en dos de las facetas

en que se da ese descomedimiento. Una parece indicar la

existencia de una saturación en la capacidad de medir, como

si la serie de los números que sirven para medir fuera finita,

tuviera un límite más allá del cual no cabe medida posible. La

otra apunta a la importancia de la cualidad que no se deja

reducir a cantidad, al valor de lo singular y único (y, por tanto,

113

irreductible a concepto abstracto y, en consecuencia, imposible

también de contar y medir) frente a lo particular y homogéneo

(susceptible, pues, de cómputo y de medida común) 25.

Ambas facetas se dan simultáneamente en los cantes, pues

muestran dos caras de lo mismo: la pujanza de lo singular,

que desborda ideas, leyes y medidas, o —como, en negativo,

señalaba Antonio Machado— la imposibilidad de “contar

individuos”. De ello pueden ser un ejemplo las siguientes

coplas:

En la casa de la pena

ya no me quieren a mí,

que las mías son más grandes

que las que habitan allí.

Hasta al reló de la Audiencia

la cuerda se le partió

cuando escuchó la sentencia

que a la cárcel me mandó. 26

En ‘casa de la pena’ habitan, al parecer las penas ordinarias,

todas ellas homologables en tanto que ‘penas’, todas ellas

nombrables —y, por tanto, numerables— bajo el concepto

abstracto ‘pena’. Pero hay penas ‘más grandes’, ya no ordinarias

sino extraordinarias, cuya virtud singular les hace exceder

lo que en común tienen todas las penas y, por tanto, saturan

la capacidad del concepto, desbordan el aforo de la ‘casa

de la pena’ y ya no pueden venir a añadirse a las otras penas

114

25.- Nada lo expresa mejor que la popular canción infantil: “El patio de mi casa / es

particular / cuando llueve se moja / como los demás”. Lo particular, como especificación

de lo general, no puede sino participar de las características del género, características

que comparte con todos los demás particulares. Tan sólo un patio singular, que no particular,

puede no mojarse cuando llueve.

26.- J. A. Fernández Bañuls, 1986.

como si fueran una pena más, una pena que se pudiera añadir

a las restantes. Análogamente, el ‘reló de la Audiencia’

cuenta regularmente el tiempo numerable y medible, el tiempo

abstracto en el que pueden situarse las también cosas abstractas,

los acontecimientos ordinarios y reducibles a concepto

(días de la semana, fechas, momentos reducibles a la

idea que los expresa). Pero hay acontecimientos inconmensurables,

que no admiten medida común con ningún otro:

acontecimientos que colman la capacidad de medir. El mecanismo

de medida (el ‘reló’) entonces se bloquea, ya no se

puede seguir contando y midiendo, al ‘reló’ se le parte la cuerda.

Análoga saturación de los procesos de cómputo la canta

Carmen Linares en la siguiente soleá:

La pena de un ciego es grande

que no ve por dónde va.

Pero más grande es mi pena

que no se pudo contar.

Aquí se hace explícito lo que en los dos casos anteriores

permanecía implícito o se decía por metáfora: alcanzada cierta

magnitud, ya no se puede seguir contando (en ninguno de

los dos sentidos). En la siguiente toná, que cantaba Rafael

Romero, se aúnan los dos rasgos que hemos subrayado, la

paradoja y la desmesura:

A mí no contarme penas

porque ya tengo bastantes.

Soy un pozo de dolor

adonde no bebe nadie.

El autor se dice como un pozo, pero un pozo paradójico,

un pozo que se niega en su función principal: dar de beber.

Las penas que van contando deberían poder añadirse a las

suyas si las suyas fueran otras penas más. Pero no son suma-

115

bles: el pozo está colmado y ya no cabe suma posible. Si

alguien fuera a beber, el nivel del pozo bajaría y acaso pudieran

venir a añadirse otras penas al resto de penas que hubiera

quedado tras haber mermado el nivel. No obstante, si no

era posible la operación de suma, tampoco lo es la de resta:

de ese pozo no bebe nadie. Retomaremos el asunto de la resta

más adelante; pero detengámonos antes un momento en esta

cuestión de los límites de la operación de sumar.

Los etnomatemáticos y etnolingüístas han encontrado

numerosas tribus donde el curso de la operación de adición

alcanza un máximo más allá del cual, aunque se sigan agregando

unidades, la suma permanece ya invariable. Más allá de

cierta cantidad, todo añadido se mantiene obcecadamente

constante. No se trata de que, a partir de cierta magnitud, ya

no sepan sumar (como si sólo hubiera un modo de hacerlo y

ése fuera el que se enseña en nuestras escuelas). Yo más bien

diría que expresa cierta conciencia de los límites de todo

amontonamiento y el consecuente rechazo de lo que se tiene

por desmesurado o descomunal 27. Los recientes estudios del

psicolingüísta Meter Gordon con los indios piraha de la

Amazonia brasileña parecen confirmar esta solidaridad entre

el número y la percepción de las cosas. Para los piraha la serie

numérica es particularmente limitada, les basta con tres cifras:

“hói” (uno), “hoí” (dos) y “aibai” (muchos). Los experimentos

a que Gordon les sometió muestran que cuando un agrupamiento

de cosas excede lo que nosotros contaríamos como

cuatro, sea cual sea el total, ya les es indiferente. Este tipo de

observaciones no sería tan chocante si paramos en que nosotros

mismos, con frecuencia, no procedemos de manera muy

distinta. Cuando, por ejemplo, buscando comprar un piso, nos

ofrecen varios que rebasan cierta cantidad de cientos de miles

116

27.- Como ha estudiado el antropólogo Pierre Clastres (1974) para las comunidades

indivisas, que así se protegen contra la emergencia, desde su interior, de un poder separado.

de euros, ¿no es cierto que ya nos da lo mismo las cantidades

de que nos hablan, que ya no apreciamos la diferencia?

El árbol flamenco de la ciencia

Esta última copla ofrece todo un tejido de metáforas que,

al entrelazarse, multiplican los efectos de sentido, viniendo a

sintetizar admirablemente toda una singular concepción del

saber. Nos limitaremos a enunciar algunos de los juegos

metafóricos aquí encerrados, que bien pudieran ser objeto de

un análisis más minucioso.

Sobre el telón de fondo que entiende el saber o la ciencia

como un tesoro, destaca, en primer lugar, el juego del esconder/

encontrar como conjugación —que puede explicar la aparente

incoherencia mencionada— de un saber que es actividad

desde el interior del sujeto (el ‘yo’ que lo esconde) y de un

saber que es don o hallazgo (que la vieja encuentra): la ciencia

que es producto de la experiencia concreta individual

pasa a formar parte del caudal del saber colectivo (metafóricamente

situado en las raíces) de una cultura determinada,

que después se lo ofrece a sus miembros como un don, como

algo no producido por nadie pero que es propiedad común.

Por otra parte, el saber se piensa como un contenido

que se vierte, no en cualquier recipiente sino en ese recipiente

que es el olivo: un árbol 11 común en Andalucía y de

apariencia cincelada y agrietada por los años, como —se

supone— la cara de la gitanilla vieja. En el aspecto retorci-

105

10.- La inversión de lo alto y lo bajo que aquí se opera, así como la fusión entre los

opuestos don/construcción, se plasma también en ese “voz del pueblo, voz del cielo” que

sentencia el mirabrás que solía cantar Pericón de Cádiz.

11.- El magisterio del árbol es un lugar común en el flamenco, como en este fandango

de Huelva, donde se retoma también la concepción del saber como desengaño: “Por

un almendro he sabido/que las apariencias engañan, / muy blancas daba las flores / y

las almendras amargas.”

do del olivo parece expresarse el mismo dolor que se dice

en el quejío del cante. (La misma imagen de la gitana vieja

es también significativa: es la mujer, y en especial la mujer

anciana, la principal transmisora del saber cotidiano y

concreto).

Pero el saber no se esconde/encuentra en cualquier parte

del olivo, sino en sus raíces. Es un saber hondo/jondo. El olivo

es el árbol flamenco de la ciencia, y esconde/ofrece el fruto

del conocimiento en el lugar más opuesto posible al que lo

hace ese otro árbol del conocimiento que es el del Génesis.

Éste muestra sus frutos en las ramas —es decir, arriba y afuera—

mientras que aquél los esconde en las raíces —es decir,

abajo y adentro—, al abrigo de las luces.

Encontramos aquí una nueva expresión de anteriores

metáforas. Las ramas están a la luz; las raíces, en la

penumbra. Las ramas se yerguen arriba y afuera: como la

cabeza, origen del saber racional y abstracto; las raíces se

hunden abajo y adentro: como las tripas, origen de un

saber entrañable, que arraiga en las emociones y en lo

concreto.

La cultura popular que se expresa a través del flamenco

procede así, mediante un complejo juego de metáforas

entreveradas, a una inversión radical de los valores dominantes

y su manera de entender el saber y el conocimiento.

En particular, se invierte la identificación de lo valioso

con lo superior y lo no valioso con lo inferior (ya se entienda

el par superior/inferior en términos sociales o corporales

12), se invierte el elogio de las Luces y la denigración de

las sombras (las de la superstición o la ignorancia con que

suelen identificarse los saberes no académicos), se invier-

106

12.- Véase M. Bajtin,(1987). En lo que atañe a los cuerpos, esta inversión de los valores

desmiente la remisión universal de cualquier metáfora a un supuesto cuerpo ideal

(con su dentro/fuera, arriba/abajo, etc.) que Lakoff y Johnson sitúan en el origen de toda

actividad metafórica.

te la situación, la condición y el sexo del sujeto del saber...

Y, más allá de toda negación, se afirma —incluso con arrogancia—

la verdad de los márgenes: “El flamenco —sentencia

Rancapino— se canta con faltas de ortografía”.

La penumbra contra las Luces

Otro aspecto que habíamos mencionado es el de la inversión

de las metáforas lumínicas, habituales en el lenguaje

filosófico, en el lenguaje del flamenco. En la experiencia que

se dice en el cante, parece latir una concepción del saber

como penumbra, una forma de saber que las luces del saber

culto —¿el saber payo?— necesariamente opacan, por lo que

debe protegerse de ellas:

Con roca de pedernal

yo me hecho un candelero

pa’ yo poderme alumbrar

porque yo más luz no quiero:

yo vivo en la oscuridad.

Este fandango, en el que tanto se gustaba Camarón, alberga

una doble metáfora implícita. Existe una luz/conocimiento

102

8.- Citado por F. Gutiérrez Carbajo, 1990: 555.

que explícitamente se rechaza: aquélla que se opone a la luz del

candelero, anulándola por exceso de iluminación. A su vez,

esta semi-luz se caracteriza por dos rasgos. Uno, es una

luz/conocimiento hecha por uno mismo (“yo me he hecho...”),

que se orienta de dentro a afuera (como el saber desde la propia

experiencia, del que hablábamos antes), en oposición a la

luz/conocimiento que viene de fuera. Otro, es una luz —la de

la candela— que es más bien una penumbra, casi una ausencia

de luz, una pequeña luz desde la que defenderse del daño

de la gran luz, una luz que alumbra lo justo para no destruir un

hábitat singular: la oscuridad o penumbra. Esta doble metáfora

del saber como iluminación cuyo foco está en uno mismo y, a

la vez, como iluminación oscura, la volvemos a encontrar en

unas alegrías que también solía cantar Camarón:

Con la luz del cigarro

yo vi el molino;

se me apagó el cigarro

perdí el camino.

Ahora es el cigarro el que desencadena la actividad metafórica

que antes cumplía la candela: ambos permiten

conocer/iluminar, pero ambos lo hacen desde el sujeto hacia

su exterior y ambos lo hacen débilmente. Las ideas claras y distintas

que aporta la ilustración iluminista resultan ser engaños

de los que no se sale por una mayor iluminación sino —como

no podía ser de otra manera— por una atenuación de la claridad

y distinción, por una difuminación de los límites de las

ideas, y eso es precisamente lo que facilita la penumbra: no ver,

sino entrever. Como la tenue luz del ocaso, sólo las de la candela

o el cigarro permiten apreciar todos los tonos y matices que

quedan arrasados por el sol del mediodía.

También en esas alegrías podemos interpretar que existe

una referencia metafórica implícita a la diferencia entre dos

caminos o vías de conocimiento: el científico y el del cante. El

103

primero es una andadura hecha: basta con seguir el camino,

con seguir el método científico (en griego, mét-hodós = camino).

El segundo es una andadura por hacer: el camino se

alumbra (se trae al ser) al alumbrarlo, al irlo iluminando con

la tenue luz que emana del sujeto hacia el exterior (función

metafórica del cigarro), sin apenas despegarse de él.

Hay otro grupo de metáforas en las que el saber, la ciencia

o el conocimiento valiosos (pues los tres términos se usan

indistintamente, tanto para referirse al saber propio y valioso

como al ajeno y desvalorizado) se perciben como don, gracia

o favor. Éstos se caracterizan tanto por ser gratuitos (lo que es

coherente con la imposibilidad de convertirse en mercancía,

que veíamos antes) como por venir del exterior (lo que ahora

sí resulta incoherente con la metáfora del saber como producción

desde el interior). Así en el cante por caña:

Son la ciencia y el saber

favor que le debo al cielo,

pero cuando hablo contigo

toíto mi saber lo pierdo.

Además de la contraposición habitual entre ciencia y sentimiento,

entre el saber recibido y su desmoronamiento ante lo

singular inasible, el saber no es aquí una construcción del sujeto

9 sino un “favor”, algo recibido de afuera. Acaso esta incoherencia

se atenúe si atendemos a los distintos tipos de ‘afuera’ de

los que provienen unos saberes y otros. El saber rechazado proviene

de un afuera que es el de ‘los sabios’, el saber ‘culto’. El

saber valioso, en cambio, viene del cielo o —como dicen las

siguientes bulerías— de las raíces que se hunden en la tierra:

104

9.- Como tampoco lo es en los tangos que canta Carmen Linares: “Entre dos que bien

se quieren / no hay ausencia ni distancia,/ que los pensamientos vuelan / y los suspiros

alcanzan.” Antes que propiedad del pensante, los pensamientos se asemejan aquí a las

“ideas liebres” que persiguiera Bergamín.

En la raíz de un olivo

yo escondí toda mi ciencia

y se la vino a encontrar

una gitanilla vieja. 10

El desengaño y lo singular, fuentes de conocimiento

Numerosos cantes hablan del saber como fruto de la experiencia

concreta, en contraposición a un saber entendido

como adquisición de un cuerpo elaborado de contenidos formales

específicos. Así, en la copla popular que canta Carmen

Linares por soleá:

Presumes que eres la ciencia

y yo no comprendo así

por qué siendo tú la ciencia

no me has comprendido a mí.

La metáfora que personifica ‘la ciencia’ en ese ‘tú’ denuncia

aquí la incapacidad de esa forma de saber —el de la ciencia—

para comprender lo concreto y singular: el ‘mí’. El conocimiento,

pues, antes que un conjunto de respuestas prefabricadas

es un hallazgo, y un hallazgo personal, que cada uno

debe alcanzar; es decir, más que un sustantivo es un verbo,

como canta Rancapino por alegrías:

No preguntes por saber

que el tiempo te lo dirá,

que no hay cosa más bonita

que el saber sin preguntar.

98

Observamos cómo, además, al ser el saber un hallazgo y

no un conjunto de contenidos, no cabe otro maestro que la

propia experiencia, es decir, el tiempo: es el tiempo el que

enseña, el tiempo es el maestro. Esta metáfora se reitera en la

siguiente copla, que recoge el padre de los Machado 5:

El tiempo y el desengaño

son dos amigos leales,

que despiertan al que duerme

y enseñan al que no sabe.

En esta variante, el tiempo es un amigo, además de un

maestro: es un maestro amigo. De él se aprende desaprendiendo,

deshaciéndose de conocimientos que actúan como

engaños: saber es des-engañarse. Así también en la soleá:

Le estoy dando tregua al tiempo

p’a ver si con un desengaño

vuelvo a tu conocimiento”.

Esta concepción del conocimiento como desengaño

parece entroncar con toda la reflexión del barroco peninsular,

que culmina en El Criticón de Baltasar Gracián. Ante el

saber engañoso que habita en los monstruos engendrados

por el delirio de la Razón, sólo la des-con-fianza puede llevar

al conocimiento. Las resonancias con Nietzsche, buen

lector de Gracián, y con buena parte de la llamada posmodernidad

son evidentes: lo que pasa por verdad no es sino

una descomunal mentira compartida, un juego de representaciones

en cuya reverberación se ha olvidado el aliento de

las presencias vivas.

99

5.- Machado y Álvarez, 1985: 138.

Por eso el concepto de verdad que desarrolla el flamenco

está en las antípodas de la metáfora de la verdad como representación

que late bajo la concepción moderna 6:

Quisiera yo renegar

de este mundo por entero.

Volver de nuevo a habitar

—madre de mi corazón—

por ver si en un mundo nuevo

encontraba más verdad.

Para estas peteneras populares, la verdad no se define en

términos de ajustar los enunciados a esos hechos que la

modernidad sacraliza; bien al contrario, si los hechos (“este

mundo”) están mal hechos, se cambian por otros que sean

“más verdad” y conformen un mundo más “habitable”. Lo

cual tampoco quiere decir que sea la verdad la que se sacralice:

la verdad también puede ser engañosa, como cantaba por

tientos Bernardo el de los Lobitos:

Yo me fié de la verdad

y la verdad me engañó;

Cuando la verdad me engaña

¿de quién me voy a fiar yo?

La verdad no es, pues, concordancia con el mundo, pero

tampoco del pensamiento consigo mismo, como expresan

estas alegrías:

Quién va a comprenderme a mí

si yo misma no me entiendo,

digo que ya no te quiero

y estoy loquita por ti

100

6.- Véase R. Rorty, 1989.

En cualquier caso, tampoco es bueno calentarse demasiado

los sesos:

Tiro piedras por las calles

y al que le den que perdone,

tengo la cabeza loca

de tantas cavilaciones.

En todos estos versos puede considerarse que está presente,

de modo latente, la metáfora el saber es un contenido (G.

Lakoff y M. Johnson, 1991, pp. 67 ss.), y —considerado como

contenido— resulta un saber poco valioso. Sobre todo cuando

el continente es el universo de los sentimientos:

De los sabios de este mundo

a aquél que supiera más,

mételo tú en el querer

lo verás prevericar. 7

Mediante una doble metonimia, el saber se condensa en

los sabios y éstos en ‘aquél que supiera más’. Así concentrado,

el saber se convierte en un contenido que, ‘metido’ en ese

recipiente que puede ser metafóricamente ‘el querer’, se tambalea

y pierde su papel (suponiendo que ese ‘prevericar’

corresponda a ‘prevaricar’, ya sea en su acepción de “faltar

uno voluntariamente a la obligación del cargo que desempeña”

—el cargo de sabio, en este caso— ya en la de “desvariar”:

el saber ‘culto’ es, en el primer caso, una estafa, y en el segundo,

un delirio).

De esa contraposición entre un saber que es sustancia o

contenido y otro que es actividad o hallazgo, uno que es formal

e incapaz para conocer lo concreto y otro que es fruto del

101

7.- A. Machado y Álvarez, op.cit., p. 63.

tiempo y de la experiencia singular (desvalorizado el primero

y valorado el segundo), se sigue que este segundo no es susceptible

de convertirse en objeto de compra o venta.

Efectivamente, sólo cuando la actividad del producir se reifica

o cosifica en el producto puede la producción —en puridad

marxista— autonomizarse del productor y ser susceptible

de circular como mercancía. Eso es lo que parece expresarse

en la metáfora negativa: la ciencia no es mercancía:

Más vale saber que haber

dice la común sentencia;

que el pobre puede ser rico

y el rico no compra ciencia 8.

¿Una epistemología flamenca?

Cada decir alumbra un mundo. Alumbra: engendra, trae al

ser; alumbra: ilumina, trae a la vista. El decir filosófico, el teológico,

el científico o el mítico han alumbrado mundos que sin

94

1.- Frente a expresiones como ‘lírica popular andaluza’ o ‘cante gitano-andaluz’, usamos

a propósito una expresión borrosa como ésta para evitar las esencializaciones identitarias

de las que tantas plusvalías políticas suelen sacarse. Véase también nota 3

2.- Por imposición del lenguaje nos vemos obligados a llamar letras a lo que malamente

pueden serlo, pues sólo recientemente se han vertido a la escritura. Precisamente

uno de los rasgos más notables del saber flamenco es que, como el saber mítico, no se

escribe: se dice; más aún, a diferencia incluso de las narraciones míticas, no se dice: se

canta. Con ocasión de una invitación de la Casa de América en Madrid para ofrecer un

recital de ‘cantes de ida y vuelta’, Chano Lobato se excusó por haber olvidado muchas de

las letras y por tener que recurrir a unos papelillos donde las llevaba apuntadas; su lectura

durante el cante le provocó tal conflicto que, arrojándolos al aire, decidió seguir

improvisando bajo una nevada de gélidos papelillos.

ellos no hubieran sido. Hay un mundo que sólo ha sabido

decirse en el cante, un mundo que casi ni es mundo pues su

lugar es un no-lugar, en los márgenes de todos los lugares y

todos los mundos: márgenes de las ciudades, márgenes de la

escritura, márgenes de las clases sociales, márgenes de la ley:

“se prohíbe el cante”.

Cada forma de decir, cada discurso, incorpora una reflexión

sobre sí mismo y, en particular, una reflexión sobre su

modo de saber y sobre lo que le diferencia de otros modos de

saber. En este sentido puede hablarse de una epistemología

filosófica, de una epistemología científica... y de una epistemología

flamenca. En las letras de los cantes —y en el modo

en que se cantan— se expresa, se transmite y se recrea un

modo de vivir, una manera de saber y una indagación sobre

ese saber y sobre su especificidad. Prescindamos de que filósofos,

científicos y teólogos hayan tachado ese saber como

ignorancia (en contraste con la cual pueden los suyos presentarse

como saberes auténticos), para asomarnos a lo que las

gentes que se dicen en el cante piensan en torno al saber.

Para esta incursión, el análisis de las metáforas habituales

en las coplas flamencas se revela como una útil herramienta

hermenéutica. No porque, al encuadrarse en lo que viene llamándose

lírica popular, sea aquí la metáfora un recurso cognitivo

que sustituyera al trabajo conceptual, cuyo rigor y sistematicidad

—como suele creerse— no lograría alcanzar 3. El trabajo

de la metáfora tiene su propia forma de rigor y sistematicidad;

de hecho, bajo los conceptos más elaborados (como los de

la ciencia, las matemáticas o la filosofía) late siempre una

95

3.- Conviene recordar que sólo en los tres últimos siglos se ha venido imponiendo el

ensayo en prosa como género literario específico para la investigación y el pensamiento.

Pero investigación y pensamiento son también los que se han expresado -y se expresanen

los diálogos dramatizados de Platón, Galileo o Feyerabend; o los que recurren al género

narrativo, aún en primera persona, como lo hace Kepler en su Astronomia nova. No

parece, pues, de recibo descartar –como a menudo se hace- la lírica popular como género

literario legítimo para la elaboración y expresión del conocimiento.

metáfora, que —aunque sometida a meticulosos procesos de

ocultación— no deja de imponer su lógica a la que suele presentarse

como lógica puramente conceptual o formal. Si conceptos

como los de fuerza, presión o energía en física, o los de

función o raíz cuadrada en matemáticas, pueden analizarse

como conceptos metafóricos, hacer otro tanto con los conceptos

habituales en el cante nada tiene que ver con su adscripción

a un género literario u otro. Consideraremos, pues, el flamenco

como otro lenguaje especializado o sublenguaje, al mismo título

que lo son el filosófico o el científico, si bien su modo de formalización

característico no es la definición y argumentación

(como en el discurso filosófico) ni la matematización y demostración

(como en el científico) sino la versificación (métrica y

ritmo), el compás y la modulación vocal (Ph. Dossier, 1987).

Las metáforas que aparecen en los cantes pueden, por tanto,

considerarse en su dimensión cognitiva —y no necesariamente

en la poética— tanto como las que puedan aparecer en cualquier

otro tipo de discurso.

Tampoco el análisis metafórico prejuzga una supuesta

voluntad poética de algún posible autor individual. El ‘yo poético’

que habla en la lírica popular es un ‘yo colectivo’ y anónimo,

a través del cual se expresa el saber y el sentir de ciertas

gentes, las que —en su origen— suelen caracterizarse como

creadoras de la cultura gitano-andaluza 4. La posible voluntad

de artificio o de ‘hallazgo poético’ que hubiera podido animar

al ocasional autor individual original, al pasar por el tamiz de

reiteradas interpretaciones y audiciones (A. Gª Calvo, 1991), se

va modificando, decantando, asumiendo e incorporando por

96

4.- No es este lugar para entrar en la debatida cuestión del carácter específicamente

gitano, o andaluz o simplemente popular del flamenco. Asumimos, sin más, que a través

del cante se manifiesta cierta forma de saber popular -sea gitano, andaluz o lo que sea,

pero en cualquier caso un saber no “culto”- que encuentra aquí su expresión más propia

y acabada; una forma de saber que - para el pueblo gitano, por ejemplo- apenas encuentra

otro vehículo mediante el que manifestarse.

los hablantes —los cantaores— hasta constituir una forma de

expresión propia y colectiva (no otra cosa hace, aunque

mediante otros procedimientos, la comunidad científica con

los hallazgos individuales). Aún en el caso de que un minucioso

estudio filológico pudiera rastrear una supuesta metáfora

original, lo significativo es que ésta ya no es dicha como tal

metáfora, sino como expresión natural y propia de las cosas tal

y como son para quienes se sienten expresados en los cantes.

De entre los muchos conceptos construidos metafóricamente,

aquí hemos seleccionado el concepto de ‘saber’ o

‘conocimiento’ por dos motivos principales. Por un lado, es un

concepto lo bastante duro como para evitar ser confundido

con otros conceptos más fácilmente poetizables de un modo

artificioso, como los habitualmente tenidos por propios de la

lírica —como los relacionados con la belleza o las pasiones—

o los relacionados más inmediatamente con la vida cotidiana

—como los referentes al trabajo o las relaciones de parentesco.

Por otro, se trata de un concepto que otros discursos han construido

también metafóricamente, lo que nos puede permitir

algunos esbozos comparativos. Así, por ejemplo, en el lenguaje

de numerosas religiones el concepto de ‘conocimiento’ se

construye a través de la metáfora de la revelación, es decir,

como des-velamiento de lo que estaba oculto y viene a manifestarse.

Esta construcción metafórica emparenta este concepto

con el que de él suele hacer uso el lenguaje de la ciencia

cuando habla de descubrimiento científico, donde también se

entiende el conocimiento como des-velamiento de lo que

estaba velado o cubierto. En el lenguaje filosófico también el

saber se entiende fundamentalmente a través de metáforas

lumínicas —al menos para ciertas tradiciones, como la platónica

(mito de la caverna) o la ilustrada (iluminismo). Estas

metáforas se presentan asímismo en el lenguaje científico,

tanto cuando atiende a su dimensión experimental (hechos

observables, muestra empírica, etc.)como cuando recurre al

aparato lógico (de-mostración, teoría, e-videncia, etc.).

97

Pues bien, la construcción flamenca del concepto de saber

participa de alguno de los significados metafóricos antes aludidos,

pero con algunas diferencias decisivas. En algunos

casos incorpora importantes matices característicos (por

ejemplo, el saber como don, que en el discurso religioso suele

venir de arriba pero que en las coplas flamencas viene de

abajo). En otras ocasiones los cantes invierten por completo

el sentido de la metáfora (por ejemplo, frente al saber como

iluminación propio de la filosofía de las Luces, se contrapone

un saber al que más bien le conviene la penumbra).

La construcción retórica de la imagen pública de latecnociencia

La construcción retórica de la imagen pública de la tecnociencia: impactos, invasiones y otras metáforas.

Hablar del impacto (social o ambiental) de la ciencia, o de

ésta o de aquélla tecnología, es un tópico es nuestros días. Se

encargan estudios de impacto, se evalúan impactos, se convocan

foros para analizar impactos, se denuncian impactos,

se gestionan impactos... Como todos los lugares comunes,

éste del impacto revela tanto como oculta. Revela una preocupación

social por las consecuencias del llamado desarrollo

científico y técnico (‘técnico’ y no ‘tecno-lógico’, pues hace

referencia al desarrollo de ciertas artes o artefactos y no al del

discurso/logos sobre ellos). Oculta una manera muy particular

de entender la ciencia y la técnica. A desvelar algo de esa

ocultación se dedica este apartado.

La imagen pública de la ciencia y, en consecuencia, el

modo en que la sociedad reacciona ante sus efectos más

notorios, viene construida por todo un complejo de factores.

La imagen ideal que, por ejemplo, suelen ofrecer epistemólogos

y moralistas sobre lo que la ciencia debe ser contribuye

poderosamente a conformar lo que de ella se percibe y se

73

* Artículo publicado en Política y Sociedad, 23 (1996): 137-146.

espera. La imagen construida por los medios de comunicación/

formación de masas de lo que la ciencia realmente es y

hace conforma aún más, por su mayor difusión, esa percepción

social de la ciencia y de sus efectos. Las estrategias de

presentación utilizadas por estos medios son de órdenes muy

distintos y no siempre evidentes. Así, la percepción de un

mismo problema medioambiental es muy diferente según la

categorización implícita del mismo que supone su publicación

en la sección de política, en la de sociedad, en la de sucesos

o en la de economía (nunca, por cierto, en la de cultura).

O bien, la alarma provocada por un desastre ecológico o por

la implantación de una nueva técnica se atenuará con la presencia

de una bata blanca en la pequeña pantalla 1.

Entre estas estrategias retóricas, tienen una singular eficacia

persuasiva aquéllas que se basan en una metáfora directriz

que articula y da coherencia a toda una orientación discursiva.

En especial, cuando esta metáfora central, por lo habitual de su

uso, ya no se percibe como tal metáfora sino como expresión

de las cosas tal y como son. Ése es el caso de metáforas como la

del impacto o la de la invasión, que —como veremos— suelen

articularse entre sí para multiplicar su efecto retórico.

La demarcación como guerra

A la luz de esas estrategias (y el uso metafórico del término

“estrategia” es aquí consciente, pues sus referencias bélicas

son del todo apropiadas al tono beligerante de estos discursos:

“asedio”, “acoso”, “adversario”, “rebelión”...) adquieren nuevos

relieves los discursos habituales sobre los impactos sociales de

la ciencia y la no menos habitual contraposición retórica a

invasiones y amenazas. El manifiesto de Heidelberg, firmado

por más de 250 personalidades científicas, entre las que se

encuentran 50 premios Nobel, advertía con ocasión de la

Conferencia de Río de Janeiro:

“Nosotros, los abajo firmantes, miembros de la comunidad

científica e intelectual internacional (...), nos sentimos

inquietos por asistir, en la aurora del siglo XXI, a la emergencia

de una ideología irracional que se opone al progreso científico

e industrial (...) Nos adherimos por completo a los objetivos

de una ecología científica basada en la consideración, el

control y la preservación de los recursos naturales. Pero exigimos

formalmente por el presente manifiesto que esa consideración,

ese control y esa preservación estén fundados sobre

criterios científicos y no sobre prejuicios irracionales (...)

Nuestra intención es afirmar la responsabilidad y los deberes

de la ciencia hacia la sociedad en su conjunto. Sin embargo,

advertimos a las autoridades responsables de nuestro planeta

contra toda decisión que se apoye en argumentos seudocientíficos

o sobre datos falsos o inapropiados (...) Los mayores

males que amenazan a nuestro planeta son la ignorancia

y la opresión, no la ciencia, la tecnología y la industria.”

Como es habitual, los criterios y el rigor científico que se

reclaman no se aplican en ningún momento a dilucidar en

89

qué consiste la irracionalidad de lo que se denuncia como

irracional ni la racionalidad de lo que reclama para sí toda

racionalidad posible. El manifiesto se limita a contraponer reiteradamente

la mención a unos ‘criterios científicos’ con los

‘prejuicios irracionales’, como si unos y otros hubieran estado

definidos y acotados desde siempre y como si la frontera entre

ambos fuera fija, impermeable e inmutable. Se supone que la

competencia lingüística del lector —construida, a su vez, por

este tipo de discursos— es capaz de identificar sin ambigüedad

ambas categorías —ciencia e irracionalidad. No obstante

lo cual, el discurso entero se concentra tan sólo en reconstruirlas

retóricamente, y —en particular— según una retórica

bélica: “advertimos contra...”, “se opone al...”, etc.

La retórica de la invasión impregna todo el manifiesto.

Aunque el supuesto invasor (una ideología irracional, la ignorancia,

los argumentos seudo-científicos) es más antiguo que

la misma ciencia, se presenta como una ‘emergencia’, induciendo

en el oyente la connotación de los dos sentidos que

abarca ese término: un accidente que sobreviene y reclama

una reacción, pero también algo que emerge, brota de un

exterior sin haber adquirido aún ni una forma definida ni el

volumen que está llamado a adquirir. Ante ello, nada más

propio que la comunidad científica se sienta ‘inquieta’ y el

planeta ‘amenazado’.

La retórica del impacto, bien está implícita, bien evocada

por contraste respecto de la de la invasión. Aunque su

aparición histórica sea bastante más reciente que la de los

prejuicios irracionales, la ciencia no se presenta emergiendo

—como aquéllos— sino como algo que está ahí, rotundo

y entero. Por ello, frente al anonimato y dispersión de sus

oponentes, los representantes de la ciencia forman un

grupo compacto y coherente (‘la comunidad científica’) y

perfectamente identificable (‘los abajo firmantes’).

Tanto la ciencia como su encarnación social, la comunidad

científica, aparecen así como exteriores a lo social, como

90

entidades cuasi-naturales que obedecen a una ley semejante

a las de la física: ese “progreso científico e industrial” que se

presenta con la trayectoria ciega pero previsible del meteorito.

Lo social viene después, pero sólo después. La ciencia, ese

objeto autónomo y exterior, asume “la responsabilidad y los

deberes” hacia “la sociedad en su conjunto”. Como viene

implicado por la metáfora del impacto, la sociedad juega un

papel pasivo, sufre el impacto y ha de confiar en la responsabilidad

de algo que ella no construye ni controla.

Es característico de la atribución metafórica el que no sólo

modele cierta forma de percepción sino que bloquee otras: al

percibir A en términos de B, deja de percibirse en términos de

C, o de D... Así, la metáfora del impacto bloquea, por ejemplo,

la posible consideración de la actividad científica como una

actividad social, sometida a los mismos intereses y prejuicios

irracionales que “la sociedad en su conjunto”, aunque numerosos

estudios sociológicos y antropológicos de las prácticas

científicas apuntan precisamente en esa dirección; o bloquea

también una percepción de lo social como sujeto de alguna

forma de racionalidad, toda vez que el monopolio de ésta

queda confinado en el interior de una comunidad científica

cuyo exterior aparece habitado tan sólo por prejuicios irracionales,

ignorancia y opresión; o bloquea asimismo la posible

consideración de los numerosos tránsitos habidos -y por

haber- entre esos dos bandos que se presentan en lucha abierta,

ya se trate de los continuos casos de ideologías irracionales

que acaban pasando a incorporar el cuerpo de la ciencia

(desde la que se llamó acción a distancia hasta la acupuntura,

el neolamarckismo o los números absurdos), ya de las no

menos frecuentes ocasiones en que reputadas teorías avaladas

por todo tipo de criterios científicos se ven expulsadas,

con el paso del tiempo y por los mismos científicos, al infierno

social de los prejuicios irracionales felizmente superados.

Esta permeabilidad de las fronteras entre la ciencia y la

no-ciencia, entre los criterios de rigor científicos y los prejui-

91

cios irracionales, es precisamente la que pretende atajar la

retórica bélica al distribuir en dos bandos antagónicos todo el

complejo de prácticas sociales y modos de conocimiento que

entran en juego. La metáfora bélica viene así a cumplir una

doble función. Por un lado, una función estrictamente discursiva:

las posibles incoherencias metafóricas a que pueda

conducir el desarrollo sistemático de las metáforas del

impacto y de la invasión (el hecho de que el blanco del

impacto reaccione o pretenda atajarlo, la percepción —por

una parte creciente de la sociedad— de los efectos de la técnica

en términos de invasión y no de impacto, etc.) 8 quedan

difuminadas al integrar ambas metáforas bajo la cobertura de

una metáfora más amplia y radical, como es la metáfora bélica.

Por otro lado, esta metáfora cumple un papel epistemológico,

pues presta actualidad, rotundidad y evidencia a los clásicos

criterios epistemológicos de demarcación científica, ya

obsoletos incluso entre numerosos epistemólogos. Cuando

los criterios kantianos o popperianos de demarcación entre

ciencia y metafísica (o seudociencia) caen bajo sospecha de

ser ellos mismos metafísicos, o cuando no consiguen difundirse

más allá de los círculos académicos, resulta mucho más

eficaz restablecerlos retóricamente por evocación de una ciudad

de la ciencia donde la razón resiste heroicamente el asedio

a que la someten oleadas de irracionalidad.

92

8.- La encuesta realizada por Sofres en 1993 sobre la actitud de los franceses ante las

paraciencias arroja algunos resultados sorprendentes. El interés por la ciencia no sólo no

hace disminuir la “creencia en” las paraciencias sino que acrecienta el interés por éstas,

hasta el punto de que -por niveles de estudios- el grupo de los licenciados superiores en

alguna carrera científica está en segundo lugar de los “creyentes”, sólo por debajo de

quienes tienen estudios secundarios y bastante por encima de los licenciados en carreras

de letras. Respecto de la frontera entre los que se presentan como bandos enfrentados,

casi la mitad de los franceses están convencidos de que las que hoy se consideran

seudociencias serán admitidas mañana como “ciencia oficial”. Las reflexiones sobre esta

encuesta, desarrolladas en el Coloquio de la Villete, pueden seguirse en La pensée scientifique

et les parasciences, Albin Michel, París, 1993.

Alteración metafórica

Para poner de manifiesto la eficacia del dispositivo metafórico

en construir las percepciones y emociones basta con

alterar o sustituir una metáfora habitual por otra, una vez que

se ha logrado identificarla como tal metáfora. Basta con sustituir

la metáfora cosmos/máquina por la de cosmos/organismo

para saltar de la mecánica celeste a la ecología (por

cierto, incluso el término fijo de ambas metáforas —el ‘cosmos’—

es él mismo metafórico: percibir el mundo como cosmos

no es percibirlo de cualquier manera, sino de una muy

especial: es percibirlo militarmente, aunque para nosotros

eso resulte ya natural. Cosmein, en griego, designa la actividad

del general que dispone sus tropas en orden de combate.

Y disponer el universo como un campo de batalla —antimilitarismos

al margen— no es una operación inocente).

Otro ejemplo, éste matemático. Entender la sustracción en

términos extracción es la metáfora implícita habitual entre los

matemáticos griegos; lo cual les permite ver operaciones como

‘4 - 3’. Pero, según esa metáfora, es imposible ver cómo de 3 se

pueden sustraer/extraer 4: operación imposible, puro sinsentido,

concluirá el genio griego. Basta sustituir esa metáfora por la

que asimila sustracción a oposición para que ahora aquella

operación imposible venga a tener sentido y pueda llevarse a

cabo. Ésta era la metáfora implícita habitual entre los matemáticos

chinos desde los tiempos inmemoriales del I Ching.

Pues bien, hagamos otro tanto con las metáforas del impacto

y de la invasión. Y hablemos, por ejemplo, de “minimizar el

impacto del curanderismo sobre la sociedad”, de “la ola de

racionalidad que nos invade” o de “atajar la invasión de la

sociedad por la ciencia”. Las mismas expresiones en las que

antes ni habíamos reparado, ahora chirrían. Es más, ni siquiera

86

nos parecen expresiones con sentido. Que la ciencia nos invada

suena tan absurdo como estar rodeados por una sola persona

o decirnos invadidos por la bala que ha venido a alojarse en

nuestro brazo. De una ciencia cuya imagen se ha construido

retóricamente en torno a la metáfora del impacto no le son predicables

atributos que corresponden a una retórica de la invasión.

Y recíprocamente, ¿cabe figura más incongruente que la

de una “ola de racionalidad” cuando la imagen de la racionalidad

se ha construido retóricamente por semejanza a un objeto

(la razón se tiene o se pierde) único y compacto? 6 ¿Y cómo imaginarse

al cuaranderismo impactando sobre nosotros? Cada

metáfora no sólo distribuye efectos éticos, estéticos o emocionales,

sino la propia atribución de sentido: hace que ciertos

enunciados signifiquen y otros repugnen al entendimiento.

Explotando aún un poco más este análisis, el hecho de que

el agente de una invasión sea múltiple y el de un impacto sea

único, permite la cuantificación de los invasores con efectos

retóricos. “Se estima —pondera nuestro científico— que tan

sólo en España hay unos 50.000 profesionales que viven del

Tarot, de la superchería, del I Ching, del curanderismo, de la

adivinación, de los supuestos fenómenos paranornales, etc., a

los que acuden entre dos y tres millones de clientes al año. Esto

mueve en nuestro país la friolera de unos 25.000 millones de

pesetas al año” 7. Al margen de la verosimilitud de las cifras,

sobra decir que una desagregación semejante (enumerativa y

numerativa) no se ve completada con la de quienes “viven de”

un objeto único y compacto como la ciencia. Éstos no constituyen

un agregado caótico sino que forman una comunidad, la

comunidad científica. Los dineros que obtiene esta comunidad

no son dineros que ella “mueve” sino dineros “invertidos”,

87

6.- “La ciencia es única y occidental, y debería permanecer así”, decía Michel

Foucher, Director General del Observatoire Européen de Géopolitique y miembro del

grupo de expertos de la Comunidad Europea, Ibíd., p. 167.

7.- Ibíd., p. 154.

cuyo monto total nunca constituye una “friolera” sino que

siempre se presenta como escaso. Tampoco su actividad se

nombra con un despectivo y difuso “esto” (o “el movimiento de

marras” con que Bunge alude a la nueva sociología de la ciencia),

sino que constituye un objeto bien definido y compacto:

la ciencia, la tecnología. Aunque el científico de nuestros días

no suela tener otra fuente de ingresos que su actividad profesional,

tampoco se le presenta como alguien que “vive de eso”,

pues —como ya instituyó Merton— su actividad es, por definición,

desinteresada. ¿Cabe suponer que una bala o un meteorito

se muevan por intereses y no por un impulso ciego dotado

de racionalidad propia? Son los invasores quienes, también por

definición, actúan movidos por intereses: conquistar territorios,

captar nuevas clientelas, expandir sus dominios.

No entraremos aquí a considerar si estas imágenes de la

ciencia y de las pseudociencias se corresponden o no con lo

que dichas prácticas hacen realmente, ni en la cuestión —aún

más compleja— de si hacen algo realmente, es decir, si hacen

algo más que construir imágenes y representaciones (aunque

numerosos estudios en sociología de la ciencia parecen contestar

negativamente a ambas cuestiones). Tampoco entran

en esas minucias los científicos, divulgadores o gestores. En

sus discursos habituales —como los que hemos estado considerando—

no aparece el menor análisis sobre la cienticifidad

de la ciencia ni sobre la pseudocientificidad de las pseudociencias:

ambas se presuponen... y se construyen retóricamente.

¿Cuántos científicos siguen efectivamente el método

científico? ¿Existe tal método en otro lugar que no sea en las

mentes de los epistemólogos? ¿Qué pasa con las pseudociencias

de ayer -desde la acción a distancia hasta la acupunturaque

hoy son tenidas por ciencia? ¿Y con tanta ciencia que ayer

era científica y hoy se ha relegado al olvido o se recuerda

como mero residuo de supersticiones superadas? ¿Por qué

tardó más de veinte siglos la matemática europea en asimilar

el álgebra implícita en el I Ching? Hacerse este tipo de pre-

88

guntas anularía inmediatamente el efecto retórico buscado.

Tal efecto funciona precisamente porque las respuestas se

presuponen y, al mismo tiempo, se refuerzan mediante estrategias

retóricas como las del impacto o la invasión.

Metáforas que se refuerzan

Pero donde el efecto retórico de ambas metáforas adquiere

mayor fuerza es en el movimiento de su contraposición y

alternancia. Ambas comparten un núcleo estructural común:

en ambas hay un agente (la ciencia como meteorito; las pseudociencias

o los jóvenes turcos como el invasor) y en ambas

hay un paciente (la sociedad). El paciente es el mismo sólo

aparentemente, pues el efecto retórico de cada una de las dos

metáforas induce percepciones y actitudes diferentes: no es

82

la misma sociedad la sociedad que se concibe sufriendo un

impacto que la que sufre una invasión, como tampoco son las

mismas actitudes las que se pretende despertar en cada caso

entre sus miembros. En ambos casos, ciertamente, la sociedad

padece la agresión de un agente externo; pero el agente

agresor es muy distinto y, por tanto, también lo son las reacciones

inducidas.

a) En primer lugar, el agente de un impacto (meteorito,

bala, puño o ciencia/técnica) es único, compacto, homogéneo;

quien quiera hacer frente al impacto de la tecnología

nuclear, por ejemplo, habrá de vérselas —llegado el caso— con

la ciencia toda, hecha puño, pues ciencia no hay más que una,

cuya compacidad y homogeneidad están probadas tanto por

la obediencia a un único método (el método científico: ese

otro gran artificio retórico) como por la unanimidad que, a

estos efectos, suelen exhibir científicos, epistemólogos, políticos

y moralistas. La ciencia —frente a una amenaza de invasión—

es toda una civilización al unísono. El agente de una

invasión, por el contrario, es múltiple y difuso, carece de forma

identificable. Más que un objeto es un proceso (Galindo), algo

inestable (Kirby) y no homogéneo (Bunge). Pueden invadirnos,

como ejemplos típicos, una plaga, un virus, una potencia

extranjera, o la tristeza. Un impacto viene producido por un

objeto, mientras que una invasión actúa por oleadas, es más

bien un movimiento producido —en caso de llegar a concretarse

en elementos— por entes heterogéneos. Frente a la

rotundidad y cohesión del agente impactante, la informidad y

heterogeneidad del agente invasor desencadena en el paciente

de la invasión sensaciones bien distintas. Psicológicamente,

resulta intranquilizador, amenazador. Éticamente, se asocia

con el mal, pues así como el Bien connota unicidad, el mal

emparenta con la multiplicidad: mi nombre es Legión, dice

Satán. Estéticamente, mueve a la repulsión (para esa estética

apolínea donde lo borroso, informe o indefinido evocan

imperfección y repugnancia). De la oposición Uno/múltiple

83

evocada por la oposición de ambos agentes —meteorito/invasores—

se derivan así efectos retóricos bien distintos.

b) Un impacto es localizable: el meteorito, la bala, la ciencia

impactan en un punto preciso. Su trayectoria es lineal y,

por lo tanto, incide sobre la superficie social en sólo un punto.

Sus efectos son, pues, locales y controlables; no tiene sentido

el pánico. Una invasión, en cambio, es ubicua y proteica: los

virus, la tristeza, las seudo-ciencias o los bárbaros se filtran

por doquier, son agentes mudables, heterogéneos, difusos. “La

ola de irracionalidad que nos invade” abre toda una superficie

de incidencia en el cuerpo social. Esta superficie, además, no

es una superficie de contornos definidos, como las familiares

figuras euclídeas, sino fractal, caótica, como corresponde a la

incidencia de una ola. Las reacciones de temor y de defensa

están en este caso sobradamente justificadas.

c) El impacto —de una bala o de una técnica— es el resultado

final de la trayectoria que sigue un cuerpo, por tanto, el

momento, el lugar y las dimensiones del impacto son previsibles:

eso reconforta. Una invasión, sin embargo, no sigue una

pauta predefinida, puede sobrevenir en cualquier momento y

lugar, hacerlo subrepticiamente (como “una rebelión generalizada”)

o por oleadas, es imprevisible: eso desazona.

d) La oposición impacto/invasión permite, además, construir

la identidad de cada uno de los polos por referencia al

otro. La invasión siempre lo es de seres extraños (virus, bárbaros,

curanderos, extraterrestres, sabios taoístas manipulando

los palillos del I Ching). Frente al desasosiego de lo

extraño/extranjero que amenaza con invadirnos, su opuesto,

el objeto impactante, resulta familiar, casi tranquilizador.

e) En consecuencia, la actitud que cada una de las metáforas

induce en el paciente es bien distinta. El impacto es inevitable:

es inútil pretender luchar contra la bala, la ciencia o

esta o aquella tecnología. Por fortuna, sus efectos son locales

y previsibles, todo está bajo control; frente a un impacto

siempre cabe protegerse, minimizar sus efectos negativos.

84

Ahora bien, una invasión sí es evitable; frente a ella no sólo

cabe la lucha sino que parece la única actitud posible, pues

ahora es todo el cuerpo el amenazado (el cuerpo físico, por

los virus; el cuerpo planetario, por los extraterrestres; el cuerpo

social, por las seudociencias). “¡Hay que atajar ese proceso!”,

clama el físico. Una bala, la ciencia, la informática, no se

atajan, no se combaten. Tendría tan poco sentido como

hablar de minimizar el impacto del Tarot en nuestra sociedad.

Frente a una invasión sólo cabe rearmar al cuerpo amenazado:

con fusiles, con vacunas o con la verdad verdadera:

“la mejor manera de hacer frente a la ola de irracionalidad

que nos invade —recomiendan, ahora al unísono, moralistas

y científicos— es difundir los logros de la ciencia entre la

población”. El agente cuyo impacto antes podía amenazarnos

se convierte así —ingerido y asimilado ahora como vacuna—

en la mejor arma para librarnos de la invasión.

f ) La oposición retórica de ambas metáforas consigue,

además, otro efecto paralelo. La ola no se dibuja en ninguna

geometría conocida; el que la irracionalidad nos invada y que

lo haga por oleadas redunda por dos veces en su carácter irracional.

Por si cupiera todavía algún atisbo de que los bárbaros,

la tristeza o el I Ching tuvieran alguna forma de racionalidad

propia, la reiteración retórica de imágenes caóticas (la

ola, la invasión, inestabilidad, rebelión) les excluye de todo

ámbito de racionalidad posible. Por simetría, su opuesto retórico,

el objeto impactante, aparece dotado automáticamente

de un plus de racionalidad: a la racionalidad connotada

directamente por su asimilación con un proyectil se une la

evocada indirectamente por su oposición a una oleada.

Estas metáforas son tan comunes que nos pasan desapercibidas.

Con su uso reiterado, han cristalizado en tópicos o en

conceptos, borrando las huellas de su origen metafórico. Es

precisamente esa naturalidad adquirida (por el olvido del

artificio que la origina) lo que las hace tan eficaces. Más que

metáforas que decimos, son metáforas que nos dicen. Nos

85

dicen lo que debemos ver y lo que no, así como la manera en

que debemos verlo; lo que debemos sentir y lo que no, así

como la manera en que debemos sentirlo.

La retórica de la invasión

Pese a la ausencia de reacción que le corresponde al paciente

de un impacto, tanto el medio ambiente como ciertos sectores

sociales se empeñan en reaccionar a despecho del papel

inerte que les atribuye la metáfora, lo cual es una anomalía

para la coherencia metafórica. Cuando esta incoherencia se

hace manifiesta por la reacción activa del medio (del medio

ambiente: desastre ecológico; del medio social: críticas ecologistas

o desconfianza popular hacia la tecnociencia), la retóri-

80

ca del impacto suele deslizarse hacia otra retórica complementaria

que permita integrar y disolver la incoherencia. Aquí es

donde entra en juego otra poderosa metáfora, la metáfora de la

invasión. La oposición de ambas metáforas —impacto e invasión—

redistribuye papeles y efectos retóricos que adquieren

su mayor coherencia cuando ambas se integran, mediante

alguna metáfora bélica, en un discurso que presenta a los

agentes respectivos —ciencia/técnica e invasores— en bandos

antagónicos. Veámoslo con cierto detalle.

En los debates habidos en el mencionado Encuentro sobre

Ciencia, Cultura y Tecnología, Alberto Galindo, miembro de

numerosos departamentos de física de instituciones internacionales,

denuncia “el asedio a la racionalidad” por parte de

“la ola de irracionalidad que nos acosa” y clama por “atajar

ese proceso”. El frente del asedio está formado por cuantos

viven de “el Tarot, la superchería, el I Ching, el curanderismo,

la adivinación, los supuestos fenómenos paranormales, etc.”

4. Por su parte, Michel Foucher, miembro del grupo de expertos

de la Comunidad Europea, apunta que “el nuevo adversario

es la inestabilidad, la irracionalidad” 5. Asimismo, veíamos

cómo Mr. Kirby deducía del hecho del impacto la necesidad

de crear nuevas instituciones “porque sin ellas la sociedad

impedirá irracionalmente el progreso científico o permitirá

que la ciencia y la tecnología vayan a donde les plazca”.

La ola de irracionalidad con que nos acosa el nuevo adversario

se extiende incluso a sectores académicos y “pretendidamente”

científicos. La “novísima sociología de la ciencia”

forma parte —para Mario Bunge (1991a, 1991b)— de una

“rebelión generalizada contra la ciencia y la técnica”, que “no

es un movimiento homogéneo (pues) comprende a marxistas

y fenomenólogos, realistas a medias y subjetivistas”, tiene

81

4.- Ibíd., pp. 154 y 171.

5.- Ibíd., p. 168.

“adeptos en todas las partes del mundo” y sus practicantes

son “jóvenes turcos” que “han abrazado una parte central del

credo nazi”.

David Bloor (1998) ha observado cómo la defensa de la

pureza de la matemática que hace Frege en Los fundamentos

de la aritmética, contra los intentos de Stuart Mill de psicologizarla,

“está impregnada de un discurso sobre la pureza en

peligro; él (Frege) suscita sin cesar imágenes de invasión, de

penetración y de amenaza de ruina (...), insiste en la distinción

entre, por una parte, lo brumoso, lo confuso y lo fluctuante,

y, por otra, lo que es puro, ordenado, regular y creativo”.

Éste es el núcleo de la retórica de la invasión.

Antes de entrar a analizar su lógica interna, es de destacar

una diferencia significativa entre los sujetos de la enunciación

de los discursos que articulan cada una de las mencionadas

retóricas. Aunque ambas se complementan y refuerzan mutuamente,

la retórica del impacto resulta acentuada en los discursos

de los llamados expertos y administradores de la cosa

pública: las consecuencias de los impactos son gestionables y,

por tanto, amplían el ámbito de poder de los gestores. El énfasis

en la retórica de la invasión, en cambio, es propio de epistemólogos

y científicos, pues parece contribuir más directamente

a legitimar su status y defenderse del intrusismo de los invasores:

ese turbio ejército en el que militan desde pensadores

débiles y posmodernos hasta echadoras de cartas y chamanes.

La retórica del impacto

De la proliferación de discursos articulados en torno a la

metáfora del impacto, seleccionaremos dos que resultan especialmente

ilustrativos a efectos de análisis, tanto por el prestigio

mundial de sus locutores como por el modo ejemplar en

que despliegan los efectos retóricos de esa metáfora y la

engarzan con otras metáforas de refuerzo. Uno es el que articula

las discusiones sobre relaciones entre ciencia, técnica,

ética y sociedad mantenidas en 1993 por expertos internacionales

con ocasión del Encuentro convocado por la Fundación

BBV 2; el otro es el llamado Manifiesto de Heidelberg, publicitado

con ocasión de la Conferencia de Río de Janeiro.

En el primero de los foros mencionados, la intervención

de Michael Kirby, ex-presidente de sendos comités de la

OCDE sobre Seguridad y sobre Principios de Protección de la

Intimidad, empezó planteando cómo “una de las características

más notables de nuestro tiempo es el impacto de la ciencia

y la tecnología sobre la sociedad. Me referiré a algunas

cuestiones éticas que se plantean como consecuencia de ese

impacto”. Aparentemente, aún no ha entrado en materia, no

ha hecho más que constatar un hecho del que se derivan ciertos

problemas: ¿cómo evitar “que la ciencia y la tecnología

vayan donde les plazca”, sin freno alguno, sin dar por ello vía

libre a que “la sociedad impida irracionalmente el progreso

científico”, movida por temores basados en la superstición o

la ignorancia? ¿Qué organismos deberían ser competentes

para evaluar y controlar esos impactos: el poder político, o

77

2.- Encuentro Intercultura sobre Ciencia, Cultura y Tecnología, celebrado en

Jarandilla de la Vera (Cáceres) en enero de 1993, organizado y patrocinado por la

Fundación Banco Bilbao Vizcaya.

sea, los parlamentos, el poder judicial, comités éticos, comités

de expertos? 3

Pues bien, da lo mismo la respuesta que se dé a estos interrogantes,

porque la cuestión principal ya se había respondido

antes de empezar a lanzar las preguntas. Se ha respondido en

algo que nos había pasado desapercibido, en la selección inicial

de los términos en los que se ha formulado el problema, en el

mero hecho de formular la cuestión en términos de una metáfora

bien concreta: la metáfora del impacto: la ciencia y la tecnología

impactan sobre la sociedad. (¿Habrá que seguir aclarando

que utilizar esa metáfora no es un ‘mero hecho’? ¿que no

hay hechos que sean meros? ¿que todo hecho es eso: algo que

se ha hecho, algo que alguien ha fabricado para algo?). Toda la

cascada de evocaciones, derivaciones y connotaciones que suscita

esa metáfora da pie a toda una retórica —la retórica del

impacto— que será tanto más eficaz cuanto más desapercibida

nos haya pasado la metáfora que la permite funcionar.

“Impacto”, según el Diccionario de uso del español de

María Moliner, tiene como principal acepción la de “choque

de un proyectil u otra cosa lanzada contra algo”. Para

Corominas significa “choque con penetración, como el de la

bala en el blanco”. La cascada de evocaciones y connotaciones

que vienen implicadas por éste término podrían desglosarse

como sigue:

a) Impacto está en relación paradigmática, desde el punto

de vista del sufijo, con términos como compacto, abstracto,

exacto, intacto, contacto... Y, desde el punto de vista del prefijo

in, con términos que evocan penetración: introducción,

inclusión, inyección... Como observara Saussure, ambos tipos

de asociaciones morfosintácticas son relaciones virtuales que

dicho término establece en la mente del oyente. Las asociaciones

semánticas, como las que veremos a continuación,

78

3.- Ibíd., pp. 89-90.

vienen dadas por la propia sistematicidad de la operación

metafórica.

b) Lo que impacta es una cosa, un objeto, no una actividad.

Impactar, lo que se dice impactar, impacta un meteorito contra

la Tierra, un puño contra un ojo, una bala contra el blanco.

c) En todo impacto hay un agente y un paciente. El agente

de un impacto (el meteorito, el puño, la bala) es un objeto,

pero no un objeto cualquiera sino uno que se caracteriza por

su compacidad, dureza y rotundidad (la composición o el

modo de construcción de la bala o el meteorito son irrelevantes,

lo relevante es su entereza, como lo relevante del puño es

el resultado de ocultar su composición interna: frágiles dedos

que dejan de serlo al replegarse en una unidad compacta).

Por el contrario, el paciente, aquello que sufre el impacto, se

caracteriza por su vulnerabilidad.

d) Ese objeto rotundo que es el agente del impacto se

supone dotado de potencia y dinamismo propios; mientras

que lo propio del paciente es la impotencia y la pasividad

ante lo que se le viene encima: la Tierra, el ojo o el blanco

sufren el impacto. (Sólo en esa perversión del lenguaje que es

típica de los totalitarismos pueden decirse cosas como: “el ojo

del detenido impactó contra el codo del agente que le estaba

interrogando”).

e) Además, ese dinamismo del agente está como dotado

de un impulso ciego, de una inercia fatal, de un destino: una

vez lanzados, el meteorito, la bala o el puño han de cumplir su

trayectoria (matemática, ineluctablemente) para que pueda

hablarse de impacto. Ese impulso es, por supuesto, ajeno al

paciente (sólo un cínico diría que el ojo provocó al puño) e

incluso al propio agente: cada uno cumple su papel en una

obra cuyo guión no han escrito: ni el agente puede refrenar su

impulso ni al paciente le cabe otra actitud que la de intentar

amortiguar el golpe (minimizar el impacto, suele ser el eufemismo

empleado) o salir corriendo cediendo a una reacción

tan irracional como inútil.

79

Las connotaciones que el uso de esta metáfora traslada al

caso tópico del ‘impacto de la ciencia y la tecnología sobre la

sociedad’ son inmediatas. La ciencia, la técnica, son el puño,

el meteorito, la bala: un objeto compacto, no descomponible,

no analizable, cajas negras en el sentido de Latour: de ellas

sabemos lo que hay antes (inversiones, esperanzas, intereses)

y lo que hay después (usos, efectos, aplicaciones) pero nada

de su interior, de su construcción y sus contenidos. Ciencia y

técnica tienen su propio dinamismo interno, una trayectoria

insoslayable: “el progreso de las ciencias y las técnicas” es el

nuevo nombre del destino. La misma imagen de la trayectoria

de un proyectil que causa un impacto implica toda la

racionalidad de una función matemática: la parábola.

Oponerse a que una ecuación tome los valores que le son propios

es tan irracional como Edipo huyendo del augurio, o

como el ojo cerrándose para no ver el puño ya lanzado. Todo

lo más, se podrán retrasar o amortiguar los efectos del proyectil,

retardar la aparición de los valores numéricos de la

función que define la trayectoria. Por ello, la sociedad se limita

a sufrir el impacto, es el paciente, no tiene ninguna responsabilidad

ni papel en la construcción ni en la orientación del

meteorito. Éste, la ciencia, es un fenómeno de la naturaleza,

construido por nadie, cumpliendo su inexorable trayecto,

mera manifestación de la dura realidad, expresión impersonal

e irresponsable de la necesidad.

Metáfora y percepción

Ya Gracián (1998) y Nietzsche (1994) nos enseñaron que

bajo todo concepto —desde los más triviales hasta los más

duros, como los de las ciencias, los de la lógica o los de las

matemáticas— hay latiendo una metáfora. Todo concepto

concibe una cosa en términos de otra, nos dice: “esto es como

si...”. Con el paso del tiempo y por el uso reiterado del concepto,

olvidamos su origen metafórico, y queda así el concepto

fosilizado y endurecido, adquiriendo esa consistencia propia

74

1.- Véase, por ejemplo, el análisis de la retórica del miedo y la retórica de la esperanza

en M. Mulkay (1993/94).

de lo que suele llamarse la dura realidad. A quien le angustia

estar perdiendo el tiempo, no le consuela lo más mínimo

pensar que en otras realidades —es decir, bajo otras metáforas

cristalizadas— es inconcebible que pueda perderse algo

que no puede poseerse, como se posee dinero o un tesoro,

que sí se pueden perder. ¿Quién le va a decir a él que no es real

la angustia por ese tiempo que está sintiendo cómo se le

escurre literalmente entre las manos? Tras las huellas de

Nietzsche, Lakoff y Johnson (1991) analizan con todo primor

cómo las metáforas que usamos habitualmente modelan

nuestra percepción, nuestro pensamiento y nuestras acciones.

En especial, aquéllas que usamos más habitualmente,

aquéllas que ya ni caemos en que son metáforas: la pata de la

mesa, las estrategias de desarrollo, el ahorro de tiempo, la

opinión de la mayoría... el impacto de la ciencia. No somos

nosotros quienes las decimos, son ellas las que nos dicen y

dicen el mundo.

Una de las orientaciones más prometedoras en los llamados

‘estudios sociales de la ciencia y la tecnología’ analiza las

definiciones, hipótesis, teorías y modelos —o paradigmas—

de las ciencias en tanto que metáforas (M. Black ,1966; L.

Preta (comp.), 1993, o I. Stengers (comp.), 1987). Metáforas

que los científicos y matemáticos toman prestadas de las que

permanecen latentes en las sociedades y épocas que les ha

tocado vivir: el universo como mecanismo para la mecánica

clásica, la sociedad como organismo vivo para la sociología y

la antropología funcionalista, el trabajo como producto del

esfuerzo (F. Vatin, 1993) en los libros de física —¡y en los de

ética!— de bachillerato, los sistemas complejos como caóticos

para la física posmoderna (K. Hayles, 1993), la sustracción

como extracción para la matemática de herencia euclídea (E.

Lizcano, 1993)... Metáforas que los científicos reelaboran,

negocian, depuran, complican, simplifican, disecan, y acaban

publicando con una elaborada retórica de casi imposible

deconstrucción que les presta toda la apariencia de mero

75

des-cubrimiento de ‘la realidad’; retórica de la verdad que

acabará asentándose como verdad a secas una vez que el

entrelazamiento de juicios científicos, académicos, políticos

y procesales haya terminado de legitimar los unos a los otros.

El resto lo pondrá la credulidad de la población hacia una

forma de saber que se le presenta como saber sagrado (es

decir, saber puro y separado, que son los dos rasgos característicos

de lo sagrado); credulidad convenientemente alimentada

durante años y años de enseñanza general y obligatoria,

en la que las ciencias y las matemáticas se imponen como

conocimientos imbuidos del máximo prestigio y apenas susceptibles

de ser contrastados o puestos bajo sospecha.

Aquellas metáforas, aquellas negociaciones de significado,

aquellos pulsos de poder que estaban en el origen de los conceptos

y las teorías científicas, quedan en el más absoluto

olvido, pierden su condición de maneras de hablar y de hacer,

para imponerse como la única manera de decir la realidad,

como mero des-cubrimiento de unos hechos que nadie ha

hecho y que siempre habían estado ahí fuera, cubiertos.

Pero, en todo este proceso, ¿dónde está el conocimiento y

dónde el olvido?, ¿dónde la naturaleza y dónde el artefacto?,

¿dónde la pureza de la ciencia y dónde la impureza de los

intereses y las creencias sociales?, ¿dónde la realidad y dónde

la ficción?, ¿dónde la autoridad científica y dónde la política?,

¿dónde el lenguaje y dónde los hechos? Si lo que se construye

de manera confusa y entremezclada puede presentarse como

conocimiento limpio y puro es porque la metáfora no sólo

organiza los contenidos del conocimiento científico, los

modos en que se percibe o construye la naturaleza, sino también

la imagen de la propia ciencia, el modo en que la gente

percibe la actividad de los científicos y el contenido de sus

formulaciones, la manera en que se reelabora retóricamente

todo el proceso que acabamos de sintetizar. Y la imagen de la

ciencia y de la técnica que proporcionan metáforas como la

del impacto nada tiene que ver con las imágenes que aportan

76

la multitud de minuciosos estudios que se han ido haciendo

desde Kuhn hasta nuestros días.

Imaginario colectivo y análisis metafórico

«“El mayor hechicero (escribe memorablemente Novalis) sería el que hechizara hasta el punto de tomar sus propias fantasmagorías por apariciones autónomas.

¿No sería este nuestro caso?” Yo conjeturo que así es. Nosotros (la indivisa divinidad que opera en nosotros) hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos resquicios de sinrazón para saber que es falso.» (J.L. Borges)

Aunque sea término de acuñación reciente, lo imaginario —o con mayor precisión, su apreciación explícita en la vida colectiva— ha venido sufriendo a lo largo de la historia un permanente vaivén de reconocimientos, o incluso exaltaciones, y ninguneos, cuando no rechazos y persecuciones. En el llamado Occidente, el primer rechazo aparece con el tópico —y mítico— “milagro griego”, según el cual el logos habría reemplazado al mythos. Aunque posiblemente, como apunta Antonio Machado (1973: 60), no fuera la razón, sino la fe en la razón, la que sustituyó en Grecia la fe en los dioses, lo cierto es que allí, por vez primera, el mito de la razón ocupó el lugar que habitaban las razones del mito. La descomposición de la Grecia clásica daría paso, siglos más tarde, a esa eclosión del imaginario popular medieval que tan acertadamente ha descrito, entre otros, Mijail Bajtin (1987). Posteriormente, al Renacimiento del intelectualismo griego y a los nacimientos paralelos del puritanismo iconoclasta protestante y de la ciencia moderna (nacimiento éste, por cierto, tan mítico como cualquier otro) 1, se contrapuso esa exuberancia de imágenes y ficciones que todos reconocemos en el barroco.

Sofocado éste, a su vez, por las Luces de una Razón de nuevo convertida en diosa por la burguesía ilustrada, los poderes de lo imaginario aflorarán con renovada pujanza en el romanticismo, con su sospecha hacia la racionalidad científica abstracta y su exaltación de lo emocional y telúrico. Para acabar llegando así a nuestros días, en que, a partir de los años 70, la llamada posmodernidad pone en tela de juicio todos los tópicos modernos y ensalza, una vez más, la virtud de la representación sobre lo representado, de lo virtual sobre lo que se tiene por real, de los sueños sobre ese sueño acartonado que sería la razón en vigilia, vigilante.

Esta historia apresurada sitúa el interés por lo imaginario más allá de una posible moda, como tantas otras que nos han querido convocar en torno a nociones que apenas han sobrevivido unos pocos años. La centralidad del interés por lo imaginario en nuestros días es análoga a la que siempre ha ocupado en otras culturas y semejante a la que, en la cultura occidental, ocupó en la Edad Media, en el barroco o en el romanticismo.

Pero a diferencia de su eclosión medieval y barroca,

38

* Conferencia inaugural del I Congreso Internacional de Estudios sobre Imaginario y Horizontes Culturales, Cuernavaca, México, pronunciada el 6 de mayo de 2003. Publicada en Ana Mª Morales (ed.), Territorios ilimitados, Ed. Oro de la Noche, Univ. Autónoma Metropolitana y Univ. Autónoma del Estado de Morelos, México, 2003, pp. 3-26.

1.- Véase, p.e., David F. Noble (1999).

en que tal irrupción se agotó en su mero manifestarse, ésta de ahora hace de esa manifestación objeto de reflexión y estudio.

Ciertamente, ya lo hizo también el romanticismo, aunque de modo más bien intuitivo y con conceptualizaciones tan discutibles y poco afortunadas como las ‘mónadas culturales’ o ‘almas de cada cultura’ spenglerianas, pero también con teorizaciones que hoy nos resultan bastante más próximas, como las desarrolladas en torno al concepto de ‘visiones del mundo’ que propuso el historicismo alemán.

Conviene advertir, no obstante, que en las épocas tenidas por más racionalistas —como el Siglo de Pericles, el Renacimiento, el Siglo de las Luces o la del positivismo más reciente— no lo son de menor influencia de lo imaginario sino, tan sólo, de un menor interés por sus manifestaciones, cuando no de una beligerante embestida contra éstas.

Efectivamente, la creencia en la Razón y en sus virtudes emancipadoras no está menos alimentada de fantasmas imaginarios que cualesquiera otras creencias, ni ese imaginario racionalista tiene menos potencia para engendrar monstruos —como bien dejó dibujado Goya en su famoso grabado— que el imaginario medieval para ensoñar sus particulares bestiarios. Ni el mito de la ciencia es de menor potencia que cualquiera de los mitos griegos, cristianos o quichés, ni sus fantasmagorías, como la doble hélice del ADN o la materia oscura, son ficciones menos pregnantes que la imaginería de otras sagas míticas.

En la actualidad, la convergencia de estudios en torno a lo imaginario, provenientes de la filosofía, la historia, la psicología, la antropología o la sociología, nos pone por vez primera en condiciones no sólo de valorar cabalmente el impresionante alcance de lo imaginario en todas sus manifestaciones sino también de pensarlo con el potente aparato conceptual y metodológico desarrollado por todas estas disciplinas.

Baste mencionar las decenas de Centros de investigación sobre el imaginario que, al calor de la obra de Gilbert Durand y de su maestro Gaston Bachelard, se han ido abriendo en Francia, coordinados desde hace 10 años por el Bulletin de liaison des Centres de Recherches sur l’Imaginaire, o la reciente publicación en España de sendos monográficos de las revistas Anthropos y Archipiélago dedicados a la obra de Cornelius Castoriadis, obra de la que nos ocuparemos más

tarde pues ofrece, a mi juicio, una de las teorizaciones más

poderosas y sugestivas sobre el tema que nos convoca.

Metáforas vivas e imaginario instituyente

Hasta aquí, hemos sugerido la utilidad del análisis metafórico

para indagar la dimensión instituida del imaginario, para

bucear en sus pre-su-puestos y pre-concepciones. Terminemos

mencionando su provecho para explorar también su dimensión

instituyente, ésa de la que emergen la creatividad y el cambio

social. Por oposición a las metáforas muertas o zombis, pode-

67

mos hablar de metáforas vivas, aquéllas que establecen una

conexión insospechada entre dos significados hasta entonces

desvinculados, aquellas que, abruptamente, ofrecen una nueva

perspectiva sobre algo familiar y nos hacen verlo con nuevos

ojos (o saborearlo con un paladar aún sin estrenar). Metáforas

vivas lo son, por antonomasia, las metáforas poéticas. Quien me

apuntó que en el cante flamenco había ‘sonidos negros’ me hizo

oír lo que no había oído nunca: el sonido de los colores. De igual

modo, en la emergencia y consolidación colectiva de nuevas

metáforas se expresa, y se recrea, la autonomía del imaginario

para rehacerse a sí mismo, para alterarse bajo configuraciones

nuevas. Qué duda cabe de que aquellos burgueses ilustrados,

gentes desarraigadas que se percibían a sí mismas como habitantes

del tiempo, tuvieron que resultarles bien extraños a la

mayoritaria población campesina que se identificaba como

lugareña, como habitantes de este o de aquel lugar. Sin embargo,

las metáforas, entonces vivas, en las que el nuevo habitáculo

temporal empezaba a decirse hoy son moneda corriente,

poesía congelada. No menos debía extrañar a los abuelos de

esos campesinos, tan analfabetos como ellos, que un tal Galileo

viniera a decirles que la naturaleza era un libro, negándoles así

cualquier capacidad de conocerla, a ellos, que venían hablando

con ella y entendiéndola desde hacía siglos. Sin embargo hoy,

toda la investigación sobre la secuenciación del ADN se funda

en esa misma metáfora libresca. Hay, pues, metáforas vivas que

se consolidan, alterando toda la vida de la colectividad.

Evidentemente, no toda metáfora viva tiene capacidad

—o expresa— un cambio social radical. No son los poetas

quienes hacen la historia, sino la capacidad poética colectiva.

Para que una metáfora nueva, o una constelación de

metáforas, exprese —o impulse— un cambio en el imaginario

son necesarias al menos tres condiciones. Primero, es

necesario que esa metáfora sea imaginable o verosímil

desde un imaginario dado, pues cada imaginario, como veíamos,

perfila un cerco que bloquea determinadas asocia-

68

ciones. El imaginario griego clásico no podía establecer

enlaces metafóricos entre la geometría y la aritmética, por

lo que fue necesario un cambio radical de imaginario para

que pudieran empezar a formularse las metáforas sobre las

se construyó lo que más tarde se llamaría álgebra.

Segundo, hace falta también que la metáfora viva, una vez

concebida, encuentre un caldo de cultivo adecuado para crecer

y consolidarse. Y ese caldo de cultivo no puede ser sino

social, integrado al menos por algunos grupos para los que la

nueva percepción tenga sentido y valga la pena. La historia de

la ciencia está llena de ejemplos de metáforas originales que

fueron ignoradas o incluso ridiculizadas en el momento de su

formulación y que hubieron de esperar a que alguien, ya

desde otro imaginario diferente, las recuperase y las viera

aceptadas por un entorno social más propicio. Una forma

habitual de generar metáforas vivas que, no obstante, obtengan

cierto consenso social es alterar o invertir una determinada

constelación de metáforas zombis. Por ejemplo, pueden

invertirse todas las metáforas que, en el imaginario ilustrado,

localizaban el tiempo y generar así un imaginario anti-ilustrado.

En lugar de “atados al pasado” podemos hablar de estar

“atados al futuro” y, de repente, toda una serie de figuras

irrumpen en el escenario: quienes han hipotecado su presente

en créditos, planes de pensiones y seguros de vida, los ciudadanos

que han de apretarse el cinturón al haberse comprometido

sus Estados a “entrar en la modernidad”... Comparada

con la naturalidad con que aceptamos la metáfora “atados al

pasado”, estar “atados al futuro” resulta una expresión chocante,

como chocante es toda metáfora viva, pero no tanto

como para que carezca de sentido, pues se limita a recombinar

de otro modo asociaciones que, de por sí, ya eran posibles

en el imaginario ilustrado. El futuro al que ahora nos percibimos

atados no deja de ser un lugar, tan lugar como antes era

el pasado. Esa verosimilitud de las metáforas vivas obtenidas

por alteración de otras muertas es la que hace probable que

69

encuentren terreno abonado en algunos grupos sociales para

los que, además de tener sentido, pueden resultar valiosas.

Tal es el caso de los movimientos de rebeldía frente a políticas

que llevan a un futuro al que no se quiere ir, como ciertos sectores

del movimiento antiglobalización (por cierto, ésa del

‘futuro global’, el futuro como un globo es quizá la última

metáfora de esta estirpe) o el de ciertas culturas indígenas

que hoy se reorientan a “labrar el pasado” para cultivar en él

los frutos que el “camino hacia la modernidad” ha prometido

tanto como ha frustrado. La inversión de metáforas permite

así detectar, y promover, cambios profundos en el imaginario.

Cambios que, aunque dentro de las coordenadas que impone

ese imaginario, pueden llegar a provocar un cambio de sistema

de coordenadas o incluso —por seguir con esta metáfora

cartesiana— pueden llevar, tal vez, a un cambio en el imaginario

radical que sustituya las coordenadas como matriz

espacial en la que hayan de situarse necesariamente las cosas

y los acontecimientos.

En tercer y último lugar, no es menos necesario que esa

metáfora desbanque a otras que se le oponen y consiga ocupar

su lugar, al menos en espacios sociales suficientemente

amplios. La lucha por el poder es, en buena medida, una

lucha por imponer las propias metáforas. Recuerdo el análisis

que hacía una doctoranda que estaba trabajando sobre el

conflicto entre un grupo de mariscadoras gallegas y la

Administración local. Llegados a un punto que reclamaba un

diálogo, la Administración impuso la metáfora que para ella

era natural: había que constituir una ‘mesa de negociación’.

Ya daba igual lo que en esa mesa pudiera acordarse, apuntaba

mi alumna, en el mero hecho de haber asumido esa metáfora

las mariscadoras ya habían perdido la batalla, como de

hecho la acabaron perdiendo. La mesa es lugar natural de

negociación para el burócrata, el habitante natural de los despachos,

pero no lo era para aquellas mujeres. Para ellas, el

lugar donde se discutían los asuntos comunes, donde se

70

negociaba y se tomaban decisiones, es decir, el lugar propiamente

político, era la playa, donde se reunían con ocasión de

mariscar. La mesa como lugar político era para ellas un lugar

extraño, terreno enemigo. Hubieran debido, concluía la perspicaz

doctoranda, acuñar su propia metáfora e imponérsela a

aquellos políticos, hubieran debido llevarles a la ‘playa de

negociaciones’. Las decisiones habrían sido muy diferentes.

Esto es todo. Espero, si no haberles ilustrado, sí al menos

haberles contagiado algo de mi pasión por las metáforas, esos

sorprendentes duendes del imaginario que nos habitan en

secreto. Conservadlas, y conservareis el mundo. Cambiadlas,

y cambiareis el mundo.

La metáfora, imaginario apalabrado

Abordemos ahora el asunto de cómo investigar esa realidad

imaginaria. ¿Es posible un método que no deje casi todo

a la intuición y felices ocurrencias del estudioso sin anclarle,

en el otro extremo, en una serie de figuras más o menos

arquetípicas que siempre acaban apareciendo por la sencilla

razón de que siempre se pre-su-ponen? Aquí es donde la

metáfora se nos ha revelado, en nuestros trabajos, como un

potente analizador de los imaginarios que, sin embargo, se

atiene estrictamente a lo que ellos mismos dicen de modo

explícito. Por así decirlo, en la metáfora el imaginario se dice

al pie de la letra; o, en su caso, al pie de la imagen. Al pie, es

decir, en aquello en que la letra, la palabra o la imagen se

soportan, se fundamentan.

60

Ya veíamos cómo lo imaginario no puede reducirse a concepto,

sino que a él suele aludirse mediante metáforas, que

habitualmente tienen por sujeto o tema fenómenos de la

naturaleza: flujos, torbellinos, sustratos, afluencias, magmas...

Por la misma razón, no son conceptos, ideas o imágenes

las que lo pueblan; lo imaginario no sabe de identidades,

de esos contornos de-finidos, de-terminados, que caracterizan

a todo concepto, imagen o idea. El imaginario es el lugar

de donde estas representaciones emergen, donde se encuentran

pre-tensadas. Esa pre-tensión es la que se manifiesta en

la metáfora. Cuando alguien dice que cierto cacharro permite

‘ahorrar tiempo’, que ha ‘invertido mucho tiempo’ en una

tarea o se angustia ante lo que considera una ‘pérdida de

tiempo’, está viviendo el tiempo como algo que se puede ahorrar,

invertir y perder, es decir, lo está viviendo como si fuera

dinero. Por supuesto, el tiempo no es dinero, pero tampoco

puede decirse que no lo sea en absoluto para esa persona.

Para ella, el tiempo es dinero y no es dinero, ambas cosas a la

vez. La metáfora es esa tensión entre dos significados, ese

percibir el uno como si fuera el otro pero sin acabar de serlo.

La metáfora atenta así contra los principios de identidad y de

no-contradicción, principios que, sin embargo, fluyen de ella

como forma petrificada suya.

Efectivamente, como ya planteara Nietzsche y desarrollara

Derrida, bajo cada concepto, imagen o idea late una metáfora,

una metáfora que se ha olvidado que lo es. Y ese olvido,

esa ignorancia, es la que, paradójicamente, da consistencia a

nuestros conocimientos, a nuestros conceptos e ideas. Si hay

una idea clara y distinta, perfectamente idéntica a sí misma,

sin el menor margen de ambigüedad ni contradicción es, por

ejemplo, la idea ‘raíz cuadrada de 9’, que todos sabemos que es

3. Tan claro lo tenemos que nunca se nos ha ocurrido preguntarnos

cómo es posible que un cuadrado tenga raíz, como si

fuera una berza. Y cómo es posible que esa raíz (o sea, tres)

tenga la suficiente potencia para engendrar al cuadrado ente-

61

ro (o sea, para engendrar el 9, que es la potencia cuadrada de

la raíz 3). Para los imaginarios griego, romano y medieval,

imaginarios agrícolas y animistas en buena medida, el número,

como tantas otras cosas, se percibía, efectivamente, como

si fuera una planta. Los textos matemáticos de estas épocas

están cuajados de metáforas vegetales y alimenticias. Para

nosotros, ese ‘como si’ que llevaba a percibir los cuadrados

con propiedades de berzas ha perdido toda su pujanza instituyente

hasta haberse consolidado en un concepto perfectamente

instituido: el concepto ‘raíz cuadrada’. Hemos perdido

la conciencia y el sustrato imaginario del símil que hacía

vero-símil la metáfora, y lo que era vero-símil se nos ha quedado

en simple ‘vero’, verdad pura y simple, es decir, purificada

y simplificada del magma imaginario del que emergió.

Es casi seguro que nunca hasta este momento el lector,

convenientemente socializado en ciertas matemáticas, se

habrá parado a pensar que la ‘raíz cuadrada’ es un concepto

metafórico 12. De una raíz, puede predicarse con propiedad

que sea profunda, comestible o —en todo caso, y ya trasladándonos

del ámbito botánico al geométrico— fractal, pero

¿cuadrada? Aquí conviene hacer una precisión: la expresión

‘raíz cuadrada’ es una abreviatura de la expresión original

‘raíz del cuadrado’, por lo que es en ésta en la que nos centraremos.

En los momentos en que tal concepto es aún una

metáfora viva, la comunidad matemática aún no ha canonizado

una expresión entre todas las que circulan. Aún en el llamado

Renacimiento, el portugués Pero Nunes habla de “lado

criando cuadrado”, mientras que para el italiano Bombelli se

trata de “el lado de un número no cuadrado, el cual es imposible

de poder nombrar, pero se dice Radice sorda, o bien

indiscreta, como sabemos”. En la cita de Bombelli se mani-

62

12.- El desarrollo de este ejemplo está incorporado de E. Lizcano (1999), donde puede

verse mi exposición más completa sobre el análisis social a través de las metáforas.

fiesta ejemplarmente esa situación en que el científico focaliza

metafóricamente en un sujeto el concepto que aportará la

solución a un problema, solución que aún le resulta “imposible

de poder nombrar”. Y, como un bricoleur, al decir de Lévi-

Strauss, va ensayando con términos que recoge del lenguaje

corriente: ‘radice sorda’, ‘radice indiscreta’, ‘lado criando cuadrado’...

Es precisamente esta ebullición instituyente la que

nos pone en la pista de las connotaciones y evocaciones que

una particular visión del mundo pone en juego para construir

el concepto. El término ‘sordo’ hace referencia al hecho de

que —aún— no puede nombrarse o decirse ni, por tanto,

oírse. Pero términos como ‘radice’ o ‘radix’ o el de ‘criar’ en

Nunes indican que se está estableciendo más o menos

inconscientemente una semejanza entre un campo geométrico

(en el que hay objetos como ‘lados’ y ‘cuadrados’) y otro

biológico (en el que hay ‘raíces’ y ‘crianzas’). Esta semejanza

es la que hace posible la analogía:

Raíz Lado

---- = -----

Planta Cuadrado

Es decir, la relación de un lado con su cuadrado (o sea, con

el cuadrado que lo tiene por lado) es como la relación de una

raíz con la planta a la que sustenta. De esta analogía se sigue

la metáfora ‘raíz del cuadrado’ al tomar la raíz como sujeto

(sobre el que se focaliza el problema de nombrar el lado de un

cuadrado dado) y el cuadrado como término; operación simbólica

que acabará institucionalizándose en el término ya

técnico de ‘raíz’. La conexión de la metáfora con el concepto

actual puede hacerse restableciendo todas las elipsis que ha

ido introduciendo el trabajo de depuración y olvido que ha

llevado de la primera al segundo: calcular √9(lo que seguimos

expresando como extraer la raíz de 9) es hallar la longitud

del lado capaz de criar o engendrar un cuadrado de

63

superficie 9. Tal solución o raíz es 3 porque el cuadrado —que

se engendra a partir— de 3 es 9 (o, más depurado aún de significados

adheridos, 3 =9).

La biologización de las formas geométricas no parece en

los textos matemáticos medievales y renancentistas una operación

metafórica sino literal. Para unas sociedades aún fundamentalmente

agrícolas y, en buena medida, animistas,

nada más propio que percibir un segmento como algo dotado

de vitalidad y potencia propia, capaz de engendrar y alimentar

o criar algo que crece nutriéndose de él; y recíprocamente,

no menos natural es concebir ese algo (el cuadrado)

enraizado en un suelo (el lado) que lo nutre y aporta su sustancia,

posibilitando su despliegue para ir haciéndose espacio

(ver figura). Pero tampoco ahora estamos haciendo poesía,

o al menos no más de la que hacían los matemáticos de la

época cuando hacían matemáticas. Los términos en cursiva

empleados en la descripción anterior son usados como términos

matemáticos en los textos griegos o en sus traducciones

latinas, que es donde se inspiran los matemáticos renacentistas.

Así, Euclides habla de la ‘potencia’ (dunamiV) del

lado para referirse al cuadrado, término que en los textos latinos

se traduce por substantia. De modo que hablar de cuadrados

que extraen su sustento o sustancia de una raíz que les

presta su potencia no es —para esas sociedades— ninguna

64

3

figura poética, sino una expresión literal, es decir, una expresión

propiamente matemática.

Metáforas como éstas, que hablan de ‘ahorrar tiempo’, de

‘la voluntad de la mayoría’ o de ‘raíces cuadradas’, llamadas

habitualmente metáforas muertas, revelan así las capas más

solidificadas del imaginario, aquéllas en las que su cálida actividad

instituyente hace tiempo que se congeló pero que, no

por ello, deja de dar forma al mundo en que vivimos. Es más,

cuanto más muertas, más informan de ese mundo, pues ellas

ponen lo que se da por sentado, lo que se da por des-contado,

aquello con lo que se cuenta y que, por tanto, no puede contarse:

los llamados hechos, las ideas, las cosas mismas.

La fuerza de la ideología se asienta principalmente en este

tipo de metáforas, que más que ‘muertas’ yo prefiero llamar

‘zombis’, pues se trata de auténticos muertos vivientes, muertos

que viven en nosotros y nos hacen ver por sus ojos, sentir

por sus sensaciones, idear con sus ideas, imaginar con sus

imágenes. La alienación que caracteriza al discurso ideológico

está precisamente en esa ocupación del imaginario por un

imaginario ajeno, en el uso de metáforas que imponen una

perspectiva que no se muestra como tal sino como expresión

de las cosas mismas, que así resultan inalterables.

Un buen ejemplo puede ofrecerlo la persistencia actual

del viejo mito ilustrado del Progreso, construido sobre toda

una red de metáforas que presentan el tiempo como espacio

y, en consecuencia (consecuencia metafórica, ya que no lógica),

la sucesión de momentos como presencia simultánea de

lugares. Desde la los anuncios publicitarios con que se vende

la última versión de cualquier aparato hasta la propaganda

política de cualquier partido político, pasando por los grandes

ejes que orientan las políticas de desarrollo a nivel nacional

o internacional, todo ello quedaría sin la menor legitimación

si en el imaginario del hombre común no estuviera arraigada

con toda firmeza esa territorialización del tiempo que

hace de ese hombre un habitante, no de este o ese lugar, sino

65

de uno u otro momento. “Los talibanes viven en plena Edad

Media”, se repetía sin cesar durante la guerra de Afganistán.

Pero lo significativo no es que los políticos y los medios de

comunicación lo dijeran, sino que todos lo entendiéramos

sin el menor asomo de extrañeza. Dejando de lado esa otra

magnífica metáfora zombi que es la ‘Edad Media’ (la ‘edad’

presentando el tiempo de la historia como si fuera el de un ser

vivo, la singularización de cierta edad como ‘media’, como si

no lo fueran todas salvo la primera y la última), ¿cómo es

posible vivir tan atrás sin, al parecer, conocer ninguna técnica

para desplazarse en el tiempo? ¿Ese mismo ‘atrás’, término

espacial, por el que todos acabamos de entender ‘antes’, término

temporal, no expresa la misma ideología del progreso?

Sólo desde ese imaginario ideológico tienen sentido, y son

capaces de convencer y conmover, expresiones tan —literalmente—

imposibles como habituales, del tipo: “El camino

hacia la modernidad”, “salir del siglo XX para entrar en el siglo

XXI”, “país atrasado”, “retroceder a un pasado que ninguno

queremos”, “el tren del futuro”... Los ejemplos podrían multiplicarse

indefinidamente. Y no sólo en el lenguaje político

(todo el lenguaje político actual es ilustrado y arrastra la

misma voluntad antipopular que ya animó en el s. XVIII a la

Ilustración). También en el lenguaje ordinario se expresa, y

recrea, de continuo esta percepción. Se dice de algo (ya sea

una persona o una sociedad) que está “anclado en el pasado”

o que se está “labrando el futuro”, como si el futuro fuera un

sitio, aunque aún sin desbrozar, o como si el pasado fuera un

lugar en el que uno pudiera quedar anclado, atrapado o atado.

Pero las metáforas no sólo conforman las percepciones; junto

a los significados, también arrastran sentimientos y valores. Si

el futuro se labra es porque es una tierra que se supone fértil y

no árida o amenazadora. Si el pasado es un lugar en el que uno

se puede quedar atrapado o anclado es porque, al contrario

que el futuro, ése no es un buen lugar, ni es fértil ni vale la pena

labrarlo: es un lugar del que hay que huir. La oposición con el

66

imaginario de las culturas tradicionales es frontal y, sin

embargo, muchos sectores de éstas expresan sus reivindicaciones

precisamente en esos términos, usando esas metáforas.

En esa colonización de los imaginarios por otros ajenos es

donde opera el trabajo de la ideología.

La metáfora es así al imaginario colectivo lo que el lapsus o

el síntoma es al inconsciente o al imaginario de cada cual.

Mediante ella sale a luz lo no dicho del decir, lo no sabido del

saber: su anclaje imaginario. Caer en que un lapsus es un lapsus,

en que una metáfora es una metáfora, es empezar a caer

por el hueco que lleva al imaginario. Tras haber caído, ya no es

difícil empezar a observar cómo esa metáfora que ha hecho

las veces de síntoma se engarza con muchas otras, constituyendo

una tupida red en la que queda atrapada toda una parcela

de la realidad. Una red en la que las conexiones, los enredos,

no son azarosos, sino que obedecen a una ‘lógica’ que es

la lógica del imaginario. Esa lógica, que atenta contra todos los

tenidos por principios lógicos, no es, evidentemente, accesible

de modo de directo. Pero sí puede entreverse a través, precisamente,

de la manera en que unas metáforas enlazan con

otras, la manera en que unas llevan a otras, o bloquean la aparición

de otras, la manera en que unas entran en conflicto con

otras... Sobre la lógica del imaginario —si es que la hay— tiene

bastante más que decirnos el arte de la retórica que los métodos

de la epistemología; es ese arte el que puede proporcionarnos

un método de investigación sistemática y empírica del

imaginario que parece bastante fructífero.

Seis tesis sobre lo imaginario, aproximadamente

En primer lugar, lo imaginario no es susceptible de definición.

Por la sencilla razón de que es él la fuente de las definiciones.

La imposibilidad de su definición es una imposibilidad

lógica. Pretender definirlo es tarea semejante a la de

—según el proverbio chino— intentar atrapar el puño con la

mano, siendo el puño sólo una de las formas concretas que

la mano puede adoptar. Pero su in-definición no trasluce un

defecto o carencia, sino, al contrario, un exceso o riqueza. Lo

imaginario excede cuanto de él pueda decirse pues es a partir

de él que puede decirse lo que se dice. Por eso, al imaginario

sólo puede aludirse por referencias indirectas, especialmente

mediante metáforas y analogías. La “claridad y

distinción” que Descartes reclamaba para los conceptos son

del todo impropias para aludir a lo imaginario, lugar más

bien de claroscuros y con-fusiones o co-fusiones. Lo imaginario

no constituye un conjunto ni está constituido por conjuntos.

Castoriadis dice que está integrado por ‘magmas’,

como pueden ser el magma de todos los recuerdos y representaciones

que puede evocar una persona o el magma de

todas las significaciones que se pueden expresar en una lengua

vernácula determinada. A su modo de actividad se ha

aludido como ‘ebullición’, ‘manantial’, ‘torrente’, ‘raíz común’

o ‘agitación subterránea’. En cualquier caso, lo imaginario es

antes actividad que acto, verbo que sustantivo, potencia que

dominio, presencia que representación, calor que frío, antes

líquido o gas que sólido o solidificado.

En segundo lugar, ese torbellino imaginario está originando

permanentemente formas determinadas, precipitando en

identidades, con-formando así el mundo en que cada colectividad

humana habita. Sus flujos magmáticos se con-solidan,

se hacen sólidos al adoptar formas compartidas, dando

54

consistencia al conjunto de hechos que tiene por tales cada

sociedad. Como decía Nietzsche, la realidad, lo que cada

grupo humano tiene por realidad, está constituida por ilusiones

que se ha olvidado que lo son, por metáforas que, con el

uso reiterado y compartido, se han reificado y han venido a

tenerse por “las cosas tal y como son”. De ahí que, como veremos,

la investigación de las metáforas comunes a una colectividad

sea un modo privilegiado de acceder al conocimiento

de su constitución imaginaria. Lo imaginario alimenta así esa

tensión entre la capacidad instituyente que tiene toda colectividad

y la precipitación de esa capacidad en sus formas instituidas,

congeladas. Esa doble dimensión, instituyente e instituida,

de toda formación colectiva asegura, respectivamente,

tanto la capacidad autoorganizativa del común como su posibilidad

de permanencia, tanto su aptitud para crear formas

nuevas como su disposición para recrearse en sí misma y afirmarse

en lo que es.

En tercer lugar, y como consecuencia de lo anterior, en lo

imaginario echan sus raíces dos tensiones opuestas, si no

contradictorias. Por un lado, el anhelo de cambio radical, de

autoinstitución social, de creación de instituciones y significaciones

nuevas: el deseo de utopía. Por otro, el conjunto de

creencias consolidadas, de prejuicios, de significados instituidos,

de tradiciones y hábitos comunes, sin los que no es posible

forma alguna de vida común. Aunque afloraran en su

momento de aquella potencia instituyente, como la lava en

que se solidifica el magma volcánico en ebullición, también,

al igual que ésta, vuelve a las profundidades y, bajo la presión

de nuevas capas sólidas que precipitan sobre ella, vuelve a

licuarse y almacenar en su interior la energía de la que emergerán

nuevas creaciones. Aquí anida, a mi juicio, la capacidad

creativa que bulle en el seno de las formas tradicionales de

vida, y que suelen negarle los ya tan viejos espíritus modernos

al presentarlas como mera reiteración mecánica de hábitos

repetidos desde el comienzo de los tiempos.

55

La creatividad del pensamiento y la imaginación de las

culturas llamadas tradicionales (todas a su manera lo son,

incluso las que pertenecen a la ya larga tradición moderna) se

pone bien de manifiesto en esas dos figuras que acuñara Lévi-

Strauss en sus estudios sobre El pensamiento salvaje: las figuras

del bricoleur y del caleidoscopio. En las culturas donde

predomina la oralidad, donde la escritura —y, en particular,

sus formas más potentes: la ley escrita y el libro sagrado— no

viene a congelar ni los saberes ni las pautas de conducta, la

actividad del imaginario no puede estar sino en permanente

ebullición, rehaciendo sin cesar formas nuevas. El ‘salvaje’ (y

todos en buena medida los somos en la vida cotidiana) se

comporta como el bricoleur, que recoge residuos de aquí y de

allá (residuos lingüísticos, simbólicos, materiales...), más o

menos al azar, para irlos recombinando, como los cristalitos

de un caleidoscopio, con vistas a resolver los problemas que

se vayan presentando.

En cuarto lugar, lo imaginario es —por decirlo en términos

de Castoriadis— “denso en todas partes”. Esto es, permanece

inextirpablemente unido a cualquiera de sus emergencias y

puede, por tanto, rastrearse en cualquiera de sus formas instituidas.

Por grande que haya sido el trabajo de depuración de

la ganga imaginaria, como es el caso de las formulaciones de

las matemáticas o las de las ciencias naturales, siempre

puede desentrañarse de ellas la metáfora, la imagen, la creencia

que está en su origen y las sigue habitando. Cada dato,

cada hecho, cada concepto, nunca es así un ‘mero dato’, un

‘hecho desnudo’, un ‘concepto puro’... pues está cargado con

las significaciones imaginarias que lo han hecho, in-corpora

en su propio cuerpo los presupuestos desde los que ha sido

concebido, está revestido del tejido magmático cuyo flujo ha

quedado en él embalsado.

Lo imaginario, por tanto, no está sólo allí donde se le suele

suponer, en los mitos y los símbolos, en las utopías colectivas

y en las fantasías de cada uno. Está también donde menos se

56

le supone, incluso en el corazón mismo de la llamada racionalidad.

Yo diría que, precisamente ahí es donde encuentra su

mejor refugio. Acaso esa racionalidad de la que las sociedades

modernas se sienten tan orgullosas no sea sino la elaborada

coraza con que esas sociedades revisten ciertos productos de

su imaginario para mejor protegerlos, al modo en que los llamados

primitivos hacen también con sus tabúes y sus fetiches.

Lo imaginario está así presente en lo más íntimo de la

fuerza coercitiva de un argumento lógico o en la entraña del

más elaborado concepto científico, con la misma pregnancia

con que puede estarlo en los hábitos de alimentación o en la

legitimación de un sistema político. Cuando, por ejemplo, la

democracia pretende fundar su legitimación racional en la

‘voluntad de la mayoría’, la ‘voz de las urnas’ o la ‘inteligencia

del electorado’, ¿no evidencia la ilusión en que se funda precisamente

allí donde la oculta? Al postular la ‘voluntad’, la ‘voz’

o la ‘inteligencia’, que son características propias del psiquismo

individual, como atributo de un agregado tan inconexo

como es ‘la mayoría’ de unos votantes atómicos y aislados, o

como expresión de unos objetos geométricos inanimados

como lo son las urnas, ¿no vienen las democracias a fundamentarse

en una descomunal operación metafórica, poética,

sobre la que se erige y legitima todo el aparato democrático?

(De paso, queda aquí avanzado cómo las metáforas son habitantes

principales y argamasa del imaginario, y cómo, en consecuencia,

su análisis sistemático es una vía privilegiada para

su comprensión).

En quinto lugar, si el imaginario es el lugar de la creatividad

social, no lo es menos de los límites y fronteras dentro

de los cuales cada colectividad, en cada momento, puede

desplegar su imaginación, su reflexión y sus prácticas.

Matriz de la que se alimentan los sentidos, el pensamiento y

el comportamiento, él acota lo que, en cada caso, puede

verse y lo que no puede verse, lo que puede pensarse y lo

que no puede pensarse, lo que puede hacerse y lo que no

57

puede hacerse, lo que es un hecho y lo que no es un hecho,

lo que es posible y lo que es imposible. Así, el imaginario es

el lugar del pre-juicio, en el sentido literal del término. El

lugar donde anidan aquellas configuraciones que son previas

a los juicios y sin las cuales sería imposible emitir afirmación

ni negación alguna. Y el prejuicio no puede pensarse

porque es precisamente aquello que nos permite ponernos

a pensar. El imaginario es el lugar de los pre-su-puestos,

es decir, de aquello que cada cultura y cada grupo social se

encuentra puesto previamente (pre-) debajo de (sub-) sus

elaboraciones reflexivas y conscientes. Es el lugar de las creencias;

creencias que no son las que uno tiene, sino las que

le tienen a uno. Las ideas se tienen, pero —como bien observa

Ortega y Gasset— en las creencias se está. Sólo la prepotencia

del sujeto constituido por ciertos imaginarios puede

llevar a decir “tengo tal creencia”, como quien dice “tengo la

gripe”, cuando parece bastante más apropiado decir que es

la gripe la que me tiene a mí.

Del mismo modo, y como sexto apunte, si el imaginario es

el lugar de la autonomía, desde el que cada colectividad se

instituye a sí misma, no es menos cierto que es ahí también

donde se juegan todos los conflictos sociales que no se limitan

al mero ejercicio de la fuerza bruta. Es por vía imaginaria

como se legitiman unos grupos o acciones y se deslegitiman

otros, es ahí donde ocurren los diversos modos de heteronomía

y alienación. Como ya planteara Etienne de La Boétie en

su Tratado de la servidumbre voluntaria, ningún sistema de

dominación se mantendría sin un fuerte grado de identificación

de los dominados con quienes les dominan. Y esa identificación

en la que se legitima el dominio se consigue siempre

en el campo de batalla del imaginario. Dada la indeterminación

de la realidad, y en particular de la realidad social,

antes de su constitución por un imaginario concreto, el secreto

de la dominación estriba en colonizar el imaginario del

otro imponiéndole el mundo de uno como el único posible.

58

Buena parte del fracaso de numerosos movimientos de

emancipación se cifra en que sus reivindicaciones se alimentaban

—y se alimentan— del imaginario de aquéllos de quienes

se pretendían emancipar.

Esta dimensión imaginaria del dominio es la que los estudios

habituales sobre la ideología suelen ignorar. El propio

Castoriadis no supera la insatisfactoria respuesta que el marxismo

toma prestada de Feuerbach en términos de metáforas

ópticas como las de inversión y encubrimiento. Tras situar el

imaginario en la entraña misma de lo que se tiene por realidad,

y en particular de la realidad social, no se puede —sin

caer en flagrante contradicción— hacer como si existiera una

realidad extrasocial que la ideología viniera, desde fuera, a

deformar u ocultar. En este punto la teorización sobre el imaginario

reclama una profunda revisión. Revisión que acaso

deba comenzar por una alteración de las metáforas mismas

con que vimos se suele aludir al imaginario. Desde los “magmas

de significaciones” en Castoriadis hasta las “cuencas (fluviales)

semánticas” de Durand, todas ellas son metáforas que

naturalizan lo imaginario; una naturalización que parece preferir,

incluso, la rotunda actividad de las fuerzas geológicas

(ríos, volcanes, placas tectónicas...) Nos encontramos así,

paradójicamente, con una nueva versión del mito del estado

de naturaleza. Lo imaginario instituye lo social, pero no está

instituido por lo social, es previo a lo social. Nada puede

extrañar, entonces, que tienda a esencializarse en sus diferentes

conceptualizaciones.

La revisión mencionada ha de atender así, al menos, a un

triple aspecto. Primero, la propia concepción teórica de qué

sea eso que llamamos imaginario. Acaso convenga aludir a

ello mediante trasposiciones metafóricas prestadas, no del

mundo que llamamos natural, sino de la misma experiencia

social. Hablar de su actividad como murmullo, susurro,

rumor o cháchara o bien como algarabía, clamor, alboroto o

vocerío, según queramos destacar unos u otros volúmenes y

59

tonos de las múltiples voces simultáneas que lo habitan,

puede contribuir a desnaturalizarlo y a restituir así la autonomía

de lo social. Segundo, una precaución acaso inútil en días

constructivistas como los actuales, pero que nunca está de

más señalar. Por decirlo bruscamente, el imaginario no existe;

no hay ningún imaginario ahí fuera esperando ser descubierto

o comprendido. Como los tipos ideales weberianos, el

imaginario sólo está, como concepto o herramienta, en la

mente de quien lo postula y lo usa como categoría de análisis.

O, por decirlo de otro modo, la realidad del imaginario es

imaginaria, como no podía ser de otra manera. Y en tercer

lugar, conviene atender no sólo a las formas concretas con las

que, desde el imaginario, cada colectividad se da forma a sí

misma, sino también a los modos en que cada colectividad o

grupo inyecta sus significaciones en el imaginario. Ahí es

donde se abre la posibilidad de que la colectividad pueda

alterarse y recrearse a sí misma; pero ahí es también donde se

abre la posibilidad de que ciertos grupos sociales conformen

según sus intereses las pautas imaginarias con las que el resto

de la colectividad se percibe a sí misma.

El imaginario: entre la cosificación y la representación

Hechas estas precisiones, pasemos a intentar una caracterización

de lo imaginario que evite en lo posible algunos de

los callejones sin salida en los que, a mi juicio, se meten a

menudo muchos estudios sobre el tema. Éstos, efectivamente,

se han desarrollado principalmente bien por historiadores,

bien por filósofos, hermeneutas y antropólogos. A los primeros

debemos la sensibilidad hacia lo concreto, la atención

a las diferencias y las discontinuidades. Así, se han realizado

notables estudios sobre el imaginario medieval, el imaginario

chino o el imaginario marítimo. Las mayores carencias de

estos enfoques —compartidas por numerosos estudios

antropológicos, especialmente los de factura estructuralista-

50

son, a mi juicio, de dos tipos. Por un lado, esa misma actitud

de escucha hacia las diferencias se corresponde con una tendencia

a ignorar tanto las continuidades y permanencias,

como las hibridaciones y préstamos de diferentes imaginarios

entre sí. Cada imaginario tiende a mostrársenos como un

universo cerrado sobre sí mismo y homogéneo, es decir, ni

afectado por las aportaciones en el tiempo y en el espacio ni

tampoco fracturado o tensado por corrientes internas que

pudieran estar en conflicto mutuo. Por otro lado, y como consecuencia

de lo anterior, estas aproximaciones carecen de

una teorización y una metodología de estudio que sean comprensivas

y aplicables de modo general. Cada investigador

acota su ámbito de estudio y aplica los conceptos y técnicas

ad hoc que, intuitivamente, le parecen más adecuadas al

mismo.

En el otro extremo, los importantes estudios emprendidos

desde la filosofía, especialmente la hermenéutica, y la antropología

filosófica, animada especialmente por los trabajos de

Durand y los de la Escuela de Éranos, al tender a conjugar lo

imaginario en singular (el imaginario), y no en plural (los

imaginarios), suelen invertir las virtudes e insuficiencias del

estilo anterior. Al sustanciar un imaginario más o menos

esencializado, constituido por una serie de configuraciones

arquetípicas eternas y universales, las diferencias, mezclas y

tensiones suelen quedar subsumidas como meros avatares

efímeros, superficiales y contingentes. Lo que ahora ganamos

en potencia conceptual y capacidad metodológica lo perdemos

en finura para la comprensión de las diferencias y la

apreciación de los cambios, las emergencias y las discontinuidades.

Por sugestivos que resulten a menudo muchos de

estos estudios, apenas puede distinguirse en ellos lo que ha

puesto el estudioso y lo que pertenece a lo estudiado.

En cualquier caso, ambas perspectivas comparten una

visión más bien estática e identitaria de lo imaginario, a la

que es ajena toda la problemática que suele considerarse bajo

51

la rúbrica ‘ideología’. Lo imaginario, en ambos casos, construye

identidades, articula unidades culturales coherentes, pero

no parece tener nada que decir sobre la destrucción de esas

mismas identidades ni sobre los conflictos y modos de dominio

que atraviesan y dualizan las sociedades con Estado.

La consideración del imaginario como campo de batalla

en el que se libran los conflictos sociales sí ha sido apreciada,

en cambio, por la tradición de estudios marxistas sobre la ideología.

No obstante, el precio que paga esta escuela por incorporar

el conflicto es demasiado alto. Nada menos que expulsar

todo lo imaginario al reino de la ficción, entendida como

mentira, engaño y enmascaramiento de la realidad. Para el

marxismo, en cualquiera de sus variantes, lo imaginario y lo

simbólico se oponen a la praxis, a la realidad material, a la

cual presentan deformada, como una imagen invertida, para

así perpertuar las condiciones de explotación. Lo imaginario

es entonces deformación y ocultamiento.

Por paradójico que pueda parecer a primera vista, en esto

vienen a coincidir el imaginario marxiano y el del positivismo

más reaccionario. Ambos comparten lo que los estudios

sociales de la ciencia han llamado ‘ideología de la representación’

o lo que Richard Rorty ha definido como ‘filosofía del

espejo’. La imagen central para este imaginario es ésa, la del

espejo. Por un lado estaría la realidad, una realidad exterior

independiente de cualquier forma de representarla, el

mundo de los hechos, los hechos puros y duros. Por otro, el

espejo en el que la realidad se representa: es el universo de las

representaciones, lo simbólico, lo imaginario. En el mejor de

los casos, ese espejo refleja fielmente la realidad, la duplica;

es el caso de la representación científica de la realidad, único

lenguaje verdadero para positivistas y para marxistas, y ante

el que comparten la misma beata fascinación. En los demás

casos, el espejo deforma los hechos, bien sea para ocultar o

distorsionar la realidad del dominio de unos sobre otros,

invirtiéndola como se invierte la imagen en la ‘cámara oscu-

52

ra’, bien sea por incapacidad de los seres humanos para obtener

una representación adecuada: los ídolos de la tribu, de la

caverna, del mercado y del teatro interponen entre el hombre

y la realidad un ‘espejo encantado’. Retoños ambos del imaginario

burgués ilustrado, positivistas y marxistas quedan atrapados

en la ideología de la representación. El desprecio que

unos y otros comparten por los imaginarios populares y el

lenguaje común u ordinario en el que éstos se expresan es

sólo una consecuencia lógica de esa herencia ilustrada, radicalmente

antipopular.

El dilema ante el que ahora nos encontramos es entonces

el siguiente. ¿Cómo incorporar la indudable dimensión agónica,

de lucha, de juegos de poder, que en buena medida se

juega en el campo de lo imaginario, sin condenar a ese imaginario

a ser mera representación más o menos defectuosa de

una realidad que se supone exterior a él? Pero también,

¿cómo mantener esa centralidad de lo imaginario que le han

devuelto historiadores, antropólogos y hermeneutas, sin

esencializarlo, sin olvidar su papel central en los conflictos y

luchas de poder? O, por decirlo en palabras de Paul Ricoeur,

¿cómo conjugar la actitud de sospecha y la actitud de escucha,

ambas ineludibles para cualquier acercamiento a lo imaginario?,

¿cómo saber oír las diferentes maneras en que los

grupos humanos se hacen y dicen a sí mismos, sin por ello

hacer oídos sordos a los modos en que unas minorías suelen

acallar las voces de los más? Aquí es donde, a mi juicio, la

aportación de Cornelius Castoriadis tiene mucho y bueno

que decir 11. Pese al lastre ilustrado de su triple herencia como

intelectual griego, francés y marxista, su riguroso intento de

conceptualizar lo imaginario articulándolo con la autonomía

colectiva y con la creación radical merece especial interés.

53

11.- Véase mi valoración crítica de esta aportación en E. Lizcano (2003).

Inspirándome en su reflexión, yo formularía las siguientes

tesis como constitutivas de lo imaginario.

¿”Imaginario”? ¿“Social”?

En el momento de ensayar cualquier teorización sobre lo

que suele conocerse como ‘imaginario social’, conviene

empezar aplicando este criterio de reflexividad a los términos

de la propia expresión —‘imaginario social’— pues, efectivamente,

ambos son deudores de un imaginario bien concreto,

y su asunción acrítica nos pone en peligro de proyectar sobre

cualquier imaginario lo que no son sino rasgos característicos

de éste y no de otros. Por un lado, el término imaginario hace

referencia evidente a ‘imagen’ e ‘imaginación’. Y, ciertamente,

todos los estudiosos coinciden en señalar a las imágenes

como los principales —cuando no exclusivos— habitantes de

ese mundo (o pre-mundo) de lo imaginario. No es menos

cierto que es contra las imágenes y su oscuro arraigo en el

imaginario popular contra lo que han luchado los distintos

intelectualismos ilustrados, desde el islámico o el protestante

hasta el cartesiano o el de la ciencia actual. Pero tampoco es

menos cierto que también esos movimientos iconoclastas

son fuertemente deudores, en el caso europeo, de un imaginario

que privilegia la visión y su producto (la imagen) hasta

degradar, cuando no aniquilar, el valor de cualquiera de los

otros llamados cinco sentidos: oído, olfato, gusto y tacto, por

no hablar de otros sentidos no menos ninguneados, como el

sentido común o el sentido del gusto por la palabra hablada 9.

47

9.- Sobre el ahormamiento imaginario de algo tan –aparentemente- fisiológico

como son los ‘sentidos’, véase el epígrafe “Los sentidos de los otros, ¿otros sentidos?”.

De hecho, las reiteradas cruzadas racionalistas contra el imaginario

se han llevado a cabo, paradójicamente, en nombre

de imágenes, en nombre de esas imágenes abstractas y depuradas

de connotaciones sensibles que son las ‘ideas’ (no olvidemos

que también éstas provienen del verbo griego êidon,

‘yo vi’). El imaginario, pues, no puede estar poblado sólo de

imágenes. Incluso, como veíamos antes, debe situarse un

paso antes de éstas, pues de él emana tanto la posibilidad de

construir cierto tipo de imágenes como la imposibilidad de

construir otras.

A esta primera precaución conceptual debe añadirse una

segunda, referente ahora al segundo término, al término

‘social’. Conceptos como el de ‘social’ o ‘sociedad’ han llegado

a monopolizar toda referencia a lo colectivo, lo popular o lo

común, cuando de hecho emanan de una forma de colectividad

muy particular, la que alumbra ese imaginario burgués

que empieza a fraguarse en la Europa del siglo XVII, y lo hace,

además, con una decidida voluntad antipopular. Lo que era

un término reservado a asociaciones voluntarias y restringidas

de gentes concretas que desarrollaban una práctica

común (o de agentes naturales afines que formaban, por

ejemplo, la “sociedad del Sol, la Luna y los planetas”), la

ascendente burguesía de la época lo transforma en un concepto

abstracto, que prescinde de esa comunidad de hábitos,

valores y prácticas para venir a imaginar un mítico ‘pacto

social’ entre unidades individuales atómicas, extrañas entre

sí, y movidas sólo por sus intereses egoístas, al modo de los

socios que participan en un negocio. El paso de la oralidad a

la escritura es, en Europa, un tránsito del trato al con-trato, de

las relaciones cara a cara a la negociación entre extraños,

entre individuos abstraídos/extraídos de su situación vital

concreta. Nada puede extrañar entonces que, prolongando

ese proceso de abstracción hasta el absurdo, se invente un

imposible ‘contrato social’ que, pese a que nadie ha negociado

ni firmado nunca, se erija como origen mítico de las

48

modernas sociedades y sirva de fundamento y sea de obligado

cumplimiento para todos. La llamada ‘sociedad’ es esa

extraña forma de vida colectiva que hasta entonces desconocía

la mayoría de los pueblos del planeta. Así, la sociología, o

‘ciencia de la sociedad’, apenas ha pasado de ser el discurso

legitimador de ese curioso modo de entender lo colectivo que

ha colonizado la comprensión que de la vida en común

pudieran tener otras configuraciones imaginarias.

Por poner un ejemplo, expresiones como las de ‘sociedad

civil’, o la de ‘ciudadanía’, no fueron, en su origen, sino consignas

de batalla que los burgueses ilustrados de la Francia

del s. XVII lanzaron contra el clero y la nobleza, es cierto, pero

también contra el campesinado 10 y otros modos populares

de pensar y de vivir que esos habitantes de los burgos y ciudades

percibían como amenaza. Esas mismas expresiones,

hoy ya tan acuñadas para referirse a todos los miembros de

cualquier colectividad, ¿no evidencian, precisamente bajo su

aspecto actual, meramente técnico y neutral, la victoria ideológica

de los unos y el ninguneo de los otros, de los perdedores,

de aquellos a los que hoy se sigue llamando subdesarrollados,

de aquellos contra los que se siguen librando batallas,

como las que eufemísticamente se denominan ‘batalla

por la modernización’ o ‘lucha contra la exclusión’? ¿No

suponen una evidente exclusión de lo social de quienes

siguen sin habitar en ciudades y viven según pautas comunales

no urbanas: las gentes de la mar, de la montaña, del valle,

del desierto o de la selva, es decir, más de dos tercios de las

gentes del planeta? ¿No evidencian la impostura literal que

supone el pensar todo lo colectivo desde la perspectiva de

unas ciudades y unas sociedades en las que, casualmente,

suelen habitar los sociólogos, filósofos, políticos y burócratas

que, como herederos de aquella ilustración antipopular, han

49

10.- Véase J. Izquierdo (2006).

impuesto esos términos como si fueran universales sin historia?

Pocos análisis he oído sobre ello más finos que el canta

un corrido mexicano: “Un indio quiere llorar / pero se aguanta

las ganas, / se enamoró en la ciudad / se enamoró de una

dama / de ésas de sociedad / que tienen hielo en el alma”.

No propongo aquí, ciertamente, abandonar formulaciones

ya tan arraigadas, pero sí ponerlas por un momento entre

comillas. La primera de ellas, el concepto de ‘imaginario’, aún

está instituyéndose, y está por tanto en nuestra mano el irle

dotando de unos u otros contenidos. La segunda, concretada

en términos como ‘social’, ‘sociedad’ o ‘ciudadanía’, tiene peor

arreglo; pero, por si tuviera alguno, yo prefiero reservar esos

términos para aquellas formaciones colectivas que sí responden

al imaginario burgués que alumbró el concepto, como es

el caso de ‘la sociedad de masas’, la ‘sociedad de mercado’ o

‘la sociedad de consumo’. Por el contrario, cuando se trata de

formas de convivencia que responden a otras configuraciones

imaginarias, parece más adecuado el uso de términos

menos cargados por un imaginario particular, y emplear, si se

necesitan, determinaciones genéricas como la de ‘imaginario

colectivo’.

Donde los vacíos se enredan

La segunda enseñanza a que hacía referencia al comienzo

no apunta tanto al contenido y a las características de lo imaginario

cuanto al método de investigarlo. Me refiero, en concreto,

a la hoy ineludible cuestión de la reflexividad. La mirada,

decía Octavio Paz, da realidad a lo mirado. ¿Cómo afecta

entonces el imaginario del propio investigador a la percepción

de ese otro imaginario que está investigando? ¿Dónde

puede estar proyectando los prejuicios y creencias de su tribu

(su tribu académica, su tribu lingüística, su tribu cultural)?

¿Cómo pueden estar mediatizándole los fantasmas de su

imaginario personal, poblado de sus particulares temores,

anhelos e intereses? La cuestión no es fácil de abordar, si no

es directamente irresoluble, pero esa no puede ser excusa

para no enfrentarla. Cuando se elude, suele ocurrir que el

imaginario que muchos estudios sacan a la luz no es otro que

el del propio estudioso. Y para ese viaje alrededor de sí mismo

bien le hubiera sobrado tanta alforja empírica y conceptual.

Como a cualquiera que se haya embarcado en este tipo de

estudios, también a mí, el haber sido socializado durante

veintitantos años en la misma matemática cuya configuración

imaginaria (y, por tanto, contingente y particular) ahora

trataba de indagar reclamaba inexcusablemente una toma de

distancia, un drástico extrañamiento. El viaje a los supuestos

orígenes (los orígenes, como observara Foucault, siempre son

su-puestos) faculta para captar lo que tienen de participio los

llamados ‘hechos’, es decir, permite verlos como resultado de

un hacerse, y de un hacerse al que van moldeando los distintos

avatares imaginarios que acaban consolidando tal hacerse

en un hecho, un hecho —como se dice— puro y duro.

Comparadas con las actuales, la consideración de las matemáticas

griegas pone de relieve, en efecto, muchos de los prejuicios

que arraigan en imaginarios tan diferentes, como tan

bien ha puesto de manifiesto uno de los mejores y menos

conocidos estudios comparativos sobre el imaginario: La idea

44

de principio en Leibniz, de Ortega y Gasset. Pero no es menos

cierto que este tipo de excursiones arqueológicas (en el sentido

que Foucault, siguiendo a Nietzsche, da al término), aunque

ineludible, no nos aventura fuera de los supuestos y creencias

compartidos por ambos imaginarios, el de origen y el

originado.

Se me impuso entonces la necesidad de considerar lo que

ambos imaginarios, griego y moderno, pudieran tener en

común y contrastarlo, en un segundo descentramiento, con

un tercer imaginario radicalmente diferente. La inmersión en

el imaginario de la antigua China, donde también se habían

desarrollado unas potentes matemáticas, llegó a producirme

una fuerte sensación de extrañeza hacia mi propio imaginario,

tan permeado por el imaginario greco-occidental 7. De

súbito, esas matemáticas, cuyos procedimientos y verdades

hasta entonces me habían sido indudables, se mostraron en

toda su efímera, caprichosa y fantasmal existencia. Ya no fueron

nunca más “las matemáticas”, sino unas matemáticas, las

matemáticas de mi tribu. Unas matemáticas tan exóticas

como exóticos puedan parecerme los rituales funerarios de la

tribu más perdida. En el viaje de vuelta, del imaginario chino

al que tanto tiempo me había amamantado, había perdido

por el camino buena parte de un equipaje que en el de ida no

sólo tenía por necesario, sino que llevaba tan in-corporado

como los intestinos, los pulmones o cualquier otra parte de

mi cuerpo. ¡Se podía pensar (y pensar muy bien, hasta el

punto de alcanzar desarrollos que sólo veintitantos siglos

más tarde construiría la matemática occidental) sin recurrir a

—e incluso negando— nuestros sacrosantos principios de

identidad, no-contradicción y tercio excluso! ¡Se podía pen-

45

7.- Esta estrategia consistente en buscar asilo en una lengua –y, por tanto, un imaginario

radicalmente diferente- para, al regresar a la propia, poder acceder a lo impensado

de nuestro pensamiento es la que propondría después François Jullien (2005a) en su

“pasar por China” como estrategia epistemológica sistemática.

sar, y pensar muy bien, sustituyendo el incuestionable principio

de causalidad por un principio de sincronicidad, que vincula

los fenómenos en el espacio (en su espacio) en lugar de

encadenarlos en ese tiempo lineal al que nosotros llamamos

“el tiempo”) 8! ¡Se podía pensar, y pensar muy bien, haciéndolo

por analogía y no por abstracción! ¡Se podía pensar, y pensar

muy bien, sin pretender desgajar un lenguaje ideal, como

el de las matemáticas, de su sustrato imaginario, sino manteniendo

enredadas el álgebra y la mitología, la aritmética y los

ancestrales rituales de adivinación!

A este doble descentramiento, en el tiempo y en el espacio,

respecto del propio imaginario colectivo, se me vino a añadir

un tercer extrañamiento respecto de mi propio imaginario

personal, en la medida en que tal distinción, entre imaginario

personal y colectivo, puede hacerse. Efectivamente, mi posterior

inmersión en la práctica psicoanalítica me permitió

encontrar en mi propio imaginario no sólo los impulsos que

habían centrado mi interés en las matemáticas sino aquellos

otros más específicos que habían seleccionado en éstas precisamente

ciertos elementos y no otros. Las leiponta eidé o

‘formas faltantes’ de Diofanto, la operación de resta como

apháiresis, ‘sustracción’ o ‘extracción’ en Euclides, la aproximación

por Aristóteles entre el ‘vacío’ y un imposible ‘cero’

que temerosa y apresuradamente expulsa al mero ‘no-ser’, los

términos con que los algebristas chinos operan sobre sus

ecuaciones (xin xiao o ‘destrucción mutua’, wu o ‘vacío’, ‘abismo’,

‘hueco’, jin o ‘aniquilación’)... todos ellos son términos

que perfilan una constelación imaginaria muy concreta: la

que apalabran las múltiples remisiones mutuas entre la falta,

la sustracción, la pérdida, el vacío... Indagando cómo esos

diferentes imaginarios habían ensayado hacer frente a ese

problema, cómo habían conseguido modelarlo y ahormarlo,

46

8.- Véanse F. Jullien (2005b), E. Lizcano (1992) o C.G. Jung, (1979).

había estado yo, a tientas, aprendiendo cómo enfrentarlo en

mi propia vida, cómo ahormar mis propias pérdidas y cómo

modelar mis vacíos. A la vez que descubrí, a la inversa, cuánto

de mis propios temores y anhelos inconscientes se habían

estado proyectando en algo tan aparentemente racional

como la resolución de sistemas de ecuaciones.

El extrañamiento como método

Antes de ensayar una conceptualización de lo imaginario

y cierta metodología para su investigación (que venimos

desarrollando en torno al análisis de las metáforas en las que

se manifiesta, y que en buena medida lo pueblan), permítanme

una breve excursión autobiográfica que creo puede ser de

utilidad. En estos días se cumplen 13 años de mi primera

publicación sobre este asunto, el libro titulado precisamente

Imaginario colectivo y creación matemática 2. Creo útil exponer

alguna de las enseñanzas que yo saqué de aquella gestación;

enseñanzas que son fundamentalmente dos. La primera

apunta a la potencia de un concepto, éste de imaginario

colectivo, que a mí se me fue revelando capaz de dar cuenta

de la crucial influencia de factores sociales, culturales y afectivos

en la construcción de esa quintaesencia de la razón pura

que se supone es la matemática.

La matemática, considerada como el caso más difícil

posible por los propios estudios sociales de la ciencia, cuando

se aborda desde las luces y sombras que sobre ella arroja

el fondo imaginario que también a ella la nutre, resulta

tener muy poco que ver con ese lenguaje puro y universal,

que sobrevuela las diferencias culturales y los avatares de la

historia, como se nos ha enseñado a verla desde la escuela

40

2.- Lizcano, Emmánuel (1993).

elemental. Efectivamente, en el curso de la investigación

sobre los conceptos y métodos de demostración matemáticos

habituales en los tres casos que seleccioné (la Grecia clásica,

la Grecia decadente del helenismo y la China antigua)

también las matemáticas se fueron revelando contaminadas

por esas impurezas de “irracionalidad” que son los mitos,

los prejuicios, los tabúes y las visiones del mundo de cada

uno de los tres imaginarios respectivos. Y, recíprocamente,

por ser las matemáticas uno de los ámbitos donde la imaginación

menos se somete a las restricciones de la llamada

realidad, ofrece una de las vías más francas para acceder al

fondo imaginario de los pueblos y las culturas. Los cada vez

más numerosos estudios de los etnomatemáticos 3 ponen

de manifiesto que hay tantas matemáticas como imaginarios

culturales y cómo en torno a la implantación escolar de

las matemáticas académicas se juegan auténticos pulsos de

poder orientados a la colonización de los diferentes imaginarios

locales.

Así, en la obra de Euclides, que pasaría a la historia como

el canon de lo que son legítimamente matemáticas, precipitan

todos los miedos, valores y creencias característicos de la

Grecia clásica. Su aversión inconsciente al vacío, al no-ser, se

condensó, por ejemplo, en su incapacidad para construir

nada que se parezca al concepto de cero o de números negativos.

¿Algo que sea nada? Más aún, ¿algo que sea menos que

nada? ¡Imposible! ¡Eso es absurdo, a-topon, no ha lugar!, dictaminaba

olímpicamente el imaginario griego. Pero también,

ese mismo imaginario que ponía fronteras a lo pensable,

alumbraba nuevos y fecundos modos de pensamiento. Así,

del gusto griego por la discusión pública en el ágora emergieron

originales métodos de demostración en geometría, como

41

3.- Véase, p.e., Gelsa Knijnik (2004), o bien “Las matemáticas de la tribu europea”,

“Las cuentecitas de los pobres” y “Del recto decir y del decir recto” en este mismo volumen.

la llamada demostración por reducción al absurdo, que hoy

ha conseguido enmascarar ése su origen político 4.

Fue necesario que se agrietara la coraza de esa especie de

super-yo colectivo que es el imaginario de la época clásica, y

que afloraran, entremezclados y caóticos, los imaginarios de

las civilizaciones circundantes, para que, entre las grietas del

rigor perdido, asomaran los brotes de nuevas maneras de

imaginar el mundo y, en consecuencia, también de hacer

matemáticas. De esa polifonía bulliciosa de imaginarios en

fusión pudo Diofanto extraer operaciones numéricas hasta

entonces prohibidas y tender puentes entre géneros como la

aritmética y la geometría, cuya mezcla era tabú hasta ese

momento. Como todo alumbramiento, también el parto del

álgebra (hoy tan mal llamada simbólica, por cierto) ocurre

entre los excrementos y fluidos magmáticos de los que se alimentó

la nueva criatura.

En ese mismo momento (si es que puede decirse que un

momento sea el mismo en dos imaginarios diferentes), en el

otro extremo del planeta (un planeta que, por cierto, para

aquel imaginario no lo era), los algebristas chinos de la época

de los primeros Han operaban con el mayor desparpajo con

un número cero y unos números negativos que el imaginario

griego no podía —literalmente— ni ver. Y no podía verlos porque,

en cierto sentido, el imaginario está antes que las imágenes,

haciendo posibles unas e imposibles otras. El imaginario

educa la mirada, una mirada que no mira nunca directamente

las cosas: las mira a través de las configuraciones imaginarias

en las que el ojo se alimenta. Y aquellos ojos rasgados

miraban el número a través del complejo de significaciones

imaginarias articulado en torno a la triada yin/yang/tao 5. Si el

juego de oposiciones entre lo yin y lo yang lo gobierna todo

42

4.- Véase referencia a A. Szabó, “Greek Dialectic and Euclid’s Axiomatic”, en E.

Lizcano (1989: 134).

5.- Véase “Ser / No-ser y Yin / Yang / Tao” en este volumen.

para la tradición china, ¿por qué iba a dejar de gobernar el

reino de los números? La oposición entre números positivos

y negativos fluye así del imaginario arcaico chino con tanta

espontaneidad como dificultad tuvo para hacerlo en el imaginario

europeo, que todavía en boca de Kant habría de seguir

discutiendo si los negativos eran realmente números o no. Y

si el tao es el quicio o gozne que articula el va-i-vén de toda

oposición, ¿por qué iba a dejar de articular el va-i-vén que

engarza la oposición entre los números negativos y los positivos?

El cero, como trasunto matemático del tao, emerge así

del imaginario colectivo chino con tanta fluidez como aprietos

tuvieron los europeos para extraerlo de un imaginario en

el que el vacío (del que el cero habría de ser su correlato aritmético)

sólo evocaba pavor: ese horror vacui que preside toda

la cosmovisión occidental 6.

Observamos, de paso, cómo cada imaginario marca un

cerco, su cerco, pero también abre todo un abanico de posibilidades,

sus posibilidades. La suposición por el imaginario

griego clásico de un ser pleno, pletórico, bloquea la emergencia

de significaciones imaginarias como la del cero o la de los

números negativos, que, de haber llegado a imaginarlos

(como por un momento quiso hacerlo Aristóteles), se le

hubieran antojado puro no-ser, cifra de la imposibilidad

misma. Pero esa misma plenitud que ahí se le supone al ser

será la que alumbre esa impresionante criatura de la imaginación

occidental que es toda la metafísica. El imaginario en

que cada uno habitamos, el imaginario que nos habita, nos

obstruye así ciertas percepciones, nos hurta ciertos caminos,

pero también pone gratuitamente a nuestra disposición toda

su potencia, todos los modos de poder ser de los que él está

preñado.

43

6.- Véanse, p.e., François Cheng (1994) y Albert Ribas (1997).